El mayor pedal de mi vida (Beer Bike)

14 de septiembre de 2015
14 de septiembre de 2015
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Vaya por delante que este no es un artículo patrocinado ni nada semejante. Es la experiencia personal de un servidor, trasegando cerveza junto a otros diecisiete descerebrados y desconocidos mientras pedaleamos por el centro de Madrid a bordo de un vehículo anfibio para el que no tengo palabras. Bueno, sí las tengo, y de eso va este post.
Es sábado, una menos cuarto de la tarde, y en la madrileña glorieta del emperador Carlos V, que todo el mundo conoce como Atocha, diviso un grupo de nueve chicas vestidas de rosa, y una de ellas además tiene una careta gigante de Hello Kitty. Se casa al día siguiente, como sabré después.
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Me aproximo, todo de negro, con mi melena ondeando al viento de una meteorología que se antoja inestable.
—Hola, ¿estáis aquí por lo de la Beer Bike?
—¡¡¡Sííííííí!!!—gritan a coro visiblemente achispadas.
—Ah, vale, yo también.
—¿Tú solo?
—Pues sí.
Noto sus miradas de suspicacia. Como es una despedida de soltera estarán pensando si yo soy un espía del novio…
Divisamos a lo lejos el vehículo, que se aproxima a la hora estipulada, con el contingente del turno anterior. Dieciséis hombres calvos, gordos y con camisetas blancas que llevan serigrafiada la cara de un futuro marido, se apean del ingenio. Son británicos, y les pregunto qué tal ha ido la sesión.
—¿Estáis borrachos?
—Casi.
Mienten. Están borrachos.
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Me fijo en el conductor, que no habla español. Se llama Alex y es australiano. Le ofrezco mis servicios de traductor ante las nueve chicas, y me pregunta con recelo por qué vengo solo, si trabajo para el Ayuntamiento o para la Comunidad de Madrid.
—¿Tengo cara de funcionario?
—La verdad es que no.
Me encanta hacer cosas solo, pero todo el mundo se hace componendas, y a veces alimentar ese misterio me ha costado caro. En este caso solo 15 euros, que es la tarifa por «Un litro de cerveza». Le pregunto a Alex:
—¿Cómo sabrás cuándo me habré tomado ya el litro?
Me mira como se mira a un novato, guiña un ojo, y dice.
—No lo sabré, tú bebe lo que quieras.
Al cabo de unos minutos, y tras cambiar los barriles de cerveza que han agotado los anteriores usuarios, llega el grupo que falta para que podamos partir. Se trata de cinco hombres cuarentones medio disfrazados. Parecen ciclistas retirados, excepto uno, que parece simplemente retirado. Todos eligen su puesto, y yo me encaramo a uno de los sillines, justo el que está frente al grifo de cerveza.
—¡Tenemos barman! —proclama entonces Alex al resto del camión-autobús-multiciclo al que en lo sucesivo me referiré para abreviar como «el vehículo».
Confieso con cierto embarazo que nunca he trabajado de camarero, porque precisamente lo que más respeto me impone es tirar una caña como Dios manda. Pues bien, desde que participé en este evento creo que estoy capacitado, al menos para tirar cañas. Todo el pasaje me solicitó con una frecuencia creciente que escanciara cerveza en los vasitos de plástico que provee la organización. Y logré cañas perfectas, mientras pedaleaba y sudaba como un gorrino, para que luego digan que los hombres no sabemos hacer dos cosas a la vez, especialmente si son dos cosas estúpidas.
Incluso entonaba los himnos que tronaban los altavoces del vehículo, ya saben; Madonna, Lady Gaga, reggaeton, ¡incluso Joy Division!… Al menos no pusieron a Melendi, ni a Estopa. Ventajas de un negocio orientado al público anglosajón. God save the Queen!!!
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Al llegar a la glorieta de Cibeles todos sudábamos de manera profusa, pues la cuesta desde Atocha tiene su aquél. Como yo siempre visto de negro no se me nota, pero podría haber llevado un traje de neopreno y la sensación de humedad habría sido la misma. La buena noticia es que en Cibeles el conductor giró, y enfilamos el Paseo del Prado cuesta abajo, ya totalmente borrachos y sin prestar atención a los coches y viandantes que nos hacían fotos, nos animaban y nos filmaban como si fuéramos especies raras en un ecosistema al borde de la desaparición.
Pensar en National Geographic fue inevitable, y me dio un bajonazo, una pájara, vamos. Pero se me pasó al observar a dos de nuestros pasajeros, que en el área interior del vehículo, y sin tener que pedalear, bailaban como en un night club. Eran la futura esposa y el futuro esposo, pero de dos bodas diferentes, que tendrían lugar al día siguiente en lugares geográficamente distantes. «Esto es la globalización», me dije, y recuperé la fe en el género humano. Me bebí mi enésimo vasito de birra, escanciado por el profesional en el que me había convertido, y acuñé el término «autobirra». Ojito, que tiene copyright.
Quiero decir que antes de acceder al vehículo es preciso llevar cumplimentados y firmados varios documentos acerca de la responsabilidad civil del evento, y en donde declaramos entre otras innumerables cosas que no arrojaremos cerveza a los vehículos colindantes, ni beberemos directamente poniendo la boca en el grifo, ni orinaremos sobre los taxis o autobuses que se aproximen a nuestro indescriptible vehículo.
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Mientras redacto estas líneas, y bajo los efectos de una importante resaca, alguien me sopla que el servicio de Beer Bike se va a prohibir en Barcelona, lo que me hace pensar que en Madrid le quedan dos telediarios. Lo cierto es que pillé un pedal absolutamente desproporcionado en relación a la cerveza ingerida. Un servidor es cervecero confeso, pero claro, nunca había trasegado lúpulo fermentado mientras pedaleo como en una sesión de spinning. Va a ser eso.
Pero no se dejen llevar por los prejuicios; en la vida hay que hacer cosas inadecuadas, si no, todo sería todavía más aburrido de lo que ya es. Y ahora les dejo, voy a prepararme un Bloody Mary bien cargado, a ver si se me baja el resacón.
Jamás pensé que la palabra «pedal» fuera tan acertada

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