Hay algo muy jodido en mi generación relacionado con la política: la abulia papeletil. La falta de voluntad votante. Cuando realizo breves encuestas en mis círculos, la mayoría de mis amigos y conocidos confiesan que 1) Se la suda la política, 2) Creen que todos los políticos son iguales (sobreentiendo «igual de malos») y 3) Están seguros de no poder cambiar nada voten o no. Así que normalmente no lo hacen, o lo hacen dentro del contexto de una obligada tradición familiar. Como las uvas en nochevieja o los cinco días en agosto con los abuelos. ¿A quién votamos este año, mamá?
Luego los partidos electos cometen atrocidades y esos mismos amigos y conocidos empapelan los muros de sus redes con mensajes de protesta. El conocido fenómeno del pasado Día del Libro, que viene a ser: no he leído un puto libro en mi vida pero comparto mi amor por la lectura con el hashtag oficial. Esta necesidad de estar en tendencia social manifiesta el doble rasero de la generación Y: por una parte se declaran nihilistas sociales; por la otra son los perfectos hijos del sistema, incapaces de no aportar su granito de Twitter al hito diario.
[pullquote class=»right»]La mayoría de mis amigos confiesan que se la suda la política[/pullquote]
Me preocupa todo esto y me hace preguntarme si será problema de mis círculos. Quizá tenga que rechazar la compañía de tanto publicitario y acercarme a una facultad de Filosofía. Allí espero encontrarme grupos compactos de marxistas-leninistas orinando sobre el busto de Hobbes, pero ellos son lo que en mi profesión se conoce como «público nicho». No me sirven. Necesito detectar inquietudes en el target mainstream, cuyo mejor arquetipo está constituido por mis amigos. Los hipsters de profesión. Portadores de emblemas punk en camisetas de Zara.
¿Y si fuera yo el que se equivoca? ¿Y si cada uno de ellos tuviese razón en su pasotismo? Mi propio «compromiso» político me es ajeno. Inculcado por vía paterna. Dudo mucho que me pasase las mismas horas leyendo editoriales si en las sobremesas de mi vida se hubiese hablado de la Champions. Recuerdo vívidamente el disgusto de mi madre cuando Aznar fue reelegido presidente. La misma mujer que suele entonar La Internacional mientras cocina y habla con nostalgia del espíritu sindical de mi abuelo. En la entrada de la que era mi casa todavía hay una pancarta que mi padre dibujó para marchar contra la guerra de Irak. Una paloma con una rama de olivo en el pico sobre cartulina blanca.
[pullquote class=»left»]Que lo banalicen, pero que voten. Que le resten trascendencia al acto, pero que lo lleven a cabo[/pullquote]
Alejado del seno familiar, me descubro en mi vida adulta compartiendo el mismo gesto céreo ante las encuestas que los que me dieron apellido. Y tengo ganas de salir corriendo a pedir una solicitud de certificado de empadronamiento en Madrid, una partida de nacimiento en Lavapiés, un título de laísta; lo que haga falta para poder votar en la capital y evitar que repitan victoria las viejas gaviotas. Pero las municipales están demasiado cerca y dudo mucho que llegue a tiempo de legalizarme a la velocidad del caballo-malo-de-la-película en que se tramitan los asuntos ministeriales.
Por eso comienzo a escribir este texto populista, deseando que algún joven moderno censado en el Centro recoja el testigo y se acerque por su colegio. Sin importar que se haga o no un selfi con los miembros de la mesa electoral, escriba un tuit ácido en referencia a lo mal trazado que está el logo en la papeleta de Ganemos Madrid, o comparta un nostálgico estado en Facebook para hablar de las sensaciones de volver a pisar un aula de la ESO. Me la suda. Que lo banalicen, pero que voten. Que le resten trascendencia al acto, pero que lo lleven a cabo. Aun sin creer en ello. Aun creyendo que pierden el tiempo que podrían emplear en una sesión de Cross Fit. Podemos empezar a jugar con ventaja. Los malignos no cuentan con que nos aburramos de Instagram y salvemos el mundo.
Foto de portada: Everett Historical/Shutterstock