La política tiene algo de perverso cuando centra el foco en algo muy concreto. Da igual que sea una propuesta, una idea, una declaración o una persona: acabas reduciendo algo tan amplio como una ideología a una mera anécdota pasajera, que a duras penas articula lo complejo que resulta definir una corriente cualquiera.
Piensa, por ejemplo, en cuántas veces no has votado a un partido determinado porque su cabeza de lista no te gustaba.
Daba igual entonces que las ideas de la formación te gusten, que les hayas votado antes o que todos los demás integrantes de la candidatura sí vayan en tu sintonía: basta con que haya un líder que desentone para que todo lo demás se ponga en cuestión.
Es el silogismo de la masa silenciosa y el alborotador: da igual cuánta gente haya en una sala si solo una está hablando, porque esa será la única voz que se escuchará.
Extrapólalo a cualquier cosa: no importa cuántos mecánicos haya, que si uno te estafa tenderás a pensar que todos son unos ladrones. O taxistas. O políticos corruptos. O radicales de la corriente que sea.
En lo que respecta a las pasiones somos muy dados a la generalización. Vaciamos de significado el conjunto para prestar atención al puñado de ruidosos. Aunque en muchas ocasiones no sean representativos de nada.
Tiende a ocurrir también en sentido contrario. Mucha gente vota a partidos porque su líder cae bien, porque tiene buena imagen o –los más– porque son contrarios a aquellos a los que le gustan menos. Y lo hacen sin conocer, en general, cuáles son sus propuestas.
Sí, se conocen las ideas a brocha gorda, pero ni atisbo sobre las medidas concretas que aplicará en educación, economía o investigación. Sencillamente, habla bien, suelta alguna idea general con la que encajamos y listo.
Porque piénsalo bien: si somos honestos, más bien poca gente está realmente informada, y casi nadie ha leído jamás un programa electoral. Hubo un tiempo incluso en el que alguna formación política se presentaba a elecciones sin programa alguno. Ni falta que hacía: ganaba igual.
EL HYPE DE LA MASA
Ante un panorama tan desolador, donde el conocimiento político es escaso pero la opinión es permanente, hay códigos políticos que funcionan mejor que otros aunque tengan nula practicidad. Es el caso, por ejemplo, de la imagen y las campañas de marketing.
Ahora casi todos los candidatos son guapos, casi todos visten igual –esa camisa blanca remangada y sin chaqueta, elegante pero moderna– y casi todos dominan el discurso televisivo.
Da igual que vistan cascos de soldado de la antigüedad o que compartan recetas de magdalenas: la política es subsidiaria de la imagen que se crea.
En esa dialéctica vacía cunden algunos dogmas generales. Por ejemplo, que hablen de ti aunque sea mal. Eso, que en su día funcionaba gracias a la televisión, hoy se repite con las redes sociales. O que parezca que sois muchos, aunque en realidad sois pocos.
Esto último es lo que sucedió, por ejemplo, hace unos meses: un partido del que hacía años que no se hablaba irrumpía en escena porque había logrado algo tan inesperado como llenar el Palacio de Vistalegre.
El escenario no era baladí: es el lugar que los socialistas llenaban en sus años buenos y habían abandonado tras su profunda crisis. El mismo que eligió de forma simbólica Pablo Iglesias para dar acta de nacimiento a Podemos, en su intento –fallido– de asaltar los cielos.
En esa ocasión fue Vox quien llenó la plaza. Nada se sabía de ellos ya.
Tras una limitada atención en sus orígenes, de pronto empezaron a copar titulares: que si España era el único país donde no había formaciones de ultraderecha en las instituciones, que si algo sucedía para que miles de personas se juntaran de pronto para jalearles, que si el PP había iniciado su demolición interna porque acababa de perder a su ala derecha.
Y sus propuestas empezaron a marcar casi cada conversación.

En realidad lo que había sucedido era una cuestión más bien marketiniana: los mismos que auparon la inverosímil campaña de Donald Trump en EEUU habían desembarcado en Europa para aplicar –punto por punto– el mismo manual.
Y lo primero era captar la atención dando sensación de fuerza y poderío. Y funcionó.
La formación, de la nada, irrumpió en Andalucía y fue clave en la formación del Ejecutivo autonómico.
Ahí el discurso caló a la perfección, como había pasado en EEUU: ellos eran la opción antisistema, toda vez que el establishment andaluz era un PSOE que nunca había abandonado el poder, de la misma forma que la saga de los Clinton era percibida como el ‘sistema’ al que derrotar en Washington.
Al menos en el caso andaluz la alternativa no fue un magnate de los negocios, sino más bien una red de apoyos tejida sobre los problemas raciales de las áreas de Almería y Huelva con los sectores más ruralistas –cazadores y agricultores desencantados– de la serranía.
EL PODER DE LOS SILENCIOSOS
Una inverosímil cadena de circunstancias hizo posible que el peor PP en décadas lograra sumar gracias a la división del voto: lo que amenazaba con ser su tumba se convirtió de pronto en una fórmula de competencia virtuosa.
Solo al dividir el voto en tres formaciones se había logrado sumar lo suficiente.
Por eso la estrategia se aplicó tal cual a las generales. Vox planificó mítines en las provincias que menos pisaban los grandes partidos, y llenó auditorios en grandes capitales y en zonas despobladas que los grandes partidos ni se atrevían a pisar.
Las imágenes de colas de gente aguardando para entrar, o del llenazo en una capital como Valencia, acabó por hacer saltar las alarmas: si son capaces de todo eso, podrán dar el golpe que las encuestas empiezan a augurar.
Pero en realidad no sucedió. Ante la simplificación de las minorías ruidosas, al final lo que funcionó fue la movilización de las mayorías silenciosas.
Ese enorme grupo de población que decantan las elecciones cuando se movilizan, pero que no suelen expresar en público sus opiniones –más bien al contrario, muchas veces las silencian–.
Los que, incluso, son capaces de variar el sentido de su voto según las circunstancias, huyendo de los dogmatismos a prueba de bomba de los mítines y las campañas.
Al final, a pesar de lo que salga en las noticias, la sociedad siempre es más parecida a esa mayoría silenciosa: ni tan crispada ni tan ruidosa, ni tan extrema ni tan repentina. Más de tendencias que de irrupciones inesperadas, más de inercias que de cambios abruptos.