A nadie le gusta recordar desgracias, pero la raza humana es olvidadiza en particular. Hay tragedias que no recordamos, que estudiamos año a año para evitar volver a repetir. Pero hay otros acontecimientos puntuales que saltan a los medios de comunicación, llenan portadas e informativos y, a veces, centran conversaciones. Suceden en rincones hasta entonces desconocidos que pocos ponían en el mapa y que, de pronto, todos conocemos a través de nuestras pantallas. Pero pasado el tiempo la huella se borra, el rastro se olvida y ese rincón de nuestra geografía se archiva en ese nutrido atlas del olvido. ¿Verdad que recuerdas estos nombres?
Ahora todos hablamos de Homs, Hama o Latakia, en Siria, y todos recordamos lo sucedido en Fukushima. En nuestros libros de historia están Hiroshima y Nagasaki, Chernobil, las dos guerras mundiales, los campos de concentración de Auschwitz-Birkenau, Treblinka, Bełżec o Jasenovac, cada una de las guerras que han dejado cicatrices en nuestra historia, incluso algunos terremotos, inundaciones e incendios salvajes. En nuestra memoria del horror hay accidentes de avión y cadenas de atentados como las de Nueva York, Madrid, Londres, o incluso Bali, donde murieron 202 personas a manos de islamistas.
Pero quizá haga más tiempo que no escuchas los nombres de Misrata, Bengazi o Tahrir, lugares simbólicos para la primavera árabe, pero también tumba de algunos. De hecho, la muerte de Gadafi sirvió de paso para enterrar el oscuro capítulo de Lockerbie, otro pequeño lugar de nuestro planeta con un hueco en este atlas. Aún fresco permanece el recuerdo de la diminuta isla de Utoya, donde un loco mató a sangre fría a decenas de personas. O de Lorca, donde un terremoto arrasó una ciudad que poco a poco dejó de aparecer en los medios. Como ella, Abruzzo, en Italia, donde otro terremoto cambió para siempre la vida de este diminuto pueblo.
Copiapó era el lugar donde estaba la mina de ‘los 33’, una que sí llamó nuestra atención, a diferencia de decenas de minas en Perú o China donde mueren trabajadores casi todos los meses. Quizá tampoco recuerdes Abjasia, la región que se disputaron Rusia y Georgia hace algunos veranos y que cerca estuvo de encender la chispa de la guerra energética en Europa. O Urumqi, en Asia Central, donde los disturbios religiosos costaron decenas de vida. Poco se habla también de la guerra civil de facto que vive México desde que el Estado pasó a la ofensiva contra los cárteles de la droga: secuestros, asesinatos, amenazas y militares en las calles apenas tienen hueco en nuestro día a día, como lo que sigue sucediendo en Ciudad Juárez.
Pocos recuerdan ya Puerto Príncipe, la capital de la paupérrima Haití, donde un terremoto del que no se han recuperado todavía detuvo el reloj. O de Bombay y aquella estación con el suelo lleno de sangre cuando unos pistoleros irrumpieron matando a todos los que tenían delante. Quizá si no hubiera pillado allí a una delegación de políticos españoles ni nos hubiéramos enterado. O Sumatra, la mayor tragedia de este siglo a causa de un devastador tsunami, que no ha tenido la suerte de estar en EEUU, como la renacida Nueva Orleans, que ha olvidado ya esas imágenes de cadáveres flotando por las calles tras el paso del huracán Katrina.
Tucson o Denver han sepultado en el olvido lo que sucedió en Blacksburg, en el Virginia Tech, episodios negros en un país que sigue sin cuestionarse el uso de armas. Las escaramuzas con militares musulmanes independentistas sigue en las exrepúblicas soviéticas, donde el fantasma de la matanza de Beslán no ha vuelto a manifestarse. Como tampoco el fanatismo religioso distinto al musulmán a vuelto a saltar a escena de la forma en que lo hicieron los davidianos con el suicidio en masa de Waco.
Si nos remontamos más atrás en el tiempo encontramos nombres de lugares que evocan horrores vagamente recordados por muchos: Sabra y Chatila, cuyo responsable sigue en estado de coma tras años de Gobierno en Israel, o Srebrenica, masacre por cuyos arquitectos siguen esperando resolución en La Haya. Más difícil es que los europeos recordemos eventos como los de Valdivia, el mayor terremoto registrado por la humanidad hace unas décadas, o el de la mina de Honkeiko, donde millar y medio de trabajadores fallecieron.
El tiempo borra todo, sobre todo las muertes. Que se lo digan si no a las víctimas del escape químico de Bhopal, cuya empresa, lejos de purgar su condena, es ahora patrocinadora de los Juegos Olímpicos de Londres. Y eso sin contar la infinidad de rincones de África, Irak o Afganistán donde cada día se cometen atrocidades, o las cárceles donde se ejecuta a reos no siempre mentalmente sanos. O los países donde se persigue la disidencia, donde se estigmatiza por sexo, condición, creencia o ideología, o rincones del globo que no tienen ni nombre donde las madres no pueden alimentar a sus hijos. Hay tragedias más efímeras que otras.