Andrea Pazienza: tebeos de superhéroes, antihéroes y heroína

29 de septiembre de 2015
29 de septiembre de 2015
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Ser joven en la Italia de los años 70 no era precisamente sencillo. A la violencia política se sumaba el desencanto ideológico, el nihilismo propio de la edad, la música glam, la aparición del punk y la presencia de muy diferentes drogas entre las que destacaba con creces la heroína.
A pesar de todo, autores como Andrea Pazienza supieron volcar toda esa realidad en una obra breve pero intensa que marcaría la vida de varias generaciones de italianos e incluiría al país en el mundo del cómic internacional.
Las tensiones derivadas de la Guerra Fría generaron en la Italia de los años 70 un clima de agitación política y violencia. Las acciones de los grupos de extrema derecha, ayudados por miembros de los servicios secretos nacionales e internacionales como la CIA o el MI6 inmersos en la Operación Gladio, eran respondidos por los de extrema izquierda como las Brigate Rosse, y viceversa.

Desde finales de los años 60 y hasta principios de los 80 se produjeron en el país transalpino acciones tan espectaculares como el atentado de la Piazza Fontana de Milan, el secuestro de ex primer ministro Aldo Moro o la matanza de la estación de tren de Bolonia, en la que fallecieron más de ochenta personas y hubo más de doscientos heridos.

Por si esto no fuera suficiente, un asesino en serie conocido como el Monstruo de Florencia sembraba el terror entre los adolescentes que buscaban lugares apartados para retozar y a los que asesinaba por pares.

En ese clima de efervescencia política y violencia, un joven Andrea Pazienza comenzaba a dar sus primeros pasos en el mundo del cómic.

Niño prodigio de las artes plásticas, Andrea había ya demostrado su talento para la pintura y la escenografía en el teatro de San Severo, ciudad en la que vivió antes de mudarse a Bolonia para estudiar en la universidad una carrera que podría ser el equivalente a Bellas Artes en el plan de estudios español.

Aunque por entonces ya conocía a Tanino Liberatore, que también se convertiría en una de las figuras destacadas del cómic italiano de los años posteriores, en la capital boloñesa Pazienza entraría en contacto con personajes como el músico Freak Antoni, el guionista Stefano Tamburini o el escritor salvaje Pier Vittorio Tondelli.

Con algunos de ellos fundaría la revista Cannibale, a la vez que colaboraba con otras publicaciones más o menos profesionales como Il Male, Corto Maltese o la prestigiosa Linus. No tardaría en llegarle el reconocimiento del público gracias a sus cómics protagonizados por personajes como Pentothal y el que sería su más grande creación: Zanardi.

Aparecido por primera vez en 1980 en las páginas de Frigidaire –publicación de la que uno de sus lemas era «todo lo que el sentido común desaconseja en una revista de formato familiar»–, Zanardi pronto sería el personaje favorito de unos lectores que se sentían muy identificados con ese joven nihilista, cero idealista, apático y hasta cierto punto amoral pero no malvado, que hacía y deshacía para dar rienda suelta a sus caprichos.
Además, Zanardi no ocultaba su predilección por todo tipo de sustancias estupefacientes, principalmente marihuana, metadona y heroína. En definitiva, el amigo que cualquiera querría tener.

Zanardi tenía ese extraño atractivo que tienen los malotes, los cínicos y los que no están encorsetados por las normas sociales. Una actitud que resultaba realmente liberadora para unos lectores cuyos padres y hermanos estaban altamente politizados y concienciados. Los primeros por las consecuencias de la guerra y la posguerra; los segundos, por la militancia política de los años 60 y 70 que había dado lugar a hitos como el Mayo del 68 francés.

