Apenas quedan fronteras en este lado del mundo. Ya no hay garitas de gendarmes, ni alambres de espino, ni zanjas, ni vallas levadizas. Al menos no, claro, para los que somos de aquí. Al sur de nuestro país hemos levantado kilómetros de vallas alambradas en paralelo, coronadas de cuchillas y guardadas por militares armados que hacen las veces de cocodrilos en el foso de nuestro primer mundo.
Hay otras divisiones, menos humanas y más racionales, que separan mundos. Ríos que delimitan términos municipales, cadenas montañosas que separan países, el mar aislando un archipiélago o un cartel con una franja roja en la carretera indicando que ese pueblo pintoresco ha llegado a su fin. Los límites de nuestros pequeños trozos de civilización empiezan y terminan, como todo en nuestra existencia.
Sin embargo, no todas las fronteras son así. Hay algunas intangibles pero reales, mucho más poderosas que las anteriores. Hay fronteras que explican por qué algunos creen que es buena idea impedir que otros lleguen a nuestro territorio, y que también explican por qué hay gente dispuesta a dejarse su vida y la de los suyos por intentarlo. Fronteras que explican por qué es mejor nacer a un lado u otro del valle, del río o del mar. O por qué por el hecho de nacer en una ciudad o en otra, en un pueblo o provincia más cerca o lejos, tu vida es distinta.
Son fronteras invisibles, como la ideología, la economía o la herencia del pasado.
Uno de los ejemplos lo recopilaba hace unos días Antonio Delgado en El Español: dividía Madrid y Barcelona, nuestras dos principales ciudades, en distritos, y coloreaba cada distrito en función de qué fuerza política había sido la más apoyada en las recientes elecciones. El resultado era tan claro y evidente que asusta: en la capital hay un muro invisible entre el norte, más rico y conservador, que vota al PP; y el sur, obrero y descontento, que vota a la amalgama de izquierdas que es Ahora Madrid. En la ciudad catalana se traza una línea costera de descontentos que apoyan a la versión catalana de esa amalgama, Barcelona en Comú, y el interior, la parte alta de la ciudad, volcada con CiU.
Hay, por tanto, muros de distancia entre distritos de una misma capital.
Hay ejemplos mucho más evidentes en países donde sí existieron fronteras internas, como es Alemania. The Washington Post recopiló hace algunos meses, con motivo del 25 aniversario de la caída del muro, algunos mapas con datos que mostraban que el país, a pesar de llevar tanto tiempo reunificado, seguía dividido. Hay, como entonces, dos Alemanias. Ahí siguen las cifras, congeladas en el tiempo, como en Goodbye Lenin, como sin enterarse de que quien gobierna con autoridad no solo Alemania sino a toda Europa es una mujer que nació «al otro lado» del muro.
Los datos usados para las visualizaciones son de lo más variados: vacunación gripal, cuidado infantil, inmigración, demografía, desempleo e ingresos.
Hay otro mapa que nos pilla más cerca a todos: el de Europa. O, mejor dicho, el de Europas. Porque no hay una, sino cinco, en función de la renta per cápita disponible en los hogares. La división del Eurostat no está hecha por países, sino por autonomías, y muestra la realidad de cinco Europas homogéneas, con entre 51 y 57 regiones cada una. La división no es territorial, sino económica, en función de su renta: de 4.300 a 11.100 euros mensuales, de 11.100 a 14.200, de 14.200 a 16.500, de 16.500 a 18.400 y de 18.400 a 23.800.
Reduciendo la zona a tres partes, hay una Europa pobre que abarca a Irlanda, Galicia, Portugal y la mitad sur de España —incluyendo a la Comunidad Valenciana—, el sur de Italia, Grecia y toda Europa del Este. Le sigue una Europa media, en la que está el norte de España, Francia, parte del norte de Italia, Alemania Oriental y gran parte de Escandinavia. Por último, una Europa rica, centralizada en Alemania Occidental, Austria, el norte industrial italiano y algunas pequeñas islas como las capitales de Suecia, Finlandia y Noruega, el corazón británico y francés, Euskadi o Navarra.
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Casi todas las fronteras las hacemos nosotros. Solo que unas son más reales que otras y, al final, ninguna es realmente necesaria.