¿De verdad es molón ser adicto al trabajo?

adicto al trabajo amadeus mozart

Hay adicciones que dan caché. Así, desde lejos, oyes que fulano es adicto al sexo y más que compadecerle, te dan ganas de palmotear su espalda con orgullo y envidia. Lo mismo ocurre con los adictos al trabajo o workaholics, que provocan unos celos menos genitales, pero también despiertan nuestra adoración. Son personas seguras de sí mismas, pensamos, con las neuronas bien enfiladas, que supieron canalizar su vocación. Son felices porque aman su profesión. Pero nada más lejos de la realidad.

Los currantes comunes caminan hacia el trabajo con las legañas puestas, no por guarrería, sino por conservar un vínculo mínimo con el sueño y el colchón; luego dedican la mañana a mirar el reloj, a buscar distracciones justificadas y a mear mucho. Pero, claro, en el fondo de su alma se sienten mal porque, oficialmente, lo digno es aplicarse mucho en la faena. De esa culpa pequeña nace la admiración hacia los adictos al trabajo.

De ahí y de las alusiones televisivas y cinematográficas. Las historias policiales son basura si el protagonista e investigador no se apasiona hasta el punto de perder a su mujer, de que los niños le dirijan miradas rencorosas con los juguetes en la mano o de que incluso el perro le pida el divorcio. A él, por supuesto, debe dolerle un poco (si no, dejaríamos de empatizar), pero igualmente acabará removiendo papeles, cliqueando el portátil y tragando café de máquina hasta la madrugada en unas oficinas deshabitadas.

Ernesto Poveda, presidente de ICSA Grupo, una empresa especializada en recursos humanos, asegura haber sido un workaholic: «Lo peor que puede pasarte es que te dediques a lo que te guste porque entonces no eres capaz de delimitar hasta dónde llega el placer y hasta dónde el deber», dice medio en broma medio en serio.

La hiperactividad es muy telegénica. Sólo hay que recordar a Ryan Gosling duchándose mientras se lavaba los dientes en Crimen perfecto. Una práctica absurda y demencial que adquiere sofisticación sólo si la hace Gosling con esa cara suya que sugiere que esconde piercings debajo del traje limpio.

Jimmy McNulty, de The Wire, muestra con mayor crudeza lo que significa padecer una dependencia del trabajo y, aun así, genera admiración. El detective de Baltimore dedica sus horas libres a explorar el fondo de los vasos de whisky, sin embargo, incluso en los momentos de mayor ebullición etílica, se le intuye meditando sobre la investigación en curso y se percibe una pasión inexorable. De hecho, en el momento en que se reforma, asienta la cabeza y cumple con sus horas estipuladas, deja de aparecer en la serie.

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A pesar de ver su vida errática, hay algo en McNulty que nos seduce porque uno tiende a pensar que la autorrealización y el placer que se obtienen trabajando lo compensan todo. En cambio, explica Ernesto Poveda: «Hay una parte muy pequeña de disfrute y otra muy importante de mortificación. Es como si disfrutaras haciéndote daño, igual que el fumador cree que cuanto más fume mejor se sentirá. Resulta bastante dañino».

Los más propensos a engancharse al trabajo son periodistas, abogados, médicos y ejecutivos de multinacionales. A este último grupo pertenecía Poveda: «Conforme te incorporas a posiciones de mayor responsabilidad, más te exiges. Te obligas tú, el problema eres tú. Si le preguntas a alguien que trabaje en una empresa de las grandes, ¿a ti te putean mucho?, te dirá que no, que lo que quiere es progresar».

En su libro ¡Que no te pese el trabajo!, María Bosqued describe tres tipos de adictos. Complacientes (más amigables y con tendencias depresivas), controladores (independientes y ambiciosos) y narcisistas controladores, que llegan a estados de conciencia perturbados en los que no se reconocen a sí mismos o asisten a lo que les ocurre con lejanía y extrañeza como si fuera un sueño o una ficción.

Los artistas, músicos, escritores, pintores protagonizan decenas de escenas de éxtasis profesional. Una mente brillando en el caos, la de Amadeus Mozart, por ejemplo, componiendo el réquiem sobre una mesa de billar, amenazado por la ruina y la enfermedad o echando flemas y todavía ideando una partitura mágica.

Sin embargo, para los trabajos que exigen creatividad, las consecuencias de empeñar todas las horas disponibles pueden ser terribles: «Castra la creatividad, satura y bloquea la posibilidad de gestar ideas nuevas; hace que te repitas, que desenfoques los temas y te descentres. Se produce lo que, en economía, se llama rendimientos decrecientes; cuantos más esfuerzos, obtendrás peores resultados», avisa el presidente de ICSA.

Cuantas menos barreras psicológicas y físicas se crucen entre lo laboral y lo personal, mayor será el riesgo de convertirse en un workaholic. En este punto, las nuevas tecnologías han dinamitado las fronteras, hay un puente virtual que vincula al trabajo en todo momento. «Con la tecnología, conseguir el equilibrio entre dedicación laboral y familiar se complica. Estos dispositivos deberían facilitar las cosas, pero actúan como intensificadores de la adicción. Llegas a casa y respondes correos: tu jornada se alarga mientras ves la serie de turno», explica Poveda.

No obstante, todas las secuelas que puedan describirse no harán más que añadir prestigio a esta patología. No importan el alcoholismo, el egoísmo, el abandono, la soledad o la histeria. Siempre acabamos imaginando a estos adictos emboscados en su mesa, con música de fondo, primeros planos que alternan con planos generales para mostrar cómo nadan a contracorriente mientras la ciudad duerme. Y, además, en HD.

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