Uno de los grandes hitos evolutivos de la especie humana es su capacidad de empatizar con los demás, ponerse en su piel, asimilar sus sentimientos y zozobras. La asunción de que no estamos solos, que otras personas pueden padecer como nosotros, es lo que propicia que cooperemos y hasta prestemos nuestra ayuda a los demás.
La empatía está tan integrada en el cableado de nuestro cerebro que nace desde el primer o segundo día de vida: los bebés de apenas 24 horas ya pueden reconocer el llanto de otros bebés y ponerse a llorar, tal y como señala Jeremy Rifkin en su libro La civilización empática:
En otras palabras, el niño no puede sentir la condición de los demás como si fuera suya y responder de la manera adecuada hasta que es capaz de entender que los demás existen como seres separados de él.
También es esta suerte de GPS social que nos evita mirarnos demasiado el ombligo el que nos advierte de que pudiéramos estar haciendo el ridículo o importunando o sencillamente destruyendo nuestra reputación. Por ejemplo, si vamos en el metro y nos miran raro, sospecharemos que hay algo mal en nosotros, y lo corregiremos. Si cada vez que llamamos a un amigo por teléfono nos cuelga con alguna excusa banal, probablemente no le caemos tan bien como creíamos, y dejaremos de hacerlo.
Naturalmente, al igual que hay personas que nacen ciegas o daltónicas, también los hay que nacen con miopía social o, tal y como se denomina en psicología, padecen dislexia social. Es decir, una incompetencia manifiesta a la hora de interpretar los mensajes no verbales de los demás, una falta de empatía aguda que obliga al foco del escenario de la vida a proyectarse exclusivamente sobre nosotros, como en un eterno monólogo. El grado extremo de esta inclinación es el autismo.
Cocaína autista
La mayoría de nosotros fracasa en algún ámbito de la interpretación emocional de los demás, aunque sea a niveles microscópicos (como ese ligero arqueamiento de la comisura de la boca), pero en general se nos da bastante bien saber si nos somos bienvenidos a una fiesta. No obstante, hay sustancias que pueden empeorar nuestra sensibilidad emocional o nuestro sentido del ridículo. Sustancias que directamente nos vuelven gilipollas.
Una de esas sustancias parece ser la cocaína, a la luz de un reciente estudio de la Universidad de Maastricht con 24 estudiantes alemanes y holandeses (con edades comprendidas entre los 19 y los 27 años) que mantenían un consumo ligero o moderado de cocaína en sus vidas. A unos se les administró 300 miligramos de cocaína por vía oral y a otros, un placebo, una sustancia sin principio activo totalmente inocua. Después se sometió a los participantes a una prueba de reconocimiento facial de las emociones ajenas. A los que se le había administrado la cocaína les fue un 10% peor en esta prueba que a los que habían tomado el placebo.
Es decir, que esta sustancia puede dañar la conciencia social, y puede evitar que los usuarios sean capaces de procesar sentimientos negativos ajenos como la ira, la irritación o la tristeza. O dicho de otro modo: si nos sentimos tan eufóricos y confiados al tomar cocaína también se debe a que no somos capaces de interpretar las señales que indican que somos insoportables. La cocaína, en estos casos, no nos hace ser más cool, sino que nos incapacita para advertir lo plasta que somos.
Según Kim Kuypers, investigador principal del estudio:
Este es el primer estudio que examina el efecto a corto plazo del consumo de cocaína sobre las emociones. Y lo que hemos observado es que la droga interfiere en esa capacidad para identificar emociones negativas, como ira y tristeza. Esto podría impedir la capacidad de actuar en determinadas situaciones sociales, peo también sirve para explicar por qué los consumidores de cocaína aseguran tener esos altos niveles de sociabilidad, simplemente porque no reconocen las emociones negativas.
Cocaína y enfermedad mental
Habida cuenta de que la cocaína altera los niveles de dopamina en el cerebro, este nuevo estudio podría tener implicaciones para otras enfermedades mentales como la depresión y la esquizofrenia, así como para todas las patologías que impliquen un peor diagnóstico de las emociones ajenas, tal y como también ha sugerido Michael Bloomfield, del University College de Londres.
Así de poderoso es ese polvo blanco, capaz de anular las capacidades empáticas de nuestro cerebro como de destruir nuestra reputación social. Como explico en el libro El elemento del que solo hay un gramo:
17 átomos de carbono, 21 átomos de hidrógeno, 1 átomo de nitrógeno y 4 de oxígeno. A priori, nadie temería ingerir una ración de lo anteriormente enumerado. Todos son elementos comunes en la naturaleza. Nosotros mismos estamos concebidos por esos mismos átomos. Sin embargo, si tomamos un simple gramo de esa sustancia nuestro comportamiento cambiará radicalmente. Porque lo que estamos ingiriendo es cocaína. Lo que provoca que la cocaína ejerza semejante influencia en nuestro cerebro, pues, no se debe tanto a los elementos que la conforman, como a la feliz coincidencia de que encaja idóneamente en la maquinaria microscópica de los circuitos de recompensa de nuestro cerebro.
Ser tan guay a través de la ingesta de determinadas moléculas, pues, tiene una contrapartida: puedes acabar siendo más insoportable de lo que crees. Y tal vez el consumo a largo plazo todavía deteriore más esa capacidad de sociabilidad tan humana que ha permitido que nuestra especie coopere más que ninguna otra. Quienes solo son capaces de mirarse al ombligo se reconocen enseguida, algo así como si se sometieran al Test Voight-Kampff de Blade Runner para detectar replicantes. Pero, al igual que sucedía con algunos replicantes, ni ellos mismos son siempre conscientes de lo que son.
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