Las aventuras de Zanardi estaban ejecutadas con una asombrosa maestría para un autor tan joven como Pazienza. En ellas se sucedían diferentes técnicas pictóricas, la paleta de colores resultaba novedosa y extremadamente viva e incluso los distintos personajes eran retratados de diferentes maneras según fueran sus emociones o las situaciones en las que se encontraran inmersos, como sucede habitualmente con los manga japoneses.
Desde el punto de vista narrativo, Zanardi y sus amigos protagonizan aventuras tan locas como la crucifixión de un gato, el incendio de una residencia de monjas para señoritas, el estupro de jóvenes estudiantes, el chantaje sexual y el ataque del monstruo de Florencia.

En sus historietas, son incluso frecuentes las metarreferencias a Andrea Pazienza y no es raro ver a Zanardi y su pandilla comprar los tebeos de su propio creador que, en ocasiones, también aparece como un personaje más de las aventuras.
Por supuesto, tampoco faltan en las historias menciones y acciones relacionadas con la búsqueda de droga por cualquier medio imaginable, incluido el robo o el ajuste de cuentas.

Pazienza sabía bien de lo que hablaba. Él y varios de sus amigos como Stéfano Tamburini, guionista de Ranxerox –personaje cuya novia, Lubna, es una promíscua nínfula que se pirra por los opiáceos– eran adictos a la heroína. La sustancia tuvo una presencia tan constante en los cómics europeos de la época como lo estaba en la vida cotidiana y cuya existencia no era tratada de un modo tan espectacular como en este cómic de Green Lantern sino como algo verdaderamente cotidiano.

A pesar de sus adicciones, Pazienza no paraba de trabajar. A sus proyectos como autor de tebeos, se sumaban otros como diseñador de portadas de discos, escenógrafo, pintor, guionista, profesor –entre sus alumnos estuvo Lorenzo Mattotti– y cartelista de cine, llegando a firmar, por ejemplo, el de La ciudad de las mujeres de Fellini.

Tampoco rehusó el mundo de la televisión, sector en el que desarrolló diferentes piezas de dibujos animados en forma de vídeo clips para el programa de la RAI Mister Fantasy, música da vedere.

Con el tiempo, Pazienza, que alternaba temporadas desintoxicado con recaídas, volcó en Pompeo, uno de sus álbumes más ambiciosos, poéticos y valorados, su experiencia como adicto, matizando en sus viñetas la faceta lúdica de la heroína con aquellos aspectos menos placenteros y divertidos.

Fue en uno de esas fases intermedias entre el consumo y la desintoxicación cuando en 1988 se produjo la muerte de Andrea Pazienza. Si bien las causas no están del todo aclaradas, todo apuntaba a que se debió a una sobredosis de heroína. Tenía treinta y dos años.

Se frustraban así los múltiples proyectos de este artista que estaba a punto de inaugurar una exposición junto a su padre, también pintor, y que tenía en mente, no solo la publicación de nuevos tebeos (algunos de los cuales vieron la luz de manera póstuma) sino incluso películas y otros productos relacionados con sus personajes.

En 2002 se rodó Paz, una película de Renato De Maria sobre Zanardi escrita partiendo de notas que había dejado grabadas Pazienza, y han sido múltiples los homenajes que los aficionados al cómic y las autoridades italianas han prodigado al autor desde su fallecimiento. Placas conmemorativas, bustos y reproducciones de sus personajes pueblan calles y plazas italianas.
En España, la obra de Pazienza fue publicada por El Víbora, buque insignia de la llamada «línea chunga». Sin embargo, la desaparición de esta y otras cabeceras periódicas dedicadas al cómic provocó que la obra del italiano, como la de muchos autores independientes, no estuviera disponible en las librerías desde hace años.

En la actualidad, parte de sus tebeos, concretamente los de Zanardi, van a ser reeditados por Fulgencio Pimentel en varios tomos, el primero de los cuales acaba de ver la luz hace unos días. Además, la editorial riojana ha anunciado la próxima publicación de la que tal vez sea su obra maestra: Pompeo.
Como afirmaba la frase que el autor italiano incluyó en algunos de sus cómics: «La paciencia se acaba. Pazienza no». Así ha sucedido.

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