La máquina de escribir: De los evangelistas a los tipógrafos

10 de octubre de 2013
10 de octubre de 2013
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Los soportales de Santo Domingo, en Ciudad de México, llevan siglos escuchando historias. La plaza es testigo silente de un pasado al dictado. En sus muros se aloja todavía el eco de las voces que, durante cientos de años, se acercaron a un escribiente para que les ayudara a escribir una declaración de amor, una frase amenazante o miles de palabras que construyen la inmensidad administrativa y burocrática de un país.

(Reportaje fotográfico de Carlos Casas)

plazaEl pórtico mexicano se convirtió en una oficina sin puertas ni pared hace más de tres siglos. Allí se establecieron unos escribientes que, con sus papeles y sus plumas de ganso, redactaban las cartas y comunicaciones de muchas personas iletradas o que necesitaban la ayuda de un escribano para enviar una misiva o rellenar un formulario.

En los inicios los llamaron evangelistas. Hoy se llaman mecanógrafos. Antes llegaron a ser más de 100. Hoy acuden, cada día, unos 30. El oficio, que a menudo pasa de padres a hijos, ha ido evolucionando a la vez que lo hacía la tecnología y la historia de México. La pluma desapareció ante la máquina de escribir y la máquina de escribir electrónica, utilizada en la actualidad en Santo Domingo, desterró a la original. El soportal se llenó de puestos que hacen impresión digital y, a escondidas, hasta títulos universitarios y pasaportes falsos (aunque los especialistas en estos documentos, conocidos como coyotes o conseguidores, nada tienen que ver con la tradición escribana).

Es época de lluvias. En la plaza la tormenta parece un aluvión de flechas. Pero bajo el soportal, este sábado de verano, a las seis de la tarde, quedan algunos mecanógrafos sentados en sus puestos, frente a su máquina, por si llega algún cliente. El paseo por la galería se interrumpe mil veces por alguien que se acerca a preguntar si quieres imprimir algo. “No”. Desaparecen.

Miguel Hernández está en su mesa, junto al número 12 de la plaza. Un hombre con una gorra le dicta algo que lee en una blackberry. La escena dista de las estampas pintadas en el XIX donde mujeres, con vestido largo y sombrilla, y hombres, con sombrero y chaqueta, se acercaban a los puestos a contratar el servicio de redacción. Entonces escribían con pluma y tintero. Entonces eran los evangelistas.

Nadie sabe la fecha exacta en la que los escribientes establecieron su negociado en Santo Domingo. Las primeras referencias datan del siglo XIX pero los historiadores creen que el oficio llegó a la plaza en el XVI o XVII. Miguel Hernández, secretario general de la Unión de Mecanógrafos y Tipógrafos Públicos del Distrito Federal, piensa que la profesión surgió en ese lugar porque era un centro de actividad mercantil. “Ese edificio de ahí enfrente es hoy un organismo de educación pública, pero antes era la aduana. Ahí entraban y salían muchos documentos”, indica. “Esta área está relacionada con el comercio de la ciudad hacia Oriente y Occidente. Individuos de muy distintas identidades solicitaban el servicio. La tradición es muy larga”.

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Imagen del capítulo ‘El evangelista’, de Los mexicanos vistos por sí mismos

Los mecanógrafos de Santo Domingo dicen que no hay otro lugar en el mundo donde un espacio público se convirtiera en un despacho de escribanos. La actividad, sin embargo, surgió también en otros países colonizados. Los habitantes del territorio invadido desconocían el lenguaje formal, las abreviaturas y el protocolo de la potencia colonizadora. Eso los hacía indefensos ante la administración y tenían que recurrir a unos escribas capaces de manejarse en las formas impuestas por los nuevos dueños del lugar. En Guinea, por ejemplo, hay documentados casos de verdadero abuso de poder cultural. El historiador Enrique Martino muestra en la web Opensourceguinea.org una queja de 1931 que dice: «Y casos he oido de indigenas a los que se cobran hasta 30 duros por la redacción de una vulgar instancia sobre asuntos sin importancia, para comparecer ante cualquier centro oficial. Como también es cierto que el Primitivo Alvarez se representa ante los indigenas como abogado para poder con mas facilidad justificarse sus enormes cuentas”.

