Así desata el Black Friday la tormenta química perfecta en nuestro cerebro

Se dice que el nombre de Viernes Negro o Black Friday nació porque las cuentas de los comercios, tras el bajón otoñal, pasaban de números rojos a números negros gracias al superávit de las compras masivas del día después de Acción de Gracias. Es mentira.

El origen real es mucho menos glamuroso. En la Filadelfia de los años 60, el caos de tráfico y aglomeraciones que generaba este día era una pesadilla para la policía, quienes acuñaron el nombre de Viernes Negro para describir el colapso urbano. Sin embargo, la mercadotecnia y el capitalismo son maestros en reinventar narrativas. Pronto se apropiaron del término, le dieron un giro positivo y lo convirtieron en la piedra angular de una nueva festividad artificial: el consumismo como religión moderna.

Una festividad muy parecida, en verdad, a las festividades antiguas de carácter religioso. Nos hallamos ante un fenómeno cargado de dogmas —falsa necesidad, capitalismo…—, rituales —madrugar, refrescar la web o la app, hacer cola…—, fieles —los consumidores— y templos — centros comerciales y tiendas online—. Todo en torno al que muchos consideran el único y verdadero dios: el dinero. Pero, ¿qué fuerzas ocultas, o mejor, qué rasgos de nuestra biología impulsan esta devoción?

La química de la ganga

En nuestro cerebro hay un neurotransmisor que, con frecuencia, se asocia a la sensación de placer: la dopamina. Lo cierto es que hace mucho más. Es el mensajero químico de la anticipación y el aprendizaje basado en recompensas. Su liberación no responde principalmente a la obtención de una recompensa, sino a la detección de una oportunidad que mejore las expectativas.

En esencia, nuestro cerebro está constantemente haciendo predicciones y comparándolas con la realidad. Cuando el resultado es mejor de lo esperado, se libera dopamina.  Esta señal actúa como un profesor que le dice al cerebro: prepara los billetes: esta ganga es incluso más valiosa de lo que creías.

Cuando ves un producto deseado con un descuento abultado, tu cerebro no solo anticipa la felicidad de tenerlo, sino que calcula —y sobreestima— el éxito de haber cazado un chollo. Este error de predicción positivo, contado como la diferencia entre el descuento que esperabas y el que encuentras, provoca ese pico de dopamina que genera una intensa sensación de placer y emoción… ¡Incluso antes de comprarlo! Es literalmente una recompensa química por ganar; en el juego de las compras.

El contexto de la ganga también es relevante. La accesibilidad, la comparación con precios anteriores —sean o no reales; la gente no lo comprueba—, las técnicas de mercadotecnia feroces y la sobrevaloración del objeto comprado hiperestimulan el circuito de recompensa dopaminérgico, en un mecanismo muy similar al de otras conductas adictivas.

Así se crea un ciclo de refuerzo positivo: te sientes bien al encontrar una ganga, por lo que tu cerebro te impulsa a repetir la experiencia, buscando el siguiente subidón de dopamina. La caza de la ganga se convierte en una búsqueda de gratificación química inmediata, en el cual el acto de buscar el descuento es tan placentero —o más— que obtener el producto mismo.

«¡Date prisa, que se agota!»

Somos animales profundamente dependientes de la programación de nuestro cerebro. Durante los 300 000 años de existencia de Homo sapiens la mayor parte de nuestro tiempo hemos sido animales silvestres, nómadas, cazadores y recolectores sin asentamientos estables.

Solo el 3 % de nuestro tiempo en la tierra lo hemos dedicado a formar sociedades agrícolas y ganaderas relativamente complejas y asentadas. Por ello, nuestro cerebro está programado para valorar más lo que es escaso o está disponible por tiempo limitado. Es un mecanismo de supervivencia ancestral que nos impulsa a asegurar recursos antes de que desaparezcan.

