La vida de un payaso no es una fiesta. Ser payaso no es fácil. Es preciso contar con ingenio, gracia y valor. Hay riesgos. Uno es no hacer reír y acabar dando pena. Puede que un actor dramático no sea creíble, pero el público lo pasará por alto si la trama tiene brío. El payaso no puede escabullirse: provocará la carcajada o fracasará.
Cuando el payaso hace reír puede perder la credibilidad. Por supuesto, esto importa poco al payaso o no lo sería. La credibilidad es un concepto para mentes pequeñas.
Si el payaso es tonto (como personaje), una parte del público considera que la persona tras el papel también lo es. Si el payaso de las muecas y el que tropieza quiere ser presidente de un equipo de fútbol o diputado, no le faltan críticas.
Payaso, la profesión, será un insulto. Pero al carpintero no le gritan ¡carpintero! ni al médico, ¡médico! si aspira a esos puestos. Qué extraño que hacer reír sea visto por algunos como demérito más que como mérito. ¿Quizá por envidia? ¿Quizá por miedo?
«El poder no soporta el humor, ni siquiera los gobernantes que se llaman democráticos, porque la risa libera al hombre de sus miedos», dijo el nobel de Literatura Darío Fo. El escritor se refiere a los políticos, pero el poder también lo tiene el banquero, el general y el jefecillo que actúa como si fuera a heredar la empresa. El payaso se ríe de todos ellos. Cuando no le dejan, pone caras raras o choca contra un muro invisible para distraer a quienes padecen el poder. Y lo hace contra la propia adversidad.
Otros artistas paren obras con los matices de su estado de ánimo. El pintor que un año retrata amaneceres, al siguiente quizá estampe vísceras en el lienzo. El escritor de crímenes sexuales para adultos publica sin seudónimo aventuras para niños. Quizá el público no quiere que el pintor y el escritor cambien de registro, pero lo entiende.
El payaso no tiene épocas naranja y negra: hace reír o dejará de serlo. Pocos lo aplauden si se convierte en actor dramático. El público se siente incómodo cuando el hacedor de risas aparca el humor.
Los espectadores quieren creer que el payaso lo es dentro y fuera de los escenarios. Siente inquietud con las actuaciones dramáticas de Robin Williams. Le perturba que Williams sea el protagonista del chiste de Roschard (Watchmen): el hombre desanimado al que el médico receta:
«Vaya a ver a Pagliacci, el gran payaso; él le animará». El hombre contesta: «Doctor, yo soy Pagliacci».
Otro público cree que el payaso tiene un ingenio natural. Lo que parece que da la naturaleza es poco valorado. Esta gente no ve cómo el artista se concentra en el escritorio y se hace daño en los ensayos. El payaso se esfuerza tanto como cualquier artista que ame su arte. Quizá más, si tenemos en cuenta el marco en el que trabaja. Por esto, cuando el payaso se desborda como persona o como artista nos sobrecoge.
«Hay grandes trabajos sombríos hechos por comediantes», dice Jan Lumholdt, crítico de cine sobre The Day the Clown Cried (El día en que el payaso lloró, 1972). Obra escrita, interpretada y dirigida por Jerry Lewis sobre un payaso que distrae a los niños judíos de camino a las cámaras de gas.
Lewis no concluyó el rodaje y quiso destruir las cintas, ahora en poder de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, que podrán verse en 2025. «Una obra perfecta en su monstruosidad», según uno de sus actores. Humor en medio del dolor.
Lewis dijo en una de las pocas declaraciones sobre la película: «Sin el humor no somos nada, nos evaporamos». Qué difícil y poco valorada la tarea del payaso: cohesionar los átomos de las personas ajadas por la vida.
Imagen de portada: Robin Williams en ‘Patch Adams’.