Marzo de 2015, en algún lugar de los Estudios Picasso.
Al terminar la interpretación de Valerie, el artista da apenas tres palmadas y ensaya una leve reverencia que culmina con escueto: «Hola, me llamo Pablo». Sin apellidos. No le oiremos historias de superación ni veremos aspavientos descontrolados. Parco en palabras y sonrisas, se limita a aguardar, rígido como una estaca, a que el jurado le empape de sabiduría. Tras la felicitación de Alejandro Sanz se arranca Laura Pausini, que enseguida da con la tecla: «Cuando te vi, me pareció que tenías un poco de timidez». Pablo aprueba la observación y la italiana profundiza: «Muchas personas que hacen el estilo rock tiene mayor timidez que los otros, me encanta esa contradicción». La diva intenta encajonar al concursante en un estereotipo de cómoda digestión, pero entonces llega Malú y eleva el listón: «Esa timidez también me gusta. Hasta donde yo conozco, los grandes artistas suelen ser bastante tímidos».
Punto.
Ignoro si talento y timidez guardan una relación tan estrecha como la que sugiere Malú; sí parece sin embargo que el carácter introspectivo suma cada día nuevos adeptos. Lo hace impulsado por esa percepción popular que otorga a los tímidos una inteligencia superior. No hay base científica, pero la probabilidad está de su lado: a menos palabras, menos opciones de desbarrar. La tendencia a la introspección, el halo misterioso, esa estampa recurrente del poeta taciturno o el genio matemático enfrascado en descifrarse a sí mismo, todo ayuda a embellecer un estado anímico que seduce desde el complejo.
Ahora bien, la timidez, como la libertad de expresión, cuenta con sus propios detractores. La RAE define que el tímido es «temeroso, medroso, encogido y corto de ánimo». Resulta ofensivo, pero la afrenta está bien enraizada. Ya de pequeños nos dicen que agarrarse a las piernas de mamá cuando asoma un extraño por la puerta es de mala educación. Aunque nos aterre, estamos obligados a exhibirnos ante seres de piel porosa, voz ronca y aliento denso. Porque es lo correcto. Porque si no lo hacemos, vendrá un académico de la Lengua a medir la longitud de nuestro ánimo.
Años después perdemos ese miedo irracional a los demás, pero a cambio aparece un pudor íntimo que grita: «¡Por favor, no me miréis!». Es el temor consciente al juicio social el que nos acompaña durante más tiempo. Y duele como una herida. Cruzamos la adolescencia con el machete entre los dientes esperando a que algún animal salvaje nos devore el alma, pero lo verdaderamente feroz crece por dentro. Se llama inseguridad. Si tus enfermedades coinciden con los días que te toca exponer en público o sueles hablar a un volumen que solo puede escuchar tu gato, estás en ese punto. No sufras, hay muchos como tú. Ve a Google y teclea ‘timidez’; nos vemos en el siguiente párrafo.
Una búsqueda rápida arroja dos conclusiones: la mayoría de los tímidos están deseando abandonar el club y el asunto de las listas se nos ha ido de las manos, no podemos vivir sin ellas. Lo primero que encontramos son consejos enlistados para superar el encogimiento. «Ensaya lo que vas a decir», «piensa en formas de romper el hielo», «desarrolla la asertividad», «sal de tu zona de confort», etc. Pocas listas apuestan por lo contrario, reivindicar un rasgo que celebrities como Woody Allen o Johnny Depp han convertido en fetiche. ¿A qué estamos esperando? Dejémonos llevar por la corriente y entreguémonos a la vorágine de las listas:
6 razones para abrazar tu timidez:
– Das menos pereza en las redes sociales.
– Borracho te vuelves loco, pero se te perdona.
– Despreocúpate de buscar temas de conversación, tienes excusa.
– Eres oscuro y misterioso, como Batman.
– Quizás seas un gran artista y no lo sepas. Pregúntale a Malú.
– Eres tímido, no gilipollas. Podría ser peor.
