El triunfo sociológico de Ikea

Hay marcas que están por encima de los productos o servicios que comercializan. Algunas que da igual ya lo que vendan, porque lo venden. Algunas que no necesitan siquiera anunciarse. Algunas que forman parte del imaginario colectivo tradicional. ¿Qué les hace distintas? Su diseño, el tiempo que llevan entre nosotros, una determinada innovación… o su certera lectura del tiempo que nos ha tocado vivir.
Es fácil encontrar ejemplos de cada uno de los casos anteriores. Coca-Cola es una de esas marcas que no necesita venderse como refresco porque es ya un producto cultural, de forma que se centra en campañas que van a lo emocional: la alegría, la nostalgia, mensajes positivos y demás. Apple da igual lo que haga y al precio que lo venda porque, gracias a la revolución tecnológica que abanderaron y a su cuidadísima línea de diseño, cuenta con una ingente legión de consumidores a quienes vender y a una no menor pléyade de ‘applefans’ que les defenderán hasta la muerte.
En el aspecto más sociológico están las otras marcas. Aquellas cuyos claims recordamos todos y han pasado a engrosar nuestro acervo cultural. «Busque, compare y si encuentra algo mejor, cómprelo», la canción del Colacao… Aquellos cuyos personajes llevamos con nosotros para siempre. Incluso aquellos cuya marca comercial ha sustituido el producto («cómete un Danone», «voy a coger Kleenex» y otros usos domésticos similares).
Pero si hay algo que de una u otra forma comparten todos esos productos y muchos otros es el haber sabido hacer una lectura sociológicamente acertada de un momento concreto. No es solo cuestión de adelantar una necesidad emergente, como supo hacer Google poniendo orden en el caos de internet. Es más que eso: es acertar con una filosofía para responder a una realidad que está por llegar.
El mejor ejemplo es el de Ikea. Es un auténtico imperio económico que ha hecho de su creador un símbolo, pero es más que eso: es una marca con una fortísima penetración social y cultural. ¿Quién no tiene una estantería Billy? ¿O una balda Lack? ¿Por qué casi todas las tiendas tienen muebles de Ikea, casi todos los anuncios tienen atrezzo con su marca y todos tus amigos y familiares han ido al menos una vez a esas gigantes naves industriales a las que sabes cuándo entras pero no cuándo sales?
La respuesta obvia es «porque son bonitos y baratos». Hay quien añadiría más: porque con esos muebles no pasa nada si me canso y cambio de decoración, porque me gusta el rollo que llevan, porque el diseño es tan neutro que encaja casi con cualquier gusto… Es todo eso y algo más.

Encaje sociológico

Lectura sociológica uno: la importancia del diseño. No es patrimonio exclusivo de esta generación el gusto por la forma, pero pocas veces -y menos en un momento social en el que perseguimos la personalización absoluta y la singularidad- la homogeneidad nos había gustado tanto. Todos tenemos muebles de Ikea y nos gusta reconocernos en ello. Y pocas veces se había previsto tan bien una tendencia cultural: no es casual que triunfe el look Ikea en un momento en el que lo retro, vintage y ochentero está de moda ¿O de dónde te creías que te sonaba esa sobriedad, esas redondeces en las formas?
Lectura sociológica dos: el precio. Tampoco es revolucionario darse cuenta de que la gente prefiere comprar barato. Pero esto en Ikea tiene muchas ramificaciones. Es más barato por los materiales que usa que, además, son medioambientalmente aceptables -otro triunfo sociológico-. Es más barato por cómo embalan los productos, lo que facilita su transporte, almacenaje y distribución, reduciendo costes. Y es más barato por la forma en la que han unido los conceptos ‘tienda’ y ‘almacén’, reduciendo puntos intermedios y logística. Y podríamos seguir con la uniformidad de productos, la sencillez de los componentes, la magnética austeridad del multimillonario que regenta la cadena…
Esa lectura sociológica enraiza con otra más: lo que define a Ikea, a la vez que justifica su precio, es el abaratamiento a partir de prescindir del montaje: ellos diseñan y producen a gran escala, pero no montan, sino que lo hace el cliente. ¿Hubiera sido eso posible en la España de hace dos décadas? Tu padre, o tu abuelo, hubiera sido capaz seguramente de hacer una cajonera con sus propias manos -algo que muchos de nosotros no- pero ¿hubiera comprado algo sin montar que tiene que hacer él?
Es más, yendo al meollo sociológico de la cuestión: ¿hubiera sido posible el éxito de Ikea en la España de hace unos años? No, y por varias cuestiones
La primera es que, unido a la cultura de compra por encima del alquiler que tenemos marcados los europeos a fuego y que ni siquiera la crisis consigue erradicar, los muebles de nuestros padres no son de Ikea. Obvio, porque no existía en España, pero no van por ahí los tiros. Nuestros padres -o abuelos, si quieres- se casaban y amueblaban la casa con la boda.
Eran muebles recios, de gran calidad, hechos para durar toda la vida. Esa cómoda que lleva ahí, intacta, desde que tienes conciencia. Ese armario que resiste sin una sola muesca mientras los muebles de hoy en día no aguantan ni cinco años. Hay, incluso, quien al vender la casa vende con los muebles porque se hicieron a medida del espacio, todo un ejemplo de la permanencia del tiempo.
La cultura de lo efímero en lo que a nuestro hábitat se refiere es relativamente nuevo. Ahora no vivimos en un sitio para toda la vida. Fundamentalmente porque apenas compramos y cada vez alquilamos más, la crisis obliga, pero incluso comprando aspiramos a cambiar de sitio en un tiempo. Aunque viviéramos en el mismo sitio toda la vida cambiaríamos el entorno redecorando, rediseñando, variando el aire de la casa con otros muebles. Máxime si son tan baratos como los de Ikea, que casi ni duele deshacerse de ellos llegado el momento.
En Europa obviamente el triunfo vino antes, pero fue también más gradual. El imperio de Ikea no se ha construido solo en España, obviamente, sino en todos los lugares donde llevan años redecorando, alquilando y redefiniendo.