Un siglo antes, el sonido del oficio en el DF no iba más allá del leve rasgar de la pluma de ave sobre un papel. El tiempo se medía en los trazos manuscritos de los escribientes. Eran líneas como las que un día, a mitad del siglo XIX, un aspirante a escribano trazara frente a un cronista de la época. La escena quedó así descrita en el capítulo ‘El evangelista’, del libro Los mexicanos pintados por sí mismos (1854): “El secretario probó la pluma, procurando a nuestra vista hacer más gallarda una forma de letra española antigua, con algunos trazos de inglesa moderna”.

Tampoco se sabe ciertamente por qué los llamaron evangelistas. “Quizá porque estaban manifestando algo nuevo. O quizá porque, en algún momento, hubiese un grupo de evangelistas trabajando acá”, especula Hernández. Pudiera ser que fuera porque, como hicieron Mateo, Marcos, Lucas y Juan, transmitían relatos de otros. O porque fueron hombres que, al igual que el escribiente que protagoniza el capítulo ‘El evangelista’, tenían “parte de los atributos de todos ellos (…). Es decir, á nuestro evangelista no le falta su angelito, tiene la bravura de los leones, el pico de la águila, y no es difícil que cargue los cuernos del toro”.

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Miguel Hernández, secretario general de la Unión de Mecanógrafos y Tipógrafos Públicos del Distrito Federal (México)

Aquel evangelista, casi dos siglos atrás, era, como casi todos en la época, “de condición humilde, pertenece á la clase democrática como los pescadores en tiempo de Augusto, y aunque no haya sido pescador de profesión, porque no es necesaria una profesion para ser evangelista, el nuestro en cuestión fué por lo menos aprendiz de barbero, coime de villar, sacristán, ó á lo mas sargento retirado sin el goce de fuero y uniforme. Nuestro hombre necesitaba vivir; para vivir necesitaba comer; para comer necesitaba trabajar; pero trabajar de un modo libre, independiente y noble: sabia escribir, dibujar un tanto cuanto, y solia de tarde en tarde componer unas décimas de amor y contra ti: algo hazgó de la manera de poner un memorial; en una palabra, era hombre de letras”.

En su escritorio, junto a su máquina eléctrica IBM, Miguel Hernández tiene una pluma. Es una especie de horizonte que muestra su destino: “Me hace recordar que servimos a la sociedad”, dice el secretario. “El gobierno nos permite estar aquí. Tenemos una concesión para ocupar nuestro puesto de trabajo porque la sociedad necesita nuestros servicios”.

Pero la pluma ya no ejerce. Es mero romanticismo. Los evangelistas dejaron sus pinceles de ganso y empezaron a utilizar la máquina de escribir. Desde el siglo XVIII, en países de Europa y EE UU, varios inventores intentaron construir un aparato que escribiera de forma mecánica. La reina Ana de Inglaterra otorgó, en 1714, una patente a Henry Mill pero el invento no se comercializó. En 1829 el estadounidense William Austin Burt patentó el tipógrafo. La escritura, en este aparato, se mecanizaba pero completar una redacción resultaba más lento que el manuscrito y el escritor no podía ver el texto mientras tecleaba.

En el XIX, en Europa y EE UU, se patentaron decenas de máquinas de imprimir y escribir pero ningún invento llegó al mercado hasta fin de siglo. El modelo industrial Remington fue uno de los primeros. Lo fabricaron en 1873 en Nueva York. Tenía como base una máquina de coser y el carro pasaba a un nuevo renglón pisando un pedal.

A finales del XIX y principios del XX las máquinas de escribir entraron en las oficinas. Las mujeres aprendieron mecanografía y esto les abrió la puerta de despachos que hasta entonces solo pisaban hombres. El teléfono, introducido en esa misma fecha, también quedó en sus manos. Ellas recibían las llamadas y gestionaban la comunicación de las empresas.

