Victorina Durán descubrió el sentido de su vida bajo el tronar de un obús. Estaba leyendo en su casa de Madrid mientras, fuera, la guerra de 1936 mataba a puñados. A la escenógrafa le sorprendió que aquel libro, El pozo de la soledad, de la británica Radclyffe Hall, aireara algo que siempre estuvo escondido: la homosexualidad de las mujeres.
Era la primera vez que la artista veía algo así: una mujer que escribía del amor de una mujer por otra mujer. Hasta entonces había sido asunto de hombres. Solo ellos «dejaban volar su fantasía, unas veces con vuelos poéticos, y otras como tema excitante en novelas pornográficas». Eran los que incluían este asunto en tratados médicos y estudios psiquiátricos.
La protagonista de El pozo de la soledad (1928) vivía una tragedia porque ella era «así» y no podía ser de otro modo. Pero un día su institutriz le dijo:
«Tienes una misión que cumplir… ¡Hazla! Precisamente porque tú “eres como eres” puedes escribir con una extraordinaria y doble visión, con un conocimiento personal.
Nosotros somos una parte de la naturaleza. El mundo lo reconocerá un día, pero hasta entonces hay un inmenso campo que trabajar.
Por el amor de todos los que son como tú, en un gran número, pero menos fuerte y menos dotados tal vez, es por lo que debes tener el valor de vencer todos los obstáculos».
Estas palabras golpearon a Victorina como si hubieran sido escritas para ella y les hizo caso: nunca escondió su homosexualidad, a pesar de la mojigatería y los chismorreos.
—Sí, yo soy más fuerte porque no soy cobarde ante los demás. Años y años he recogido y guardado la tragedia de la incomprensión de muchas mujeres. He vivido con ellas el angustioso drama de verse aisladas y despreciadas por multitud de seres “normales”. La sociedad perdona, admite todo menos “eso” —escribió al final de los años 70, al redactar sus memorias.
Mucho tiempo tuvo que aguantar que le escupieran una palabra: anormalidad. El mundo abominaba del amor entre dos mujeres pero veía honestas y católicas a las «mujeres que se entregan al hombre única y exclusivamente por compensación monetaria. Y no excluyo a las que hacen su prostitución ante el Registro Civil y ante el altar, con aprobación de sus familiares y amigos», se quejaba Victorina Durán. «Toda esta gente tiene el “derecho social” de permitirse excluir de su mundo a quienes viven un amor “natural”, puesto que está en la naturaleza, y a quien es capaz de sentir, vibrar y enaltecer su espíritu con una emoción del alma que desconocen la mayoría de quienes las juzgan».
A Victorina siempre le extrañó lo que todos veían normal: tantas mujeres hartas de parir que jamás habían disfrutado del sexo. Ni siquiera eran capaces de enlazar esas dos palabras: disfrutar y sexo. «Creo que lo verdaderamente anormal es que una mujer no sienta nada con su marido y pueda tener hijos, es decir, su función de reproducción sin sentir, como el hombre, el placer para lograrlo. ¿Cabe más anormalidad en la propia naturaleza?».
Decía Victorina que los maridos tenían a las mujeres como recipientes de su semen y su placer; lo que sintieran ellas no les importaba nada. Peor aún: los hombres creían que si despertaban sensaciones en sus esposas las convertirían en prostitutas. «Por ello una gran proporción de mujeres casadas encuentran en otra mujer lo que les falta en su vida íntima matrimonial. La mujer ama a la “amiga-amante” en una proporción mayor de ternura, de cariño y, sobre todo, de amor que de deseo sexual».
EL PRIMER AMOR «ASÍ» DE VICTORINA DURÁN
A sus 22 años, tenía… un novio… una especie de novio… algo así, poco emocionante… hasta que un verano, en Valencia, descubrió que era «así». Este era el eufemismo que utilizaban, a principios del siglo XX, para decir que una persona era homosexual; era la palabra tranquila, la que evitaba la mofa, el insulto y el desprecio.
«Primera experiencia. ¿Incomprensible? ¡¡Inexplicable!!». Fue en el verano de 1921. La madrileña preparaba unas oposiciones en casa de su maestro en Valencia. Un noche fueron a una fiesta de alguien de quien jamás había oído hablar: la baronesa M. de L. Verla fue un latigazo.
