El catedrático rajó al difunto. Buscaba en sus entresijos los mismos órganos y la misma disposición que Galeno de Pérgamo había descrito en sus libros. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando halló que las tripas del muerto no coincidían con el inventario que había dejado escrito el médico anatómico en el siglo II.
—Se equivoca el cadáver, que no Galeno —dijo el profesor, y continuó escarbando en el fiambre.
En aquellos bancos de la Universidad de París, escuchaba un joven llamado Andrea Vesalio (1514-1564). Tomaba apuntes de la lectura que hacía el profesor de las obras de Galeno y, a veces, veía algún riñón. Un barbero pasaba por la bancada para mostrar las vísceras de un animal muerto y dos veces al año, cuando el frío ahuyentaba el olor a podrido, exhibía también los órganos humanos de algún criminal ajusticiado.
Así era el estudio de anatomía en la Edad Media. Los académicos creían más en los dictados de las fuentes clásicas que en sus propios ojos. Pero Vesalio, que desde pequeño diseccionaba ratas y topos, no estaba satisfecho. Una noche salió a escondidas a cometer un delito espantoso castigado sin piedad. Fue hacia el Cementerio de los Inocentes, escoltado por la oscuridad, y recogió cadáveres y huesos que encontró entre las tumbas para estudiar la profundidades humanas más recónditas.
Vesalio descubrió que Galeno sólo había estudiado los cuerpos inertes de cerdos, ovejas y bueyes. El médico de los gladiadores no pudo trabajar con cadáveres humanos porque durante el Imperio Romano estaba prohibido. Entonces, impregnado del espíritu del Renacimiento, escribió:
«No reconozco otra autoridad que mis propios ojos. Debo tener la libertad de comparar los escritos de Galeno con los hechos observados en la estructura del cuerpo».
[E]sta diferencia entre el catedrático y Vesalio no se zanjó en la Edad Media. En el estudio del lenguaje perdura hasta hoy. La lingüista Elena Álvarez Mellado cuenta esta historia en el libro Anatomía de la lengua, de la editorial Vox, para mostrar los dos modos en que los filólogos actuales abordan el habla.
Los normativistas, a los que correspondería seguir al catedrático, piensan que un grupo de señores deben diseñar el idioma desde sus sillones de fieltro para que el pueblo secuaz aprenda a hablar debidamente. Los descriptivistas, partidarios de Vesalio, creen que el lenguaje es un organismo vivo, como una luciérnaga o un pimpollo, a los que hay que acercarse desde la humildad del observador que sólo intenta comprenderlo y admirarlo.
Durante siglos las élites culturales han tratado la lengua como una posesión que había que preservar para que las clases populares no la corrompieran a lengüetazos. «La aproximación normativista considera que el lenguaje se construye desde arriba hacia abajo y que hay un uso bueno y uno malo. El correcto es el que sigue las normas impuestas por los que se consideran la autoridad lingüística», explica Álvarez Mellado en un café literario de Madrid. «Así nos lo enseñaron en el colegio. Pero podemos preguntarnos quién dictamina esas normas y con qué criterios».
Antes de estudiar filología, Álvarez Mellado empezó medicina. En aquellas salas de cuerpos fríos aprendió a observar, examinar y buscar nuevos descubrimientos de lo que hallaba ante sus ojos. Después, cuando decidió hacerse anatomista y bióloga del lenguaje, la faena fue más fácil. Tenía el método aprendido y ninguna palabra resultó más sobrecogedora que un cadáver.
«Hay otros lingüistas que piensan que la lengua se construye desde abajo hacia arriba. Los hablantes son los creadores del idioma y el estudioso sólo debe describir cómo se expresan los hablantes», explica. El descriptivista no dice que alguien habla mal porque no sigue las normas de la Academia. Eso, según la lingüista, sería como si un biólogo, al abrir el abdomen de una rana fallecida, proclamara que la naturaleza patinó al crear a ese animal porque sus tripas no se corresponden con lo que indica su libro.
«Donde el normativista saca el boli rojo y tacha sin contemplaciones un ‘detrás mío’, el descriptivista toma nota del giro para afirmar que se trata de un uso que se observa sobre todo en el lenguaje hablado, probablemente debido a un paralelismo con otras formas correctas como ‘al lado mío’», escribe la autora en este libro, concebido desde Molino de ideas, una compañía que diseña herramientas tecnológicas lingüísticas.
