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La «sorprendente» ciudad del futuro imaginada hace noventa años

[pullquote author=»Marty McFly» tagline=»Regreso al futuro»]—Un momento, Doc. ¿Qué nos ocurre en el futuro? ¿Nos volvemos gilipollas o algo parecido?[/pullquote]
Todo el mundo habla de lo mismo, así que nosotros no vamos a ser menos. Estamos ya en octubre de 2015 y no tenemos ni Pepsi Perfect ni zapatillas que se atan los cordones solas ni chaquetas autoajustables y autosecables. Tampoco vuelan coches por los cielos de nuestras ciudades ni los monopatines flotan en los skateparks.
Pasa con frecuencia cuando un libro o una peli coloca la acción en un momento concreto del futuro: que llega el futuro y no se parece en nada a las predicciones. El mundo de 1984 no era una sociedad totalitaria controlada por un omnipresente Gran Hermano; pasó el año 2001 y en la Luna no había ni rastro de la colonia que nos dijo Kubrick; y mucho me temo que, con el presupuesto que maneja ahora mismo la NASA, vamos a tardar bastante más de quince años en mandar una misión tripulada a Marte, diga lo que diga The Martian.

Pero este atrevimiento en las predicciones no es algo exclusivo de los relatos de ficción. La famosa revista norteamericana Popular Science lleva desde 1872, año de su fundación, proponiendo avances tecnológicos y científicos, muchos de los cuales han quedado bien guardaditos en los cajones del retrofuturismo más ingenuo.
Por ejemplo, el número de junio de 1919 anticipaba un futuro donde iríamos al trabajo en avión y aterrizaríamos en aeródromos circulares en las azoteas de los edificios y un monorraíl anfibio propulsado a hélice ocupaba la portada de julio de 1934. Había de todo: coches con motor atómico, naves espaciales familiares o trenes alados.
El ejemplar de agosto de 1925 incluso publicaba un reportaje sobre el urbanismo y la arquitectura de la ciudad del lejano 1950. Urbes colosales pobladas por rascacielos de más de 800 metros con varias plantas de aparcamiento en los sótanos, redes ferroviarias y automovilísticas surcando el subsuelo, autopistas cruzadas en nudos a distintos niveles y hasta sistemas personales de transporte y entrega de mercancías. En definitiva, una cosa verdaderamente absur…Espera un momento.

En efecto, tal y como rescata FastCo, Popular Science pidió una predicción sobre el futuro de Nueva York a Harvey W. Corbett, a la sazón presidente de la Architectural League of New York. Corbett planteaba un dibujo urbano que, si bien no se vivió en los años 50, se parece asombrosamente al de las ciudades actuales. Los nudos de autopista son exactamente iguales al que anticipa el reportaje, las redes de tren y metro horadan nuestro subsuelo a diario, los parkings subterráneos ocupan plantas y plantas bajo calles y edificios, y los rascacielos superan los 400 y los 500 metros de altura. De hecho, el Burj Khalifa de Dubái llega hasta esa media milla prevista por Corbett.

Dibujo de un futuro nudo de autopista imaginado por Corbett.

Nudo en la madrileña autovía M-40. Imagen: Google.

Claro que también hay desviaciones. Por ejemplo, aunque los sistemas de drones pueden asemejarse a la red de transporte personal de mercancía sugerida por Corbett, el arquitecto norteamericano también la colocaba bajo tierra, junto al tráfico rodado. Y esta es precisamente la principal diferencia respecto a nuestra realidad: la posición del coche particular.
La cantidad de automóviles que recorrían las ciudades de 1925 era ínfima en comparación a la actual, sin embargo, Corbett ya preveía que la coexistencia entre motores y peatones iba a ser muy complicada. Por eso su proyecto enterraba las carreteras en dos niveles, uno destinado al tráfico lento y otro al de alta velocidad, dejando libre las calles para bicicletas y viandantes.

Separar a los hombres del tráfico fue una preocupación común en los arquitectos y urbanistas del primer tercio del siglo XX. La misma Carta de Atenas redactada por Le Corbusier en el congreso del CIAM de 1933 propone algo similar, aunque sin enterrar las vías de comunicación. Según el maestro suizo, las viviendas y las zonas verdes debían ocupar los mejores emplazamientos urbanos aprovechando la topografía, el clima y el soleamiento, distanciándose de las carreteras que no podrían alinearse con los edificios.
Pero han pasado los años y salvo algunas actuaciones puntuales de soterramiento como el Big Dig en Boston o la calle 30 en Madrid, o experimentos corbuserianos no especialmente satisfactorios como Brasilia, las ciudades siguen estando a merced del coche. Las calles y las plazas siguen estando ocupadas por vehículos a todas horas e incluso los desarrollos urbanísticos de nueva planta siguen primando las distancias, los radios de giro y la necesidad de aparcamiento superficial del vehículo privado.

Explanada de los Ministerios en Brasilia. Fotografía: Agência Brasil (CC).

Es cierto que se está comenzando a penalizar el uso del transporte privado en el centro de varias capitales occidentales, con multas y con operaciones de peatonalización. También se está empezando a considerar a la bicicleta como un medio de transporte válido y no como una actividad deportiva más o menos marginal. De hecho, la Universidad de Michigan elaboró un estudio el pasado 2012 de resultados sorprendentes y, hasta cierto punto, esperanzadores: en las últimas tres décadas, el número de norteamericanos de 18 años con carnet de conducir ha descendido en un 25%; del 80.4% al 60.7%. Este informe permite un análisis sociológico y psicológico. En 1983, ocho de cada diez jóvenes estadounidenses podía conducir; en la actualidad hay un 40% de los jóvenes de la misma edad que ni necesitan ni quieren un coche. Y pongo el énfasis en «quieren», porque esto es especialmente significativo en un país en el que te puedes sacar el carnet a los 16 años y con una idolatría casi religiosa por el automóvil.
El pasado febrero, el arquitecto Paulo Mendes da Rocha dijo en El País que estábamos llegando a una situación en la que «En el fondo, lo que se está discutiendo es la estupidez del automóvil». Es incluso posible que, con la aparición de los coches autopilotados que ya están comenzando a circular, la necesidad del vehículo particular sea cada vez menor, puesto que eliminarán el supuesto placer de conducir. Eso sí, en favor del placer de disfrutar en paz de las ciudades. A ver si terminan de implantarse por todo el mundo —o alguien inventa de una vez el coche volador—. Aunque tengamos que atarnos las zapatillas con nuestras propias manos.

 
 

Por Pedro Torrijos

Arquitecto y músico. Escribe en Yorokobu, Jot Down y El Economista, pero lo que le gusta de verdad es tirarse a bomba en las piscinas. También puedes leerle en Twitter y Facebook

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