Victorina quedó admirada por la belleza y «el atractivo casi demoníaco» de esta mujer de cabellos rojos alborotados. No dejó de mirarla en toda la cena. M. de L. parecía una vampiresa de película que coqueteaba con tres hombres, hartos de copas, ridículamente cariñosos.
A las cinco de la mañana, exprimida la noche, fueron a comer ostras y ver amanecer. Victorina estaba harta de esos hombres pegajosos, arrimados a cualquier hembra. Estaba deseando irse, perderlos de vista, cuando, por fin, M. de L. dio la fiesta por terminada. Pero no llevaría ni a ella ni a su amiga al pueblo donde residían, Benicalap; les anunció que dormirían en su casa.
Una doncella medio dormida abrió la puerta y condujo a su amiga a un cuarto de huéspedes. M. de L. dijo a Victorina:
—Tú dormirás conmigo.
¿Cómo? Eso de meterse en una habitación con una desconocida le pareció un fastidio. Más aún cuando al abrir la puerta del dormitorio vio que había una gran cama matrimonial. «Se hizo desnudar por la doncella (a esto yo le concedí mucha importancia) y sentada a los pies de la cama iba viendo cómo era despojada de todo, quedando desnuda antes de que le pusieran el fino camisón transparente. Yo seguía vestida, sentada a los pies de la cama, asombrada y alucinada».
La baronesa le pidió que se acostara.
—No tengo camisón… —replicó.
—¿Para qué lo quieres?
Victorina se quitó la ropa y se dejó el sostén y la braga: un «biquini improvisado». Se acostó y cerró los ojos para dormir. Oyó que M. de L. se levantaba y encendía un ventilador. Abrió los ojos, la miró y pensó: «Yo, alumna de Pintura en la Escuela Superior de Bellas Artes, estaba acostumbrada a ver estatuas, cuadros y modelos bellísimos al natural, pero aquella figura casi irreal a mi lado me fascinaba hasta la mayor de las perturbaciones.
—Vito, tráeme un vaso de agua. Me muero de sed.
Fue a por él. No encontró un vaso. Echó agua en una taza y se la llevó.
—¿Dónde me traes el agua?
—En lo que he encontrado —contestó Victorina, de mal humor—. Ya no tengo sueño.
—Me alegro. Yo tampoco, así… charlaremos.
En la cama, tumbadas, hablaron. La baronesa le preguntaba quién era, qué hacía… y, poco a poco, Victorina se dio cuenta de que, «además de la conversación, había algo especial que hablaba también interiormente dentro de las dos. Su pelo rojo me rozó la frente y, como si hubiera sido una descarga eléctrica, me hizo estremecer. Entonces me di cuenta de que teníamos las cabezas juntas y de que yo era capaz de vibrar a su contacto».
—Voy a tener envidia de mi pelo que así te hace sentir —dijo la baronesa. Y entonces «un beso, otro, otro… caricias… ¡qué se yo!».
ESCENÓGRAFA
Victorina Durán (1899-1993) fue la primera mujer que consiguió una cátedra en Indumentaria y Arte Escenográfico en España. Fue en 1929, en pleno esplendor de las vanguardias.
Había estudiado Dibujo y Pintura en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Allí conoció a Maruja Mallo, Salvador Dalí y Remedios Varo. Eran amigos y compartían las ansias de libertad. Y lo eran: dentro de sus dormitorios, nada tenían que envidiar a cualquier joven de hoy.
Victorina hizo vestuarios y decorados para obras de Federico García Lorca y dos actrices con las que vivió una historia de amor: Irene López de Heredia y Margarita Xirgu. Era popular y respetada en el teatro. Era culta. En 1926 participó, junto a otras intelectuales como María de Maeztu y Victoria Kent, en la fundación del Lyceum Club Femenino. Fue ella quien decoró las salas de esta institución impaciente por sacar a las mujeres de una vida recluida entre la cocina y la pila de lavar.
Pero llegó la guerra y Victorina viajó a Buenos Aires. La estancia inicial de tres meses se alargó más de 20 años: más de dos décadas de exilio. Allí fue directora de los teatros Colón y Cervantes. Fue figurinista. Pintó y sus cuadros fueron expuestos en varios países de América y Europa.