[E]n las últimas décadas, la sombra de Vesalio ha ido cayendo sobre el estudio del lenguaje. María Moliner (1900-1981), a la que llamaron «académica sin sillón», partió de este planteamiento cuando empezó a crear su diccionario. La filóloga y lexicógrafa no pretendía hacer una obra de autoridad. Al contrario. Quería reflejar el uso real que se hace de las palabras. «Las disciplinas que estudian la lengua utilizan cada vez más los métodos científicos para conocerla y sistematizarla en vez de intentar establecer cómo se ha de hablar», comenta Álvarez Mellado.
«Los lingüistas han cambiado la escoba de atizar en la cabeza a los hablantes por el microscopio y el cuaderno de campo», escribe en su obra. «En el siglo XX, la lingüística se convirtió, por fin, en geología».
Entonces, si no hay bien ni mal, ¿son incorrectos los vocablos que no están incluidos en el diccionario? Álvarez Mellado considera que «los hablantes son quienes crean y utilizan las palabras. Ellos producen y los diccionarios recogen, nunca al revés». No es lo que ocurre hoy en España. La Real Academia (RAE) hace el mismo papel que San Pedro en las puertas del cielo. Decide qué es digno de la gloria y qué se va al infierno. Y entre medias, en algún lugar etéreo, surge un limbo lingüístico donde van a parar esos vocablos que los cultísimos rechazan pero que los hablantes se empeñan en decir.
A la espera siguen voces tan comunes como pifostio, sesentero o poligonero. La Academia no les abre el portón. Lo toma con calma. Igual que hace para renovar algunos términos y definiciones. En la edición 23 del Diccionario de la lengua española de la RAE sigue apareciendo folgar, un término que una persona del siglo XXI quizá no haya oído nunca. Pero si la palabra suena lejana, el eco que produce su definición es ya antediluviano: «Tener ayuntamiento carnal».
La madrileña indica en su libro que «la función de la norma lingüística debe ser optimizar la comodidad de quien lee y mantener al mínimo el esfuerzo de quien escribe». Sin embargo, «una norma lingüística que genera complicaciones a quien escribe y ningún beneficio a quien lee es una norma absurda que ha perdido su razón de ser. Cuando cumplir con la norma conlleva conocer una ristra de excepciones, de casos especiales y de listas para memorizar, nos encontramos ante una norma que no está pensada para mejorar la comunicación, sino para regodeo de la minoría de especialistas que sí saben aplicarla y hacer de ese conocimiento una forma de vida, de ejercicios de poder o de desprecio hacia quienes no saben manejarla».
Estos «chamanes lingüísticos», como los denomina la autora, se apropian de la lengua para hacerse poderosos. En cambio, «una norma bien pensada por una institución verdaderamente orientada a la necesidad de los hablantes tendría vocación de servicio y debería ser comprensible, interpretable y fácilmente aplicable en todos los casos por cualquier hablante. La norma lingüística no puede seguir siendo un diálogo privado entre académicos y especialistas».
Pero que no cunda el pánico. La crítica al normativismo no implica proclamar la anarquía del habla y la invención compulsiva de verbos y adjetivos. En el Reino Unido no existe un organismo regulador que dé lecciones sobre el lenguaje y los ingleses no hablan a escupitajos. «La referencia de los británicos es el Diccionario de Oxford de la lengua, pero ahí no hay normas. Es una obra descriptiva», explica Álvarez Mellado.
[E]n Anatomía de la lengua, la autora habla del mito de las palabras intraducibles. Eso que ocurre cuando en el Ártico, alguien se asoma a la puerta de su casa para ver si su invitado está llegando. En el idioma inuit lo llaman iktsuarpok. En el resto del mundo, sacar la cabeza por el portón es sacar la cabeza por el portón. El libro trata también el recuerdo que queda en el castellano actual del latín, griego, árabe, hebreo y las lenguas amerindias; de la formación de las palabras; de las metáforas; de las metonimias; de cómo sonaban los vocablos antes y cómo suenan hoy.
