Situada a escondidas del gran complejo edilicio de la Ciudad Universitaria de Buenos Aires, junto una reserva natural abrazada al río, se encuentra la Eco Aldea Velatropa, una de las muchísimas iniciativas fascinantes del país y el mundo. Su particular atractivo: ser un oasis en la naturaleza, el tiempo y la legalidad, donde un grupo variopinto y dinámico lleva años desarrollando un proyecto basado en una visión alternativa de la vida y de cómo cada uno elige vivirla.
Dependiendo del lado por el que uno ingrese, la aldea es una huerta poblada de tiendas de campaña y domos semiocultos en el monte, o una mezcla de bibliotecas, industria alimentaria y reciclado. Todo sobre el predio del que iba a ser el cuarto edificio de la Ciudad Universitaria, cuyos inmensos pilotes aún se elevan entre viveros y talleres, pero decorados con frescos y esculturas.
En la aldea, de belleza rústica aromatizada con un delicioso fuego de sándalo, el ambiente es distendido. Se nota que ya han recibido a algún que otro periodista, por lo que me acerco a los recientemente conocidos para que me cuenten su historia. Muchos de ellos prefieren que no les tome fotos o no me dan mucho detalle de sus vidas. Sin embargo, al cabo de un rato ya conversaban sin resquemores. Supongo que yo me sentiría igual ante un tipo con una cámara y un cuaderno.
Quizá solo sea una sensación mía, ya que lo más bello fue la manera en que a lo largo de la mañana y la tarde fueron llegando visitantes a saludar y a recorrer la aldea. Algunos nos quedamos a tomar una comida vegetariana y otros siguieron su camino, como lo hacen todos los que acá viven, pasan y más de una vez regresan.
He aquí algunos de estos aventureros, su personal visión de las cosas y de la aldea como comunidad. Porque como me dijera Tserim, el reparador oficial de bicicletas de la aldea: «Una comunidad es ante todo la gente que la conforma».
JACOBO, viajero. Colombia. «Llevo cuatro meses en el camino, viajando. Esta es una hermosa parada. Te enseña a vivir de tu cuerpo, te vuelve a ordenar, te enseña cocina, huerta, bioconstrucción, habilidades de circo. He venido a encontrar mi lugar, no barajo planes. Mis razones no son muy definidas. Sucede que nunca había venido a una comunidad, a convivir, a aprender a repartirnos las tareas que siempre han sido de todos. Algo tan obvio, ¿no?».
ANTONELLA, profesora de educación inicial. Capital: «Sentía mucha presión de la familia para hacer lo que se esperaba de mí. Así que primero me fui al centro a la casa de un amigo, después a Olivos con una amiga. Pero al final me decidí por algo un poco más extremo. Necesitaba aclarar las ideas, ver qué quería yo, cómo quería vivir. Y acá eso lo podés hacer. No sé cuánto tiempo me quedaré. Eso también está bueno, empezar a pensar en esos términos menos absolutos».
JORGE, viajero. Colombia. «Llevo ocho días acá. Estudio literatura y escribo poesía. Vengo mochileando del norte desde hace cinco meses, por Ecuador, Perú, Bolivia. Sin utilizar moneda, pidiendo a carros (coches) que me llevaran. Fabricando artesanías, mandalas, collares de mostacillas, haciendo un poco de circo, vendiendo caramelos, lo que salga. He visto que se puede vivir sin dinero e ir adonde te lleve tu curiosidad, tu ánimo. El viaje es una chimba (pasada)».
ENRIQUE, orfebre. Rosario. «Conozco la aldea desde hace tiempo. En este viaje tuve la mala suerte de que me golpearan, me sacaron mis cosas; así que vine a pasar unos días acá, a reorganizarme. Ahora estoy empezando a fabricar estas piezas con hoja de palmera. Soy de esos que ha pasado muchos años solo, viviendo, viajando. Todos estamos muy locos o muy cuerdos, y creo que la vida en comunidad, como la de acá, nos hace bien a ambas especies».
MICHI, bailarina. Ecuador. «Llegué hace un mes con plan de estar tres años. Sabía que me iba a quedar a estudiar expresión corporal y fotografía. La facu de aquí al lado tiene pabellón. Por la mañana voy a Villa Crespo, por la tarde a la otra facultad. Mi meta es aprender todo lo que pueda acá para volver a montar algo como esto en Ecuador, porque allá estas cosas solo las pulsan (manejan) los extranjeros. Tengo mucha actividad y al mismo tiempo no sé qué día ni qué hora es. Cada día es una celebración».
CLIN, hombre de talentos. Chile. «Llevo tres meses acá. Era vendedor de artesanías, pero un vendedor siempre es un chamuyero (mentiroso). Ahora hago malabares, actúo en el subte (metro) y cuento cuentos a niños. Me he dado cuenta de que me gusta andar en bicicleta, correr, el recicle. Este fin de semana un autor de teatro nos dio permiso para interpretar su obra. Fue muy bello. A la gente le hace falta aprender a ver, ver que pueden hacer y que se puede hacer lo que a uno le gusta y le da placer».
MARCO, emprendedor. Miramar. «He estado muchas veces acá, conozco a muchos de los chicos. Me gusta la sensación de libertad; creo que cada uno viene a esta vida con una misión distinta, acorde con su capacidad para hacer cosas. Y como tengo la sensación de que puedo buscarme la vida en cualquier parte y de cualquier modo, la libertad me viene como anillo al dedo. Ahora me dedico a vender un mix de cereales sano y rico. Y me funciona genial, a la gente le encanta, se llama El Gran Olón».
CHIARA, música y terapeuta. Argentina. «Yo no podía parar de viajar, llevaba seis meses así. Así que me construí un domo geodésico, de esos en base a triángulos. Creo que lo voy a volver a construir y levantar un poco el suelo, por la humedad. Acá practico mi clarinete y mi canto ancestral, que es como practicar respiración meditativa. La técnica es la misma que la del clarinete o el didgeridoo. También alineo chacras, aprendo tarot y ensayo guitarra para ganar un poco de plata (dinero)».
ALE, estudiante. Colombia. «Inconscientemente acá vivimos en un tiempo diferente. Nos vamos fijando más en el movimiento natural de las cosas. He aprendido muy rápido a decir la hora solo por la posición del sol, a saber si me he levantado muy tarde. La idea fue venir a vivir y estudiar acá, quiero seguir artes audiovisuales en el IUNA. Se me ocurrió vivir aquí por dos cosas: por el contexto fuerte del que vengo y por las muchas historias que oía en boca de otros, sus sueños… el gran sueño de viajar».
PATRICIO, yogui. Argentina. «No estaba buscando específicamente, me perdí. Vine de clase a averiguar cómo era la aldea. Imaginaba un sitio más institucional, con guía, y no una comunidad. Yo soy de Mar del Plata, pero allá tampoco hay tantas chances de romper el ritmo, de encontrar momentos de descanso. Viste cómo es, la gente se va de vacaciones con la misma lógica con la que trabaja el resto del año. Pero llego y una chica me muestra la aldea, la naturaleza y la ribera, que es preciosa, y me ofrece un plato de comida. Y de pronto entrás en otra lógica, y está muy bien tener otra lógica».
Fotografía: Claudio Molinari Dassatti