Al blanqueamiento de toda la vida se le conoce como whitewashing en el mundo anglosajón. La manida tendencia a recurrir al anglicismo de turno para parecer más cool —¡perdón!— ha permitido que este término se cuele en debates y en tertulias de hispanohablantes que denuncian la manera en la que empresas, Gobiernos e instituciones transforman sus trapos sucios en inmaculados estandartes de rectitud moral.
Una práctica que no deja de ser consecuencia de esa capacidad innata del ser humano, que, cuando se lo propone, puede llegar a aclarar lo más turbio y a veces, incluso, hasta dotarlo de brillo deslumbrante. Porque el whitewashing no es hijo de nuestro tiempo, aunque en él haya alcanzado cotas de refinamiento que habrían maravillado a los antiguos maestros del engaño. Echando la vista atrás a civilizaciones legendarias, encontramos verdaderas metáforas del blanqueamiento. Así, los fenicios perfumaban sus ánforas de garum para que el hedor no delatara la putrefacción del pescado. Y los romanos blanqueaban sus togas con orina.
La química del engaño: una ciencia milenaria
Los alquimistas medievales, en su obstinada búsqueda por convertir el plomo en oro, fueron quizás los primeros científicos del engaño sistemático. Vendían humo, literalmente, pero lo hacían con tal maestría que reyes y príncipes les mantenían en sus cortes generación tras generación. No muy diferente, a fin de cuentas, de los modernos consultores de imagen que pueblan las corporaciones del IBEX 35, vendiendo espejismos a precio de oro.
El whitewashing moderno es heredero directo de esa tradición. Como aquellos alquimistas, sus practicantes actuales dominan una ciencia oscura: la transformación de la percepción. No importa la realidad; importa lo que la gente cree que es real. Y en ese terreno movedizo entre la verdad y la apariencia, entre el ser y el parecer, se libran las grandes batallas de nuestro tiempo.
Las viejas artes del disimulo: La Masacre de las Bananeras
Entre los archivos polvorientos de Colombia y los recuerdos transformados en literatura por García Márquez, pervive uno de los ejemplos más sangrientos del arte del whitewashing corporativo: la Masacre de las Bananeras de 1928. La United Fruit Company, ese leviatán comercial que extendía sus tentáculos por toda América Latina, ejecutó entonces una obra maestra de la manipulación que habría hecho sonrojar al mismísimo Maquiavelo.
Todo comenzó como suelen comenzar estas historias, con hombres y mujeres pidiendo lo que cualquier ser humano consideraría básico: un lugar en el que habitar donde no se vieran obligados a hacinarse como ganado, una semana laboral que no les consumiera el alma, salarios en dinero real, en lugar de cupones que solo podían gastar en las tiendas de la compañía… Peticiones que, vistas desde la distancia del tiempo, parecen lo mínimo.
La respuesta fue ese tipo de elegancia brutal que solo las grandes corporaciones saben ejecutar. Primero vino la campaña de descrédito: los trabajadores no eran seres humanos reclamando dignidad, sino «comunistas» y «subversivos» amenazando el orden establecido. Los telegramas diplomáticos estadounidenses, escritos con la aséptica prosa que caracteriza a la diplomacia, convertían la lucha por la supervivencia en una amenaza al mundo libre.
Luego llegó la sangre. En una plaza del municipio colombiano de Ciénaga, después de misa, el ejército colombiano —convenientemente presionado por intereses extranjeros— abrió fuego contra una multitud de trabajadores y sus familias. El número de muertos en un limbo estadístico: entre 47 y 2.000 almas, según quien cuente la historia.
Fue necesario que García Márquez, en Cien años de soledad, transformara la tragedia en literatura universal para que el mundo recordara lo que el whitewashing corporativo intentó borrar. José Arcadio Segundo, despertando entre los muertos del tren infinito, se convirtió en el fantasma que persigue a todos los blanqueadores de la historia: ese incómodo recordatorio de que, por mucha pintura blanca que se aplique, hay manchas que nunca desaparecen.
La democracia en la era del espejo deformado
Corren tiempos extraños. La verdad, esa que ya preocupaba a los filósofos antiguos, se ha convertido en aun más esquiva en el mundo digital. Las redes sociales son los nuevos confesionarios donde la mentira se purifica y se transforma en verdad alternativa. El greenwashing es uno de los últimos disfraces de este carnaval perpetuo donde las petroleras se visten de ecologistas y los bancos de benefactores sociales.
Los políticos convierten la corrupción en servicio público con la misma facilidad con que un prestidigitador saca palomas de su chistera. Las empresas transforman desastres ecológicos en oportunidades de marketing. Y lo más fascinante: la gente aplaude, agradecida por el espectáculo.
Las cicatrices del engaño colectivo
Como un viejo soldado que muestra sus heridas en la taberna, nuestra sociedad lleva las cicatrices de tanto engaño institucionalizado. Cada caso de whitewashing exitoso es una pequeña muerte de la verdad, un rasguño más en el espejo donde nos miramos como civilización.
La democracia requiere de ciudadanos capaces de distinguir la verdad de la mentira. Pero ¿cómo hacerlo cuando la mentira viene vestida con traje de Armani y respaldada por estudios de Harvard? ¿Cómo mantener la fe en las instituciones cuando estas se han doctorado en el arte del disimulo?
La resistencia: una causa perdida que hay que defender
Quedan, sin embargo, quienes resisten. Periodistas que todavía creen en la verdad, aunque esa fe les cueste el sueldo o la vida. Activistas que se enfrentan a gigantes corporativos armados solo con datos y determinación. Ciudadanos que se niegan a tragar con ruedas de molino, por muy bien pintadas de blanco que estén.
Son los últimos románticos, quizás. Pero son necesarios, precisamente porque su causa parece perdida de antemano.
El espejo roto: reflexiones desde la trinchera
Como en los viejos duelos, todo se reduce a una cuestión de honor. No el honor superficial de las apariencias, sino ese otro honor más profundo que consiste en llamar a las cosas por su nombre. En un mundo donde la mentira se ha institucionalizado, decir la verdad se ha convertido en un acto de rebeldía.
El whitewashing continuará, por supuesto. Mientras haya poder y dinero, habrá quien se dedique a blanquear lo turbio. Pero también habrá, es preciso creerlo, quien se dedique a ensuciar lo falsamente inmaculado. Es una forma de higiene moral, por paradójico que resulte.
Recuerda que detrás de cada imagen pulida, de cada comunicado corporativo, de cada campaña de imagen, hay una verdad que espera ser revelada. Y que la tarea de cada generación es precisamente esa: rascar la pintura blanca hasta encontrar la verdad que oculta.
Porque, al final, la verdad es como esos viejos vinos que mejoran con el tiempo, mientras que la mentira, por muy bien blanqueada que esté, termina siempre por amarillear, como las páginas de un periódico viejo olvidado en un cajón.