El cerebro ve tetas, piernas, lenguas, muecas y llega a un preacuerdo con el sistema circulatorio para irrigar sangre a los genitales; pero algo lo detiene en el primer segundo: una brecha en la escena que cambia la tracción psicológica de la imagen de una presunta cachondez inicial hacia la perplejidad o el humor.
Así se relacionan con el espectador las imágenes de Sandra Torralba, fotógrafa de 39 años afincada en Madrid. Su serie Estranged Sex aborda una sexualidad en la que «se han normalizado cosas extrañas y se han enrarecido cosas que eran normales», explica.
Erotizar la escobilla del váter; parejas que se aplican bombas de vacío en senos y entrepierna; un inocente (y polisémico) tocamiento materno filial; seducción con prótesis de vulvas y de pies; sadomasoquismo desganado…
Torralba ejerció como terapeuta hasta sus 28 años, había estudiado terapia humanista y sexual y de parejas: «Me dio la base emocional y filosófica para los proyectos que he desarrollado después», cuenta. Vivía en Londres y al regresar a España acabó cambiando de oficio y dedicándose solo a la fotografía.
«Oí historias terribles [sobre abusos], perdí la esperanza en el ser humano», confiesa. Su época de terapeuta fue uno de esos episodios vitales que afilan la forma de mirar. Torralba usó aquel magma para comenzar una revisión de las estéticas oficiales de la sexualidad y de cómo influyen en la vida corriente.
Es una relectura crítica, aunque más preguntona que pedagógica: «No hay ninguna intención de moralizar», asegura.
Ella misma protagoniza todas las imágenes: «Lo hice porque, al empezar, era más fácil. Yo estaba siempre disponible para mí misma. También, hay cierta exploración o ensayo que me resulta muy sencillo conmigo misma (probar luces, gestualidades…). Si yo me tengo que tirar desnuda en la nieve a menos cinco grados, me tiro, pero no siempre se lo pediría a otra persona», razona.
Las autofotos responden también a una necesidad de concepto: «No es un trabajo biográfico, pero sí muy personal y emocional; me parecía coherente salir yo». Aparece ella, y también su marido, sus hijos, su madre, sus amigos.
Las imágenes no siempre contienen sexo («no hago porno», matiza), pero sí se relacionan con «la identidad, la corporalidad, el género, los arquetipos».
DECONSTRUCCIÓN DEL PORNO
El propósito de Estranged Sex comulga, más bien, con la búsqueda de una deconstrucción del porno. «Han proliferado muchísimo producciones de todo tipo: han crecido sin criterio, sin reflexión», lamenta.
Torralba recuerda un sobresalto reciente frente a la pantalla del ordenador. «Se llama la rosa de no sé qué [Rosebud o capullo de rosa], y se refiere a cuando en una escena de sexo anal, la modelo sufre una especie de prolapso rectal; de pronto, el recto se da la vuelta, se sale. Lo vi y me hizo daño en el corazón, por la chica. Después, descubrí que era una toda movida dentro del porno», recuerda.
El día en que la disciplina de Historiador del Porno se asiente bien, se celebrarán simposios para resolver una pregunta: ¿Qué ocurrió para que, en pocas décadas, la gente pasara de subirse a trenes camino a otros países para ver un pezón en pantalla grande y la cosa «le diera para paja un mes» («dar para paja» será una unidad científica de medida, los newtons de la excitación), qué ocurrió –decimos– para que ahora cientos de sujetos tengan que ver un cuerpo rompiéndose para excitarse?
Este interrogante es una de las vetas que exploran las fotografías de Torralba para mostrar cómo comparece el absurdo y el ridículo cuando el sexo se independiza de sus protagonistas, los supera y les exige cosas.
Los personajes de las escenas son mártires («tienen caras de tontos illuminatis», bromea la autora) de una era en que la hipersexualización y la incorporación de patrones de consumo y competitividad en los ámbitos de la seducción y del fornicio han desorientado (y desplazado) al individuo como protagonista y dueño de su propia sexualidad.
DRAMAS SEXUALES COTIDIANOS
Torralba califica las fotos de Estranged Sex como micropelículas: «Hay todo un pasado que lleva a ese único frame y que luego continúa. En la imagen están los elementos para imaginar la historia».
Una pareja. Él, de vaquero; ella, de conejita. Los dos, sentaditos en la cama, sin mirarse, desasosegados. «Es una pareja que ha visto en una revista «da chispa a tu vida sexual». De pronto, ambos piensan que, si la revista lo dice, será que su vida sexual no tenía chispa, que algo les faltaba, que tenían un problema por no hacer role playing. Entonces lo hacen y no funciona y dicen: «¿y ahora qué?». Pero a lo mejor no necesitaban nada hasta que les han indicado que tenían esa carencia», argumenta.
Otra. El personaje femenino se exhibe ante su pareja. Ella está desnuda, pero cubre algunas partes de su cuerpo con apéndices de plástico: prótesis de tetas, de entrepierna, de pies. Desnudos de plástico sobre el desnudo natural. «Ella lo mira como preguntándole, «¿es así como te gusta?», pero él no lo sabe».
Ese hombre exige más, y lo hace a ciegas porque necesita cubrir unas hambres de su masculinidad que no sabe qué son si es que son algo: «Quiero retratar que las trampas del género están en los dos géneros, no solo en las mujeres, aunque sean ellas las que salen perdiendo».
La fotógrafa revisa también los relatos de princesas. Su versión de Cenicienta ha mandado un flyer a su reino diciendo que está «desesperada porque le hagan el amor como en las películas». En el pasillo de su habitación se postula una ristra variopinta de candidatos.
«Es una cenicienta empoderada. Para empezar, el casting lo hace ella y no busca al príncipe azul, sino a alguien que le folle bien». Hay, no obstante, un punto trágico: «Nadie lo hará como en las películas porque nadie lo hace así, es mentira, es una fantasía». Ellos lo sospechan y hacen cola acojonados, ingenuos, temblorosos.
EL DERECHO A LA FANTASÍA
Hay fantasías irrealizables, pero que funcionan en tanto que fantasías. Torralba se zambulló en la polémica para explicarlo. En una de sus fotos, aparece ella en el aire, abusada por varios militares. «Es una escena de violencia. Es cierto, entiendo la crítica: estamos todos luchando para que no ocurra y, de repente, voy yo y lo represento», asume.
«Tengo esa fantasía, soy libre de tenerla y de no avergonzarme de ella; eso no le da derecho a nadie a venir a hacerme daño; en la fantasía no hago daño, no me lo hacen. Estás en casa, te tocas y se acabó», defiende.
Añade que la ensoñación de que «alguien te haga el amor a la fuerza es común entre las mujeres» y que el hecho de que lo sea no es más que una muestra de represión de la sexualidad femenina: «La relación con el deseo propio es compleja a veces y hemos estado tan censuradas que era más fácil imaginar que viene alguien y te lo hace a la fuerza que imaginarte a ti misma que llegas y te follas a alguien… Es una forma de poner el deseo en el otro, en sexología es bastante común».
No es un anuncio publicitario emitido por medios masivos con aura aspiracional, sino una escena enmarcada en un contexto artístico. Es una fantasía recreada por la misma persona que se presenta como protagonista. Es, a la vez, un absurdo lógico, un imposible: no puedes querer que abusen de ti.
Torralba camina aquí por baldosas resbaladizas para contar una convicción que recorre todo Estranged Sex: que la fantasía no puede convertirse en un imperativo de consumo (ni en un mercado) porque, a fin de cuentas, su reino no es de este mundo.
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