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Capítulo ‘El evangelista’, del libro Los mexicanos vistos por sí mismos

En el soportal de Santo Domingo la máquina de escribir supuso la desaparición del halo bíblico que rodeó a los escribientes desde que se instalaron en la plaza. En 1926 se fundó la Unión de Mecanógrafos y Tipógrafos Públicos del Distrito Federal y con ella desapareció su denominación inicial. “Ya no somos evangelistas. Somos mecanógrafos”, indica Hernández. “Ese nombre pertenece a una época romántica. Hemos ido evolucionando con las herramientas”.

La tecnología había roto una tradición lingüística pero no pudo con la tradición familiar. Es un oficio de herencia. “Muchos mecanógrafos son de tercera o cuarta generación. Los padres enseñan el trabajo a sus hijos y le transmiten el puesto. Es una profesión que se aprende de la experiencia. A menudo, cuando un tipógrafo entra en la fase de sus últimos días en la Tierra, el hijo viene a aprender a resolver las situaciones que se presentan aquí cuando falte su padre. Los niños vienen por la tarde, después del colegio, a aprender el oficio. Enrique Acebedo padre, por ejemplo, se lo cedió a su hijo y él se lo dejará a su pequeño Enrique”, explica el secretario general. Los mecanógrafos estiran aquí su vida hasta el final. Las letras son su sustento. En el XIX, cuentan en Los mexicanos vistos por sí mismos, también lo eran: “Nuestro evangelista (…) es un hombre siempre pobre, que escribe, duerme y come, y que come solamente cuando escribe”.

En la unión de tipógrafos hay un centenar de asociados, pero, en la actualidad, apenas unos 30 acuden a sus puestos en la plaza. “En los últimos tiempos han ido falleciendo bastantes”, apunta Hernández. Miles de kilómetros al norte, en New Haven (EE UU), murió hace unos meses otro guardián de la cultura de la máquina de escribir. Manson Whitlock abrió su tienda y taller de reparaciones en los años 30. La cerró el pasado mes de junio. Apenas dos meses antes del final de su vida. Fue lo único que pudo con su dedicación. En un artículo publicado en The New York Times cuentan que durante esos casi 80 años de oficio reparó más de 300.000 máquinas. El hijo de librero dijo en una entrevista con Yale Daily News, en septiembre de 2010, que no tenía teléfono móvil ni ordenador. Había oído hablar de ellos pero no sentía el más mínimo interés. “No quiero tener una y no quiero que ninguna me posea a mí. Tú puedes tener una máquina de escribir. El ordenador, en cambio, te posee a ti”, indicó a la periodista Cora Lewis. “Las computadoras están acabando con el incentivo de aprender y el propósito de saber sobre cualquier cosa. Todo está en el ordenador. Ya no necesitas ni un cerebro. Basta con pulsar un botón”.

Las máquinas de escribir salen a los soportales de Santo Domingo sobre las 9 de la mañana y se retiran a las 7 de la tarde. Los evangelistas llenaban la plaza todos los días pero los mecanógrafos descansan los domingos. No hay trabajo para siete días a la semana. Tampoco Whitlock lo tenía ya. La tecnología y la expansión de la cultura están haciendo de la escritura y el envío de mensajes algo cotidiano en cualquier mesa o sofá del hogar.

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Las cartas que los enamorados escriben en esta plaza desde hace cientos de años dio a Santo Domingo fama mundial. Aunque el querer sea, probablemente, lo más anecdótico. “Los medios de comunicación hablan, sobre todo, de los mensajes de amor pero la cosa no es tan poética”, especifica Hernández. “Escribimos mensajes de amor pero la mayor parte del trabajo es correspondencia mercantil, presentaciones, facturas, documentos administrativos… y en la plaza también se hacen trabajos de artes gráficas, publicidad, calendarios, periódicos, revistas, dípticos, manuscritos, caligrafías y traducciones”.