Paradójicamente, en nuestra forma de vida contemporánea, funciona más como una trampa mental que como una adaptación beneficiosa. Las etiquetas con «oferta por tiempo limitado», «solo hasta agotar existencias» o «quedan solo 3 unidades en stock» activan una alarma en nuestro cerebro. Este mecanismo psicológico tiene un nombre: FOMO , acrónimo en inglés de fear of missing out —miedo a perderse algo—; un estado psicológico que implica una gran aprensión de que otros disfrutan experiencias gratificantes de las cuales uno está ausente, y en consecuencia, un deseo persistente de mantenerse conectado con lo que otros están haciendo.

En el contexto del Black Friday, estos otros pueden ser el vecino que se lleva «nuestra» ganga antes que nosotros o una anticipación tramposa en la que imaginamos en un futuro una versión de nosotros mismos tristes y frustrados porque no aprovechamos la oferta. El FOMO actúa como un cortocircuito para nuestro pensamiento racional. Cuando las estrategias de mercadotecnia activan nuestro FOMO, cambiamos de un modo de pensamiento deliberativo («¿Realmente necesito esto?») a uno impulsivo («¿Qué pasa si luego no lo tengo y lo necesito?»). Esta urgencia artificial nos impulsa a actuar de forma reactiva, y no reflexiva.

«¿Realmente necesito eso?»

Las técnicas de mercadotecnia no solo responden a necesidades existentes. De hecho, raras veces las abordan. Un experto en marketing está especializado en crear necesidades que no existen. Nos hace sentir que nuestra vida será mejor, más fácil o que seremos más felices o más populares si tenemos ese producto. En realidad, estos estímulos producen principalmente placer, no felicidad duradera —aunque ya sabemos que la principal marca de refrescos del mundo no vende refrescos, sino que vende «felicidad», según su publicidad—. Este proceso no es aleatorio; está sustentado por sesgos cognitivos profundamente arraigados que nublan nuestro juicio.

Una vez que sentimos el deseo por un producto, buscamos activamente razones para justificar la compra. Todos tenemos claro que esas nuevas zapatillas me motivarán para hacer más ejercicio y que con este portátil nuevo podré trabajar mucho mejor. Pero en el proceso, ignoramos o restamos importancia a las razones en contra: en realidad, el portátil que tengo funciona perfectamente y, además, ya tengo tres pares de zapatillas sin usar guardadas en el armario. Este fenómeno se conoce como sesgo de confirmación: el consumidor tiende a buscar, interpretar y recordar información que confirma sus creencias o su decisión de compra inicial, un sesgo que las empresas explotan con una publicidad que destaca selectivamente
información positiva, guiando así las acciones del consumidor.

En las compras online y especialmente en las grandes plataformas de venta que presentan anuncios basados en algoritmos y otras formas de inteligencia artificial, se da un efecto adicional. Un sesgo propio de los algoritmos que refuerzan estereotipos y potencian exponencialmente el sesgo de confirmación preexistente en el usuario. Los sistemas de recomendación y la publicidad programática se retroalimentan, para mostrarnos predominantemente productos e información que se alinean con nuestros gustos pasados, nuestras búsquedas activas, nuestras percepciones o nuestros datos demográficos, y a su vez limitan la exposición a alternativas.

Esto convierte al algoritmo en un cómplice involuntario—o en ocasiones, deliberado—de nuestra propia tendencia a buscar confirmación, creando un círculo vicioso de deseos aparentemente justificados. Además, comenzamos a anticipar la propiedad del producto. Una vez que lo imaginamos en nuestras manos, nos cuesta más renunciar a él, como si ya fuera nuestro. Este es el efecto dotación o sesgo de propiedad en acción. La oferta limitada se convierte entonces en la única oportunidad recuperar algo que sentimos que, en cierto modo, ya nos pertenece.