Merece la pena detenerse un poco en este último punto. Al doblar la esquina de la adolescencia, esperan algunas de las grandes emociones de nuestras vidas, también para los que padecemos inhibición. Una de ellas es el amor… al fútbol. Si bien es cierto que cada jugador tiene su historia particular, podemos establecer perfiles de comportamiento a partir de ciertos ejemplos de élite. Caso de Xavi Hernández, que a pesar de los cantos de sirena fue siempre fiel a su Barça. O Álvaro Arbeloa, tras probar suerte con varios equipos recaló en el club de sus sueños. Y ahí se quedó. Su opuesto sería el trotamundos, buscando afectos de aquí para allá: Roberto Soldado. Y en el medio, quienes primero se implican para terminar dispersándose: Fernando Llorente. O los que vuelven al redil: Fernando Torres. Nada que objetar a ninguno de ellos.
Existe un último ejemplo que acumula camisetas como piezas de caza. Ajax, Juve, Inter, Barça, Milán, PSG… Seguro que le conocen. Si su sonrisa fuese un eslogan, diría: «Más de cien casos de éxito me avalan». Se mueve por el campo con suficiencia y aunque se le valora su extraordinario talento, el compromiso es sólo consigo mismo. Una de las singularidades que distinguen a este jugón es la permanente necesidad de exhibirse, de situarse bajo el foco reclamando toda la atención. Maldito arrogante, qué poco le importan los clubes que va dejando por el camino…
No es un caso aislado, a estas alturas del partido la consigna parece clara: exhibámonos. Mutemos en plástico y pixel. Pongámoslo todo en el escaparate porque la trastienda solo le interesa a los frikis. Se impone el ruido en lo estético y en lo formal, mientras que dejamos pocos huecos a la sutileza. De la misma manera que nuestros políticos han okupado la televisión, nosotros invadimos los espacios públicos y exigimos nuestro derecho al ego, mirándonos a voces, sin la mínima vergüenza. Lo hemos puesto todo perdido de vanidad.
«¡Sal de tu zona de confort!», nos dice la dichosa lista. Ojalá fuera tan fácil. Por mucho que reivindique la timidez, hay momentos —y no pocos— en los que pagaría por olvidarme de ella. Qué quieren que les diga, mi jugador favorito se llama Ibrahimovic. Aun así considero que muchos de los atributos que definen a los retraídos mejorarían al conjunto de la sociedad. Rasgos como la prudencia, escasísima en estos días, o la capacidad de escuchar a los demás. Hablar por el placer de entablar conversación. Hacer cosas, lo que sea, sin la ansiedad de contarlas al segundo. Dibujar metáforas —futbolísticas— para dulcificar la rotundidad del sexo. Susurrarnos. Acariciarnos el oído. Perderse.
Desaparecer.
Incluso cuando nuestras palabras son pequeñas necesitamos que sean escuchadas, por tanto, gracias a quienes habéis llegado hasta aquí. Hasta la madurez. Esa etapa en la que pasas de los treinta y te arrastran a un programa de televisión, que sueles mirar con desdén, al que te presentas sin apellido y terminas por perder el nombre. Ya saben, el ‘rockero tímido’.
Ahora que nos conocemos un poco he de serles sincero: este artículo, que parece una breve aproximación a la timidez, va de devolver a PABLO GALIANO lo que lleva labrándose durante años. Un nombre en el rock español. Así, en mayúsculas. Escuchen sus dos discos y me cuentan, disfrutarán unos versos que esconden presagios: su canción más conocida, del 2011, aseguraba que toda su gente iba a ir al infierno. ¿Ven la jugada? Cuatro años después allí estábamos, abrasándonos en prime time.
[…] Vinyl […]
Quizás seas un gran artista al escribir esto y no lo sepas. No hay que preguntarle a Malú, sólo hay que leerlo para darse cuenta. 😉
[…] Abraza tu timidez […]
Soy tan tímida que voy a conciertos sola. Nunca tengo con quién ir a conciertos, pero me encanta.
¡Gracias!
Hola Claudio,
Me encanta como escribes. Espero tu próxima entrada.
Y gracias por darme a conocer a Pablo, un gran talento de los versos y la música.
Gracias!