La leyenda cuenta que hasta allí se acercan individuos iletrados para convertir sus pensamientos en letras. Pero esto, también, es una versión novelada de lo cotidiano. “Escribimos para personas de distinto rango social y de diferentes culturas”, indica el secretario. “Cada uno viene con una necesidad. Algunos profesionales no saben redactar o no tienen tiempo para hacerlo y nos lo encargan a nosotros. Otros no saben escribir a máquina, otros quieren que les ayudemos a expresar sus pensamientos. A veces transcribimos un mensaje dictado y a veces nos sentamos con una persona para hablar sobre lo que necesita y redactamos el mensaje”.

El oficio no ha ido tan rápido como la técnica. Hace dos siglos, en el capítulo ‘El evangelista’, describían a esta figura como un “empleado sin ascenso y sin montepío: una máquina hecha para la correspondencia confidencial, un archivo viviente y heteiogéneo de epístolas amorosas, felicitaciones, pésames, reprimendas, zelos, peticiones, ocursos, réplicas y contra réplicas, de versos en prosa, romances, y de cuanto ha desechado la literatura y la retórica antigua y moderna”. En los últimos 35 años, Hernández ha mecanografiado sobre esos mismos asuntos en misivas familiares, herencias, facturas, documentos administrativos, mensajes románticos, cartas de turistas y hasta ha transcrito cuatro novelas. El autor es Mario Rosales. El músico y literato lleva sus obras escritas a boli y el secretario, en unos días, las devuelve en letras mecánicas. El oficio, además, hace el cariño. “Tengo clientes desde hace 30 años. Aparte del negocio ya nos volvimos cuates”.

tipoEl precio medio establecido por la unión de mecanógrafos es de 25 pesos por cuartilla pero, según Hernández, cada escribiente decide sus tarifas y estas, además, se encogen o se estiran en función de la dificultad del encargo. “Es un mercado libre”, indica.

En los años 70 y 80 llegaron las máquinas de escribir electrónicas a las oficinas. También, al portal. Muy poco después los ordenadores volvieron autistas a estos aparatos. La conexión digital cambió las oficinas, la comunicación y el mundo entero. La plaza de Santo Domingo se congeló en el tiempo. Las aceras no tienen enchufes y los mecanógrafos se resistieron al ordenador. “Muchos de nosotros somos analfabetos de computadoras”, confiesa el secretario. Él aprendió su oficio en la “Universidad de Santo Domingo”, dice. Y ante la cara de perplejidad de la periodista, aclara: “la universidad de la vida”. “Aquí fui aprendiendo todo. Yo era bastante ignorante pero acá todos aprendemos de todos”, continúa. “Y en los ratos que no estamos trabajando leemos noticias y literatura. El tipo de lectura y el interés por seguir aprendiendo depende ya de cada uno”.

La máquina de escribir electrónica apagó el leve quejido de la hoja rasgada por la pluma y en Santo Domingo empezó a sonar un tímido ronroneo industrial. Las letras dejaron de deslizarse y empezaron a estamparse contra el papel. El tiempo se aceleró. El mundo empezó a moverse más rápido con la electricidad y más aún con el ordenador. “Nos ha afectado mucho la invención de la computadora. Aunque no es algo negativo. Lo que antes se hacía en dos días ahora se hace en media hora. Es otra dinámica de trabajo”, explica Hernández.

En Santo Domingo no se escribe en digital pero los mecanógrafos no quieren enterrarse en su pasado y, si algún cliente lo pide, usan un ordenador. “Nos buscamos la vida”, comenta. “Empleamos computadoras para trabajos importantes. Estos servicios son más complejos y los hacemos por encargo”.

La tecnología ha disparado el tiempo a la órbita más veloz jamás conocida en la historia y en su ferocidad podría haber aniquilado la cáscara de la pasión. Los primeros evangelistas escucharon y escribieron, en varios folios, las emociones de enamorados ardientes. Hoy la pasión dura lo mismo que un bit. “En Twitter y Facebook con tres renglones basta. El amor es muy rápido ahora”, medita el secretario. Aunque podría ocurrir que hubiera un lugar en el mundo donde el tiempo y el amor hubieran atado a la velocidad con cuerdas: los soportales de Santo Domingo. “Las cartas, aquí, se aseguran el amor eterno. El resto de mensajes son de amor pasajero”.

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