En esencia, así se genera un poderoso sesgo de falsa necesidad, a través del cual un deseo mundano e innecesario se disfraza de genuina necesidad en nuestra mente. Las empresas no solo son conscientes de estos sesgos, sino que los utilizan con ventaja en sus estrategias.

El efecto manada

Los seres humanos somos gregarios por naturaleza. Nuestra fortaleza evolutiva nunca residió en el individuo aislado, sino en la cohesión del grupo. Esta herencia profunda nos dota de una psicología que valora el sentido de pertenencia y tiende a seguir el comportamiento colectivo, bajo el supuesto implícito —y a menudo erróneo— de que si todos lo hacen, debe ser lo correcto, seguro o ventajoso. Esta tendencia, conocida como efecto manada, nos ofrece una sensación de seguridad en la incertidumbre, pero en el contexto del consumo moderno, se convierte en otra trampa cognitiva explotada con precisión milimétrica.

Las religiones y los sistemas de poder a lo largo de la historia han comprendido y aprovechado este impulso. La amenaza de exclusión —desde el ostracismo social hasta castigos más severos— ha sido un mecanismo eficaz para homogeneizar creencias y comportamientos. En el altar del consumo, la presión no es tan explícita, pero sí es igual de poderosa. Las imágenes coreográficas de multitudes enardecidas, colas interminables y carritos de la compra desbordados actúan como un poderoso señalizador social. Nuestro cerebro subconsciente interpreta este bombardeo visual como una prueba irrefutable: si tanta gente está invirtiendo su tiempo y su dinero, las ofertas deben ser excepcionales. Esta validación masiva suprime el
pensamiento racional y normaliza comportamientos que, en cualquier otro contexto, consideraríamos absurdos e incluso irracionales, como madrugar una fría mañana de noviembre para hacer una larga cola, pedir un día libre en el trabajo solo para hacer la compra, o aglomerarse de forma casi violenta.

Este fenómeno se potencia en el ecosistema digital. Las notificaciones del tipo «250 personas están viendo este producto ahora mismo» son instrumentos de presión social algorítmica. La influencia social informativa, donde asumimos que las acciones de los demás reflejan información veraz, nos lleva a delegar nuestra evaluación crítica en una supuesta sabiduría de la multitud. En la lógica distorsionada del Black Friday, la locura colectiva se disfraza de racionalidad.

El gran juego del consumo

Así, se consolida la tormenta perfecta: la química cerebral de la dopamina nos engancha a la caza de la recompensa, el FOMO y los sesgos cognitivos nublan nuestro juicio sobre la necesidad real, y el efecto manada nos arrastra con la fuerza de la validación grupal. El resultado es un estado de susceptibilidad en el que individuos perfectamente racionales son llevados a adquirir objetos innecesarios, comprometiendo su salud financiera por la gratificación efímera de pertenecer al grupo y ganar en el gran juego del consumo.

La defensa más poderosa contra esta maquinaria, muy bien engrasada y cuidadosamente orquestada, es la conciencia. Hacer una lista previa de cosas —nada tiene de malo aprovechar estas oportunidades para comprar algo que realmente necesitas a un precio competitivo—, establecer un presupuesto inflexible, revisar los precios reales antes de la oferta y, sobre todo, plantearse la pregunta crucial: ¿compraría esto mismo si no estuviera de oferta? Separar el valor real del objeto del brilli-brilli hipnótico del descuento y el ruido de la manada es el único acto verdaderamente revolucionario en esta festividad artificial.

¿Qué opinas?

AVF shortcode render error: Diseño is missing (avf-layout name="ACF otros autores" view-id="6723ac5847744")

AVF shortcode render error: Diseño is missing (avf-layout name="ACF Articulo_relacionado" view-id="6709533ce836e")

Último número ya disponible

#143 Verano 25

Sobre nosotros

Yorokobu es una publicación hecha por personas de esas con sus brazos y piernas —por suerte para todos—, que se alimentan casi a diario.
Patrick Thomas

Suscríbete a nuestra Newsletter >>