Por fin serás libre de engordar cuanto quieras sin los rigores de la dictadura de la Operación Bikini, podrás tomar sopas calientes, ponerte un jersey, tirar las incómodas sandalias a la hoguera, pasar frío y mandar al infierno el pepino. «Tómatelo, que está muy fresquito», dice tu madre. Y lo dice porque no es ella la que tiene que lidiar durante toda la tarde con las repeticiones de la hortaliza de Satán. Mamá, pensaba que me querías.
Por fin existe un horizonte. Por fin se ve la oscuridad al final del túnel. En pocas semanas, por fin, terminará el puñetero verano y, con él, dejarás de necesitar un buen número de objetos que te compraste sin querer, sólo por la presión social, por no parecer un bicho raro durante los tres meses estivales.
Decía Fernando Fernán-Gómez que las bicicletas son para el verano. Y cualquiera le llevaba la contraria con la mala leche que gastaba. Por eso, cuando el verano languidece, esa bicicleta que compraste para dar paseos al atardecer debe pasar a unas manos que la utilicen más de las dos veces que la has usado tú. Porque sí, incluso a las ocho de la tarde hacía demasiado calor y te diste cuenta de que esa era la hora de la tapita y no de estar pedaleando por esos caminos del señor.
Lo mejor es que te deshagas de ella antes de que sea la vergüenza la que se deshaga de ti.
Lo hiciste con ilusión. Querías integrarte. Que la isla (no la vamos a llamar Ibiza, la vamos a llamar ‘la isla’) entrara en ti. Equilibrar tus energías, regular los chakras, sentir la llamada del mar. Y claro, para eso necesitabas una maleta de 30 kilogramos de ropa de color blanco, que además es muy agradecida de lavar porque puedes utilizar lejía para quitar las manchas de vino.
Muerto el perro, digo el verano, se acabó la rabia, digo el lino blanco. Véndelo todo, vuelve al algodón y la lana y espera a que llegue un nuevo verano en el que entrar en desnuda comunión con el cálido entorno.
Parrilladas de verdura, gazpachos, salmorejos, salpicones, crudités, pescados a la plancha, frescas ensaladas de brotes. Ya está. Páralo. Tu cuerpo vuelve a cubrirse de ropa en septiembre y, por lo tanto, puedes volver a dejar crecer los espacios que acumulan grasa. Puedes volver a comer comida de verdad, de la que llena el buche y da gases, de la que dices: «Joder, es tan basura que voy a cenar dos veces».
El buen tiempo irá difuminándose y te apetecerá mucho menos entregarte a la actividad física, al deporte. Comienzan la Liga, la NBA, las series que más te gustan. Es hora de volver al calor de lo que más echas de menos: tu sofá y tu manta. Deshazte de tus zapatillas de runner y de todo lo que huela a vida sana. Cómprate una manta.
Lo has conseguido. Con 43 años. Pero para estas cosas nunca es tarde. Aprender a nadar te resultará de utilidad en cualquier momento de la vida. Tiene su lado indeseable, claro. Ya no necesitas el flotador: ni el cisne gigante, ni el flamenco gigante, ni el donut gigante. Con lo que te gustaba navegar sobre él como el almirante Nelson hacia el horizonte. Hazlo desaparecer antes de que termines como esta pobre desgraciada: teniendo que ducharte en el fregadero porque el flotador ha ocupado durante el invierno todo el espacio de la bañera.
Por último, y como no todo es vender, también deberías echar un vistazo a lo que se ofrece a tu alrededor por si hay algo que necesites recuperar. En nuestro caso, no nos vendría mal hacer una oferta para que se nos reintegre la dignidad perdida. Porque, siete tintos de veranos, cuatro gin-tonics, la paella hasta arriba de colorante alimentario, el mojito garrafón, la canción del verano, la disco móvil y las fiestas patronales no hacen buen final y no es digno terminar el verano durmiendo la mona en un contenedor de obra. Septiembre, Mes Mundial de la Dignidad Recuperada.