Hace meses, un domingo por la mañana, antes de empezar a escribir, la lingüista que aprendió medicina y a la que educaron unos padres físicos andaba por su casa pensando qué contar en este libro. La editorial VOX había encargado a Molino de Ideas, la compañía en la que trabajaba, una obra divulgativa sobre el lenguaje. «Fue como una epifanía», rememora la autora. «Recordé lo mucho que me gustaba la serie de TV Cosmos cuando era pequeña y pensé que me encantaría hablar de la lengua con el mismo asombro y la misma pasión que hablaba Carl Sagan. Decidí contar los temas que más me han fascinado del lenguaje y que no he encontrado en otros libros».
Álvarez Mellado aprendió mucho de Vesalio. Aunque una cuestión de vida y muerte los separa. El anatomista belga exploraba cuerpos inertes. Ella, en cambio, tiene en su mesa de operaciones «un organismo vivo, que cambia y evoluciona». «La lengua», asegura, «es como un animal».
PALABRAS SIN DICCIONARIO
Algunas palabras andan en un limbo lingüístico. La Academia no las ha admitido, pero los hablantes andan con ellas todo el día en la boca. Álvarez Mellado hace una lista en su libro. Entre ellas, estas:
Ambulanciero, -ra n. Conductor de una ambulancia.
Avatar n.m. Identidad virtual que escoge el usuario de una computadora o de un videojuego para que lo presente en una aplicación o sitio web.
Finde n.m. Esp. coloquial Abreviación de fin de semana.
Negativismo n. m. Cualidad de lo que es negativo.
Pasada (para el diccionario académico las pasadas sólo pueden ser negativas, cuando en España se usa para enfatizar tanto las cosas buenas como las malas).
PALABRAS DE DIFÍCIL TRADUCCIÓN
Tingo En la isla de Pascua, los rapa nui designan con este vocablo la costumbre de algunas personas de llevarse constantemente objetos prestados de la casa de un amigo.
Kyoikumama Este término japonés hace referencia a los padres que presionan a sus hijos sin cesar para que saquen buenas notas.
Schadenfreude Así se dice en alemán «disfrutar de la desgracia ajena».
Sobremesa Este vocablo que describe ese tiempo que los comensales permanecen en la mesa después de comer para charlar no existe en otros idiomas.
Duende Este concepto de «encanto misterioso e inefable que producen las manifestaciones artísticas» es propio del español y está asociado al flamenco.
¡Muchas muchas gracias por la reseña! 🙂
[…] ¿Es la lengua un asunto de los hablantes o de los académicos? […]
Pos yopino de que tiene más asarrón cun zantificao. Quien endesé o endesón esos qui desiden yo no hablar que bien como ellos dicen y por endes incorrecto?
[…] Leer más en yorokobu.es […]
Te felicito Mar, te ha quedado redondo el artículo.
Esta es una reseña gorda pues no solo señala el contenido esencial del texto sino además ofrece una divertida lección de Lexicografía básica.
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Lo que relata este artículo es acorde con la realidad de lo que la gente piensa, que es distinto de la realidad de la RAE o la lingüística actual. El DRAE es una obra descriptiva, se le puede achacar que sea lennta en su evolución, pero eso se debe a que es imposible cambiar su contenido en tiempo real, más aún si pensamos que para hacerlo de forma científica hay que documentar el uso, concretar su significado, y mientras tanto muchos vocablos se desfasan o incluso desaparecen, pero su única pretensión es asesorar a quienes lo consultan.
Pero además la RAE dispone de otros mecanismos de consulta, el CREA y el CORDE, en los que simplemente se aportan citas para poder consultar usos de palabras en entornos tanto escritos como hablados, e incluso se están añadiendo archivos sonoros. Además los estudiosos de la lengua en la actualidad incorporan más fuente, youtube, por ejemplo.
Pero, ¿por qué la sociedad pensáis que existe esa élite que se adueña de la lengua y prescribe lo que está bien, cuando la realidad es que la lingüística española ya no es así desde el siglo XIXI? probablemente porque la lengua es algo sobre lo que habla todo el mundo menos los que la estudiamos, y si no, a ver, ¿cuantos artículos prescrptivos a cargo de académicos habéis encontrado en la prensa?
Es más, ¿a cuántos académicos de la lengua conoceis?