El lobby enfadado

Pero España es España y aquí Ikea se ha convertido en una religión, incluso en un motivo de disputa económica. El mejor ejemplo de esto último es Valencia, donde la industria del mueble tradicional (ese carísimo, el que vale para toda la vida) se ha pasado más de una década bloqueando la llegada de la popular tienda a la ciudad. El Gobierno autonómico no se atrevía a perder un importante bloque de votos económicamente pudientes y, entre Paterna y Albal, nunca se definía dónde iría la ansiada tienda que no llegaba.
En cualquier país de nuestro entorno parecería increíble que con casi dos decenas de tiendas por toda la geografía española los habitantes de la tercera ciudad más importante tuvieran que peregrinar hasta Madrid o Murcia, nada menos, para comprar los muebles. Porque, y ahí entra el componente ‘religioso’, lo hacían: alquilaban furgonetas o emprendían viajes de seis horas de carretera entre ir y volver (más el nada despreciable rato que pasas en la tienda) solo para consumir sus productos que, de tan baratos, hacían rentable incluso el gasto adicional en gasolina y vehículo.
Yendo ya al plano más filosófico e intangible de la historia, es incluso una cuestión de imagen. El multimillonario dueño de Ikea, un austerísimo escandinavo nada dado a los micrófonos ni a la presencia pública, comparado con un grupo de empresarios que, aterrados al ver peligrar el negocio con el que se enriquecieron cuando el capitalismo sí molaba, ejercen presión política para evitar que puedan competir contra ellos. Inútilmente, a juzgar por la cantidad de personas que hacen la peregrinación a los Ikea de otros núcleos más o menos próximos cada semana.
El caso valenciano se ha resuelto con la salomónica decisión de abrir una réplica de Ikea hecha por empresarios del mueble local para intentar competir. A eso se le llama capitalismo, vaya, a batirte en duelo con tu rival para hacer valer tus ventajas, en este caso la calidad final. Ahora bien, si tú no has hecho la lectura sociológica del precio, el diseño y el trabajo de marca de Ikea puede acabar pasando lo que iba a pasar de todos modos: que en cuanto llegue Ikea la industria local del mueble acuse su escasa actualización y su poca conexión con el entorno sociocultural de estos días en los que nadie quiere muebles carísimos y de gran duración por buenos que sean.
¿Alguien acaso ha convertido un catálogo de una tienda en un oscuro objeto de deseo pese a las más bien pocas novedades y variaciones de diseño que ofrece Ikea cada año? No, ni tampoco ha ido a una gigantesca tienda de muebles a comprar solo plantas artificiales y albóndigas suecas. Pero es que España es sociológicamente compleja: cuando adora algo, lo adora de forma irracional.

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Yorokobu es una publicación hecha por personas de esas con sus brazos y piernas —por suerte para todos—, que se alimentan casi a diario.
Patrick Thomas

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