Estás manipulado para comprar

De publicidad sé poco. Sé de comprar cosas. Es algo que hago cada semana, quizá casi cada día. De hecho, trabajo para poder comprar cosas. Comida, ropa, consumibles, tecnología, cultura, un periódico, cualquier cosa. Pero en mi compra, como en la tuya, influye no sólo la voluntad de comprar, sino también la sugestión a la que estamos sometidos. Quizá seas de los que cambia de canal cuando hay anuncios, de los que nunca pinchas un banner publicitario cuando navegas, de los que ni se fija en la página de publicidad del periódico o la revista que lees, pero miles de estímulos te bombardean cada día. Y se nota cuando compras.

Que levante la mano quien va al supermercado a comprar y vuelve a casa sólo con lo que pone en la lista que llevaba. Esa en la que, día a día a lo largo de la semana, ha ido apuntando esas cosas que le faltaban. En ella regularmente no se apuntan marcas, sino productos. «Pastillas para el lavavajillas», «papel higiénico». Cierto es que hay marcas que trascienden el producto y acaban convirtiéndose en el producto mismo para el consumidor normal. «Coca-Cola», «Cola Cao», «Kleenex». Pero quizá llegamos y lo que compramos es Pepsi, Nesquick y pañuelos de marca blanca. Somos así.

¿Por qué pasan esas cosas? Pasa porque tu voluntad no es tuya, sino que te la crean. En parte vivimos de necesidades generadas. Porque necesitar realmente necesitamos pocas cosas. No necesitamos un móvil, aunque nuestra vida es más cómoda con él. No necesitamos esa marca concreta de bayetas, pero nos gusta cómo limpian. Nos convencen, queramos o no, de que necesitamos determinados productos. Es más, nos convencen de que además de ese producto, necesitamos que sea de determinada clase y marca. Insisto, no soy experto en publicidad, aunque algo sé de comunicación. Así que la explicación será incompleta y subjetiva, que es así como se explican las cosas.

El primer impacto quizá es molesto, un impacto contra el que nos rebelamos incluso. Nos vamos a dormir cuando nuestra serie se eterniza por culpa de la publicidad. Especialmente cuando ya hemos aprovechado las pausas publicitarias previas para ir a quitar la mesa, lavarnos los dientes, bajar al perro, ir al baño y demás rutinas preparatorias del sueño. Los anuncios televisivos nos molestan. De hecho, recuerdo pocos. Recuerdo los que no me gustan porque comento lo malos que son. Y ahí es cuando triunfan quizá. Recuerdo los que me gustan por la música o por la historia que cuentan, pero la verdad es que no recuerdo qué producto anuncian. O eso creo. En el periódico ni miro los faldones publicitarios. En la radio cambio de dial cuando anuncian algo. Y odio cuando pincho por accidente en uno de esos pop-ups que me asaltan a traición en alguna página web.

Si esa es tu actitud posiblemente creas que no te influye demasiado la publicidad. Pero reconocerás conmigo que es raro que compres marcas que no te resulten familiares. ¿Compras más una marca de cerveza porque veas el anuncio en televisión? No, pero posiblemente te acuerdes de comprar cerveza. Te apetecerá. Luego ya comprarás aquella cuyo sabor te guste, o cuya marca te resulte familiar. Pero ¿verdad que será complicado que compres alguna que no hayas visto jamás? Primer impacto conseguido: aunque huyas de los anuncios, ellos te perseguirán y te harán crear una distinción mental entre lo que conoces y lo que no. Con suerte, incluso, distingas entre ese producto de marca concreta y el resto.

El segundo impacto es menos molesto, incluso deseable. Cuando gente que conoces te recomienda algo. O cuando tú mismo eres quien pregunta por si conocen algún producto recomendable de un determinado sector. Y por ‘producto’ vale cualquier cosa. Desde el título de un libro hasta un destino turístico. Todo en sí mismo es un producto esperando a venderse y por el que alguien sacará dinero en caso de que lo compres. Hay cosas, claro, que se venden solas. Ese es el deseo de todo producto y posiblemente de todo anunciante.

