El siglo XIX es, por muchas razones, uno de los más atractivos de la historia. Lleno de contradicciones, protagonizó el mayor esfuerzo de la humanidad por racionalizar y dominar el mundo. Ahora, a toro pasado, sabemos también que esa ingenuidad acabó trayendo consigo las grandes tragedias del XX y, en cierta forma, muchos de los riesgos que siguen pendiendo sobre nosotros en nuestro XXI.
Pero eso no evita que siga fascinándonos. Y más cuando descubrimos que, en aquellos años, alguien podía desaparecer del flujo temporal, hasta el punto de no saber en qué día vivía. Es más, podía ocurrir que un marinero situado en pleno Pacífico estuviese a la vez en el 31 de diciembre de 1899 y en el 1 de enero de 1900. ¿Cómo era posible?
Se ha escrito hasta la saciedad sobre la exploración y conquista de la Tierra en la que se embarcaron las grandes potencias. Cuando el siglo XX llamó a la puerta, ya eran muy pocas las zonas del planeta que no hubiesen sido pisadas por el ser humano. El imperialismo y el colonialismo empujaron a las grandes potencias, con Gran Bretaña y su colosal imperio a la cabeza, a dominar territorios en los cinco continentes. Pero, a la vez, se inició otra carrera no menos determinante en la que también se jugaba la hegemonía mundial: la conquista del tiempo.
Los intervalos temporales están fijados con una exactitud microscópica que rige el funcionamiento de nuestra sociedad tecnológica. Vivimos en un mundo tan cronometrado que no nos damos cuenta de que hace muy poco que nos empezó a importar saber qué hora era. Durante la mayor parte de nuestra historia, a los habitantes de los pueblos y las villas les bastaba con la hora aproximada que daban las campanadas de sus iglesias, llamando a los rezos o celebrando las festividades. De hecho, durante siglos hubo muchos relojes que no tenían minutero: con que marcaran la hora aproximada, bastaba. ¿Quién necesitaba saber además si eran y cuarto o menos cinco?
Por entonces, todas las horas eran locales. En un momento en el que la mayor parte de la población apenas llegaba a desplazarse más allá de unas pocas decenas de kilómetros de sus lugares de nacimiento, bastaba con conocer la hora que regía en el pueblo de cada uno, que podía no tener mucho que ver con la de otro que no estuviera muy lejos de allí. En las sociedades eminentemente agrícolas, tenía más interés conocer cuándo comenzaba una estación que saber si eran las tres en punto, y los avances astronómicos se habían centrado más en confeccionar calendarios fiables que en medir las horas del día.
Todo esto, como tantas otras cosas, se fue al traste con la revolución tecnológica. Y, también como en otras muchas facetas, lo hizo a caballo de dos de los grandes motores de cambio de la percepción del territorio, los que más hicieron para empequeñecer el mundo: el ferrocarril y la electricidad, que trajeron consigo el telégrafo.
Antes, la Revolución Francesa había lanzado un órdago para traer el imperio de la razón. La convención de 1793 había establecido un nuevo calendario basado en el sistema decimal, e incluso había habido un intento por decimalizar el tiempo. Y aunque esta aportación había sido finalmente derogada por Napoleón, el impulso de la razón no se perdió del todo y, así, en 1889, en el centenario de la revolución, el metro fue instaurado, junto con el kilo, como la medida universal. El sistema decimal se impuso sobre el batiburrillo de medidas que se repartían por doquier, y que ni siquiera coincidían entre ellas: no era lo mismo una pulgada inglesa que una española, por ejemplo, como tampoco lo era una legua.
Sólo el tiempo seguía descontrolado. Pero en su caso no fueron principios filosóficos revolucionarios, sino necesidades de orden bien práctico, los que llevaron a domesticarlo. Cuando las líneas férreas comenzaron a cubrir con una red tupida a los jóvenes e inmensos Estados Unidos, pronto se vio la necesidad de contar con un sistema coherente de medición del tiempo. El tren podía arrancar en la hora de Nueva York e ir cambiando a las horas particulares de cada estación en la que paraba, sin ninguna coordinación. La situación llegaba a ser caótica, y a provocar tragedias: ¿cómo podía regularse el paso de los trenes si ni siquiera había una medida universal que sirviera para todo el trayecto?
Así, no es extraño que el tiempo comenzara a medirse en las líneas férreas, aprovechando además los impulsos eléctricos del tendido del telégrafo que solían acompañarlas, y que transportaban de forma casi instantánea la hora de observatorios fiables. Los relojes de las estaciones (que incluían minutero) se convirtieron en la referencia que desbancó a los campanarios, y surgieron los relojes personales, primero de bolsillo y luego de muñeca, que los ciudadanos iban a calibrar comparándolos con los expuestos en las estaciones.
El telégrafo pronto unió los continentes, y eso permitió que se comenzaran a hacer las primeras mediciones para fijar con exactitud las horas locales y, con ello, cartografiar con más precisión la Tierra. Las expediciones se adentraban en las selvas amazónicas llevando con ellas precarios cables eléctricos que recibían el tiempo que podía venir de muchos miles kilómetros de distancia. Greenwich, Harvard, París, Cádiz comenzaron a pulsar sus propias horas, que acababan revelándose en medio de la estepa africana, en el Cotopaxi o en pleno desierto. Y así, la exactitud se convirtió en una necesidad, porque una diferencia de segundos en el cálculo de una posición en el mapa podía suponer un conflicto bélico por una frontera, o que un barco se estrellase contra unos escollos que, supuestamente, no debían estar ahí.
