Los libros de viajes (que no las guías) son un género en sí mismo cuyo principal gancho es la imposibilidad de la mayoría de los lectores de procurarse esos desplazamientos y aventuras, lo que los convierte en compañeros de verano ideales aunque no podamos disfrutarlos bajo las palmeras, escuchando las olas o junto a la piscina del hotel.
Robert Louis Stevenson, aparte de ser el famoso autor de Jekyll & Hyde o de La isla del tesoro, publicó diversos textos que a la luz de estos siglos nos pueden hacer soñar y recuperar la fe en las aventuras. El más hermoso, con el que casi pueden cerrarse los ojos y sentir la brisa del Pacífico es En los mares del sur. El hecho de que resulte autobiográfico lo hace más entrañable. Al bueno de Stevenson, que vivía en una Edimburgo húmeda como una esponja, le diagnosticaron tuberculosis, y ni corto ni perezoso hizo las maletas y se fue a Hawaii, con una pequeña escala en San Francisco, donde conocería a la que sería su esposa Fanny Osbourne. De Hawaii partieron hacia los mares del Sur y se establecieron en diversos atolones, conviviendo con los nativos y acumulando extraordinarias vivencias que recogió en ese libro. Jamás regresó a Escocia, pero vivió muchos más años de los que el doctor le había pronosticado. Sus huesos reposan en la isla de Samoa.
La aventura del Kontiki, libro escrito por el desaparecido explorador noruego Thor Heyerdhal, recientemente llevado al cine en Kon Tiki (Joachim Rønning, Espen Sandberg, 2012) es quizá uno de los textos de viajes más extraordinarios y estimulantes. Narra su peripecia real junto a un puñado de hombres a bordo de una balsa de madera construida según los antiguos nativos peruanos, que zarpó del puerto del Callao en Lima para llegar a las islas Tuamotu, y demostrar así que la colonización tuvo lugar en el sentido inverso al que se creía hasta entonces.
Por su parte, Julio Verne, el prolífico escritor francés que narraba toda clase de viajes extraordinarios por las tierras más recónditas… jamás salió de Francia. En realidad, ni siquiera salió de su pueblo, Nantes, a orillas del Loira. Eso no le impidió «preinventar» toda clase de ingenios que la Ciencia tardaría en desarrollar, a partir de sus ideas, y fascinar a muchas generaciones con sus relatos de viajes por todo el mundo.
En sus famosas 20.000 leguas de viaje submarino, el carismático capitán Nemo recorría más de 100.000 kilómetros bajo las aguas, si hacemos la conversión. Casi la distancia entre la Tierra y la Luna (150.000 kilómetros). A este título podemos añadir Cinco semanas en globo, El capitán Hateras, Viaje al centro de la Tierra, La vuelta al mundo en 80 días… Está claro que al señor Verne le fascinaban los viajes… pero los de otros.
Después de Agatha Christie nadie ha sido traducido a tantos idiomas. Es pues el escritor francés más universal. El muchacho iba para abogado, como toda la familia, y cuando terminó su primer ciclo de estudios (destacaba sobre todo en Geografía) su padre les regaló un pequeño barco a él y a su hermano para que descendieran el pacífico río Loira. Pero Julio Verne se rajó en el último momento porque no lo veía muy claro y el viaje le daba un poco de aprensión. Desde luego era la antítesis del aventurero. ¿Cómo es posible que el autor de Miguel Strogoff nunca pisara Rusia?
En un plano más cercano, pero también con aroma a maletas de cuero y mapas que se despliegan sobre el capó de un coche en medio de una carretera perdida, en épocas sin móviles con GPS ni TomTom, encontramos el Viaje a la Alcarria de nuestro Camilo José Cela; y mucho más ambiciosa, la Vuelta al mundo de un novelista del prolífico Vicente Blasco Ibáñez.
Hay muchos más, naturalmente, pero este articulista se permite recomendarles la anterior selección. Y es que quizá la estrechez presupuestaria pueda recluirnos en casa este verano, pero nuestra mente siempre podrá viajar por el mundo si disponemos de los adecuados compañeros de papel… (aunque la versión electrónica también vale).
Viajes de papel