En los años 60 Victorina volvió a España, igual que la pintora Maruja Mallo. Hasta entonces habían tenido un pasado análogo: «Las dos estudiaron en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, las dos estuvieron muy implicadas en la Segunda República, las dos se exiliaron en Buenos Aires, las dos trabajaron para Margarita Xirgu, las dos tenían relación con Dalí…», explica la doctora en Historia del arte Idoia Murga, en su despacho del CSIC. Pero el futuro iba a ser muy distinto: «Maruja Mallo sería recuperada por la Movida, en los 80, y Victorina quedaría en un segundo plano». Mallo era adorada por el joven Pedro Almodóvar y no se perdía una fiesta; Victorina abrió un bar de copas en Peñíscola.
LA RECUPERACIÓN ACTUAL DE VICTORINA DURÁN
Iba borrándose el recuerdo de Victorina Durán hasta que hace unos meses las investigadoras Idoia Murga y Carmen Gaitán publicaron los tres libros de memorias que la escenógrafa dejó escritos: Sucedió, El Rastro. Vida de lo inanimado y Así es.
Esta autobiografía, publicada por la Residencia de estudiantes 26 años después de la muerte de Victorina, permanecería oculta hoy (y perdida en el futuro, lo más probable) si no la hubieran rescatado Gaitán y Murga de los cajones de instituciones, de archivos y de la casa de algunos familiares de la artista.
Murga encontró por primera vez el nombre de Victorina Durán cuando, en 2007, trabajaba en su tesis sobre ‘Escenografía para danza desde 1916 a 1962’. «Descubrí que un miembro de la familia de Victorina había donado parte de los fondos de su obra al Museo Nacional del Teatro, en Almagro, y fui a conocerlos. Después vi que varias personas, como Vicente Carretón, habían escrito sobre ella, pero aún faltaba bucear en las aportaciones que ha hecho al teatro, a la pintura…», explica la doctora en Historia del Arte.
Gaitán trabajaba en un grupo de investigación del CSIC sobre ‘Artistas exiliadas en América después de la Guerra Civil’ cuando se topó con Victorina. Empezó a buscar su vida y en el camino encontró a Murga. «A Idoia le interesaba por la escenografía y a mí porque era una artista en el exilio», cuenta la doctora en Historia Contemporánea, por teléfono, desde Filadelfia (EEUU).
De Victorina Durán era conocido su trabajo como escenógrafa, pero nadie se había detenido a estudiar su pintura. Gaitán y Murga fueron a Buenos Aires en busca de los rastros de la artista. Allí encontraron muchos datos y algunos familiares. En los trasteros de sus casas quedaban algunas obras suyas. Igual pasó en Madrid: había recuerdos en más trasteros.
Las investigadoras viajaron a Valencia y París en busca de más datos para reconstruir la vida de Victorina. Después de unos años tenían lo más valioso: las memorias de la artista. Pero ocurría algo curioso. Encontraron varias versiones de esta autobiografía. «En el Museo de Almagro había una versión mecanografiada. Ella ya era mayor y no veía bien. Tenía que dictar los textos de Sucedió y El Rastro a sus familiares. Hemos visto que ella hacía correcciones, añadía una frase, pegaba un papel en alguna página… », relata Murga.
En el tomo de Así es, en el que habla de su vida sentimental y sexual, la escritura es distinta. «Podríamos pensar que viene de diarios que escribió en el momento en que ocurrían los hechos y después los agrupó. Por eso hay mucha variedad entre los estilos y las historias que va contando», indica Gaitán. «Y no podemos tomar todo como verdad absoluta. Es la artista que se está contando. Puede haber parte novelada», añade Murga.
Victorina no tuvo ningún pudor en hablar de sus amantes y sus amores, pero no dio ningún nombre real. «Son protagonistas muchas mujeres casadas con hijos, y ya nietos, y no tengo derecho a provocar escándalo, buscando un éxito editorial», escribió la escenógrafa en el prólogo de Así es. Hoy se conocen esos nombres. Las investigadoras –uniendo hilos entre lo que ella contaba, las carteleras de teatro de entonces y los datos históricos de los archivos– descubrieron a algunas de sus amantes: la actriz Margarita Xirgu, María del Carmen Vernacci, Irene López Heredia, Hélène Bouvier y Susana de Aquino.
A las doctoras en Historia les fascina que Victorina fuera «tan honesta, tan clara y tan independiente». Tan solo se disfrazó para subir a un escenario; ni medio disimulo. Tuvo el valor y el mérito de no ocultarse jamás. Y todavía hoy «es una artista excepcional que no se acaba nunca».