En los últimos tiempos la ecuación se amplía: no sólo es lo que te recomiendan comprar aquellos que forman parte de tu círculo de confianza, sino también las máquinas. Leen lo que lees y haces y te recomiendan cosas relacionadas. Publicidad contextual, la llama Google. Buscas en internet el nombre de un producto, o de un hotel. Lees las críticas, los comentarios. Y tiendes a fiarte. Miras cuántas estrellas tiene determinado restaurante, si alguien se queja de que el servicio en esa casa rural es bueno o no. Segundo impacto conseguido: no sólo te suenan cosas, sino que aquellas que te recomiendan pasan a contar para ti. Es más, aun sin conocer un producto, es posible que también hagas de prescriptor. ¿Quién no ha dicho eso de «yo no he visto esa película, pero me han dicho que está muy bien»?

El tercer impacto es quizá el más imperceptible pero, a la vez, eficaz. El punto de venta. Ese lugar al que vas con tu lista hecha, con tu proceso mental y tu toma de decisión terminada. Sé lo que necesito y voy a por ello. pero de pronto llegas allí. Y te encuentras en un lugar iluminado, con temperatura controlada. «La primavera eterna», me lo definió una vez alguien. Nunca es de noche, nunca falta luz, nunca hace demasiado calor o demasiado frío. Allí todo te dice algo. Frente a ti, a la altura de tus ojos, los productos que quieren que compres. A la altura de tu mano aquellos que seguramente compres. En el suelo los que más pesan. La distribución en la tienda tampoco es casual. Junto a la caja las pilas, un paquete de papas, una golosina para que los pequeños tengan tiempo de insistirte suficiente mientras haces la cola esperando a pagar.

Y no te creas que algo de eso es casual. Ocupar un determinado lugar en el lineal del supermercado se paga. Tener una tienda en un lugar u otro del centro comercial también. Que tu libro esté en el escaparate de una librería, en la sección de ‘destacados’ o mejor colocado no es gratis. Ni siquiera la música es casual. Ni muy intensa para que no tengas prisa ni demasiado lenta para que te duermas. No todos los grupos suenan, de hecho no siempre es música conocida. Quizá ni siquiera eres consciente de que hay música de fondo. Pero la hay. Es parte del paisaje que te acompaña, y que te impulsa a comprar.

Y al final, caes. Vas a la compra habiendo ido a buscar unos productos que crees que necesitas, que crees que has ignorado pero que comprarás porque conoces. Vas a tal local porque alguien te lo recomendó o porque está bien valorado por gente o servicios de los que te fías. Y sales de allí habiendo gastado más de lo que pensabas, habiendo comprado cosas que ni apuntaste, pero que te entraron por el ojo. Y ocurrió allí, en ese lugar diseñado al milímetro para que recorras justo ese pasillo con esos productos, todos dispuestos a la altura perfecta, con el reclamo perfecto. Siempre de día, con la temperatura idónea y la música que te acompaña.

Por si fuera poco el esquema se repite. Vallas publicitarias en la calle, productos colocados sibilinamente en esa serie que ves, medios de comunicación que hacen publicidad gratuita a marcas que molan. Porque «Real Madrid», «Google» o «Facebook» son marcas, no olvides. O ves directamente publicidad encubierta: noticias que son realmente notas de prensa copiadas, farmacéuticas que pagan para que se hable de determinada enfermedad que -curiosamente- su medicamento soluciona, editoriales que tienen libros buenísimos y que -mira tú por dónde- pertenecen al grupo del periódico que estás leyendo. Nuestra vida es un campo de minas publicitario y es imposible no pisar alguna.

Luego estarán los precios que cada uno pueda pagar, los gustos de cada uno o, incluso, el lugar donde vayas a comprar. Serás de los que son felices pensando que las marcas blancas son buenas y no las fabrican exactamente los mismos que los que hacen los productos de los que huyes. O al contrario, serás de los que creen que es mejor comprar un producto de marca conocida en lugar de ese otro del supermercado. En cualquier caso ellos han triunfado: has comprado y ellos han ganado. Porque, a fin de cuentas, compramos para vivir.

Último número ya disponible

#141 Invierno / frío

Sobre nosotros

Yorokobu es una publicación hecha por personas de esas con sus brazos y piernas —por suerte para todos—, que se alimentan casi a diario.
Patrick Thomas

Suscríbete a nuestra Newsletter >>

No te pierdas...