Es una liturgia. Participan el suelo, un cutter, unas tijeras, una barra de pegamento y cientos de papeles que serán arrancados, sin piedad, de enciclopedias, libros y revistas de hoy y de otros tiempos. Meterás la tijera sobre una hoja más vieja que tú. Así, como si nada, como si no diese dentera histórica arrancar un objeto de la publicación donde ha vivido durante los últimos 70 años.
«No. No pasa nada», indica Ana Himes. «Hay otra forma de verlo. No es romper una revista. Es rescatar una imagen del lugar donde estaba guardada durante mucho tiempo y llevarla a un sitio nuevo, con nuevos amigos y en nuevas situaciones». Y lo dice convencida. Igual que un cirujano es capaz de tocar un corazón como si fuera una bola para jugar en el patio.
Esta fotógrafa, ilustradora y escritora participa de la liturgia del collage desde hace muchos años. Incluso antes de ser consciente de ello. Nadie le explicó por qué, cuando era pequeña, iba por las farmacias pidiendo revistas de medicamentos y por las tiendas de deporte cosechando pegatinas de futbolistas. En su casa, sus padres no entendían por qué la niña se empeñaba en guardar muchas páginas de los periódicos que ellos leían.
Podría haber sido diagnosticado como una especie de síndrome de Diógenes prematuro, pero no estaba tan claro. Había un desequilibrio en los síntomas. Lo único que atesoraba aquella niña eran papeles con imágenes bonitas. Los archivaba en carpetas por temáticas y así iba convirtiendo los muebles de su habitación en museos gráficos.
Ana Himes estudió publicidad. Los años pasaron y la universidad quedó en un rincón de la memoria. Hasta que un día, a mitad de la noche, se despertó con un recuerdo encima de la cama. Esa memoria la llevó hasta una clase, en la facultad, en la que un tipo había ido a hablarles de lo que hacía con los papeles. Himes se levantó y buscó los apuntes que tomó ese día. Y lo sorprendente es que los encontró. El afán de guardar la había convertido en una archivera capaz de ordenar la biblioteca entera del Congreso de los EE UU.
«Localicé quién era. Se llamaba Sean Mackaoui y esa misma noche le escribí un mail. Le dije que me había acordado de su clase y que llevaba 15 años coleccionando material. Tenía tanto que mis padres pensaban que me había vuelto loca», cuenta la ilustradora.
A ese mensaje impulsivo llegó, al momento, otro de vuelta. «El chico me respondió y me dijo: ‘Tienes un vértigo terrible a hacer tu primer collage. Es el vértigo de hacer algo por primera vez’. Y así era. Me imponían mucho respeto mis propios recortes». Mackaoui le propuso hacer un collage basado en el tema de su última pieza: la nostalgia. «Ese era el momento. Ahora o nunca. Me puse manos a la obra y desde entonces no he podido parar».
En esa pieza salió ya el ADN de su estilo. Desde entonces hasta ahora hay una línea que, a la vez que evoluciona, hace inconfundible el sello Himes.
La liturgia del collage de esta autora es manual. Esparce cientos de papeles por el suelo, recorta, monta y pega en una cartulina. El ordenador, a lo lejos, observa. No participa hasta que lo enciende para escanear la pieza, y después tampoco deja que le ponga el puntero encima. Ya hay demasiado arte de computador.
Esta colección de papel que consigue en rastros, mercadillos y revistas compradas por internet le han dado uno de los varios oficios que esta ilustradora desempeña a la vez. Himes enseña el arte del collage en talleres y diseña piezas para varias publicaciones.
El collage nunca fue una disciplina mayoritaria. Tampoco es ahora, pero, al menos, muchos de los que están en ello se han unido en una asociación en Madrid. «Hace año y medio formamos la Asociación de Collage de Madrid y nos estamos moviendo bastante. Hemos hecho varias exposiciones colectivas y también nos hacemos autoencargos».
Recortar y pegar es, además, según Himes, algo «terapéutico». «Relaja mucho hacer un collage. Y tiene un punto melancólico. Todos hemos hecho trabajos de este tipo cuando éramos pequeños». La liturgia viene de lejos. De esas tardes de colegio envueltas en cartulinas y tubos de pegamento.