Cuando Alemania ganó la guerra contra Francia en 1870, entre otras razones porque la perfecta sincronización de sus ferrocarriles le permitió mover rápidamente sus tropas de un lado a otro de la frontera, el clamor por ordenar un galimatías donde ni siquiera estaba claro a qué hora comenzaba el día (los astrónomos y muchos marinos, por ejemplo, lo situaban a las doce del mediodía, porque así no se partían las observaciones, para ellos vitales, que realizaban por las noches) ya era universal. Pero entonces se planteó la lucha por decidir quién encabezaría esa nueva conquista.
Fueron los Estados Unidos los que se llevaron el gato al agua. Organizaron un gran evento en Washington en 1884, la Conferencia Internacional del Meridiano, que debía establecer dónde se situaría el meridiano cero a partir del que se organizaría el tiempo. Los norteamericanos contaban con dos ventajas: por un lado, ya habían hecho los deberes en casa, organizando su territorio en cinco husos horarios que habían, por fin, introducido la racionalidad en su creciente esquema ferroviario (actualmente tienen nueve). Por otro, habían renunciado a ofrecer su territorio para albergar el meridiano y apostaban por Greenwich, lo que automáticamente les consiguió el apoyo del poderoso bloque encabezado por Gran Bretaña y sus posesiones.
Ante ellos, Francia. ¿Cómo la defensora del sistema decimal iba a consentir que los reyes de lo irracional, los británicos, se convirtieran en la referencia del tiempo? Como no querían que su oposición fuera tildada de mero enfado nacionalista, propusieron que el meridiano cero pasara por la isla española del Hierro, una forma encubierta de poner a París como referencia (se había medido a la perfección la diferencia horaria entre los dos lugares). Además, se plantearon otras propuestas, como la de Jerusalén, como capital de las tres grandes religiones monoteístas, e incluso la Gran Pirámide, la más antigua construcción humana aún en pie.
Ninguna de ellas triunfó, en gran parte porque Greenwich ya era de facto la referencia de gran parte de la navegación mundial y porque, al fin y al cabo, Gran Bretaña era la única potencia verdaderamente planetaria. En la conferencia de 1884 quedó fijado el meridiano cero, pero no se avanzó más. Quedaba por establecer, a partir de él, cómo se fijaría el tiempo. Había quien abogaba por extender el sistema de los husos que tan buenos resultados había dado en Estados Unidos, pero lo cierto era que, aún en 1891, Alemania seguía teniendo tres horas distintas en su territorio, y ni Francia ni Portugal ni España se habían sumado a los acuerdos de Washington.
De hecho, los franceses no renunciaron a un último esfuerzo por dejar su huella. Habían perdido la batalla del meridiano, pero podían ganar la del tiempo. Si habían acabado con las aberrantes pulgadas, podían llevar también la decimalización al tiempo: ¿por qué no abandonar las absurdas 24 horas, divididas en 60 minutos que a su vez contenían 60 segundos cada uno? Un comité de expertos propuso dividir la circunferencia terrestre en, por ejemplo, cien grados o en cuatrocientos. Se podría hablar así de días de diez, de cuarenta horas, divididos a su vez en unidades múltiplos de diez. El perfecto sistema revolucionario, el de la diosa Razón, terminaría de unificar todas las medidas y el mundo sería fácilmente comprensible. La Francia revolucionaria conquistaría el tiempo.
Sin embargo, por alguna razón, los seres humanos, que hemos aceptado prácticamente de forma universal el sistema decimal por su evidente simplicidad, seguimos midiendo el tiempo con un sistema de veinticuatro tramos que, a su vez, se divide de forma sexagesimal. Necesitamos tres unidades para fijar el tiempo, y basta ver cómo un niño capaz de utilizar una tableta a los tres años de edad necesita hacer un trabajoso cálculo para comenzar a leer las agujas de un reloj. Como afirmó Bouquet de la Grye, un miembro de la comisión francesa: «El sistema métrico tuvo éxito porque era el más simple y ponía fin a una verdadera incoherencia en las medidas locales. La decimalización del tiempo y de la circunferencia fracasaron porque el mundo entero empleaba las mismas medidas y las propuestas pecaban precisamente por su falta de unidad». O, como afirma el historiador de la ciencia Peter Galison en Relojes de Einstein, mapas de Poincaré (Crítica): «La conveniencia gobernaba. Donde las reformas simplificaban la vida, el público las siguió. Cuando las reformas no ayudaban a la gente corriente, los esquemas cayeron poco a poco en el olvido».
El 9 de marzo de 1911 terminó la resistencia. Francia adoptó el meridiano de Greenwich, y se integró en un mundo ordenado donde la precisión fue avanzando según los avances tecnológicos se fueron sucediendo. Paralelamente, Einstein comenzó a demoler el concepto de tiempo absoluto, y la misma definición de metro o kilo pasó a estar en continua revisión. A pesar de lo que soñaron nuestros predecesores, es imposible contenerlo todo en un esquema racional, pero el simulacro en el que vivimos ha funcionado bastante bien. Al menos, hasta ahora.
Imagen de portada: Reloj revolucionario francés con semana de diez días (décadas), Neuchâtel Arts and History Museum, foto de Ludo29 & Rama (CC)
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