Los besos furtivos de Cleopatra

26 de febrero de 2016
26 de febrero de 2016
4 mins de lectura

A mediados del siglo pasado la policía irrumpía a veces en los cines españoles sin avisar, y encendían unas potentes linternas con las que sorprender in fraganti a las parejas que se acariciaban y se entregaban, amparadas por la oscuridad, a los placeres más variopintos. Siempre se sentaban en las últimas filas, cerca de la pared y nunca en el pasillo.

Mis padres tenían la costumbre de amarse en los asientos del cine Doré, mucho antes de que fuera cerrado y reconvertido en la sala de la Filmoteca Nacional, y se jactaban de que los grises jamás los sorprendieron y de que casi nunca se enteraban de lo que sucedía en la pantalla, dada la enorme entrega con que se profesaban sus caricias, lo que les obligaba a ver varias veces la misma película. Me produce sentimientos encontrados imaginármelos, porque son mis padres, pero a usted no tiene por qué sucederle. Además, hoy estamos en el siglo XXI, y ellos llevan muertos muchos años, por lo que siéntase libre de imaginar lo que guste.

Llegaron a argumentarme (con deliciosa ingenuidad, todo hay que decirlo) que la juventud ya no aprecia las dificultades que ellos tuvieron que superar, que brindaban a esos besos prohibidos un sabor infinitamente más intenso que los besos que nada cuestan y a quien nadie hay que ocultar.

La literatura y el cine se han alimentado de bellas y trágicas historias de amantes que no pudieron corresponderse o cuyos alientos estaban condenados a la fatalidad. Quizá Romeo y Julieta sea la pieza más famosa, pero no solo Shakespeare utilizó este conflicto eterno y universal. Ya la mitología griega recoge con su habitual crueldad casos de amores imposibles, con los terribles castigos que acarreaba contradecir los deseos de los dioses.

Los amantes de Teruel es un libro de Hartzenbusch más famoso por el refrán que por la enjundia de sus páginas y ese beso icónico que les condena a la eternidad. Allí es la falta de fortuna de Diego Marcilla la que se interpone para lograr desposar a Isabel de Segura, y el exceso de decoro de ella lo que conduce al desastre. Con Tristán e Isolda, Wagner firma su ópera más emocionante desde un punto de vista humano, mucho más apegada a los escollos del alma y al amor infinito y trágico que a las epopeyas con walkirias y dioses que animan su monumental tetralogía del Anillo de los Nibelungos. Curiosamente una pieza casi desconocida de Wagner, La prohibición de amar ya explora estos recovecos del corazón, pero era su segunda ópera, y solo se representó dos veces en vida de su autor, y las dos fueron un fracaso.

La biografía amorosa de Wagner fue turbulenta, y durante algunos periodos de tiempo también furtiva, como cuando mantenía una ardiente relación con Mathilde, la esposa del próspero hombre de negocios Otto Wesendonck, que financiaba al compositor y ponía en pie las costosas producciones de sus óperas. Este gran formato musical y dramático ha supuesto un caldo de cultivo perfecto para historias de amor atribuladas, como Otello de Verdi (de nuevo con Shakespeare de por medio), o Ifigenia en Táuride de Gluck, en este caso con el concurso de Goethe, que con Las desventuras del joven Werther sienta las bases en el siglo XVIII de lo que será la novela romántica hasta nuestros días, aunque con un final desgraciado donde los haya. En este caso el impedimento para ser feliz es que la bella Lotte ya está casada con otro hombre cuando el joven y fogoso Werther la pretende, lo que le conduce a uno de los suicidios pasionales más famosos de la historia de la literatura, y al que cabe atribuir no pocas muertes en siglos sucesivos, por imitación y exaltación de un romanticismo que por fortuna, ya no se lleva tanto. Hoy día la gente ya no se suicida por amor, sino por dinero o por hastío o por los efectos secundarios de mezclar barbitúricos con garrafón. 

Lancelot y Ginebra en la corte del Rey Arturo sufrieron y gozaron de un amor prohibido, como Calisto y Melibea en La Celestina de Fernando de Rojas. Ni los dibujos animados se sustraen a esta fórmula, y Walt Disney conmovió al mundo en 1955 con La dama y el vagabundo, donde la diferencia de clase levantaba un muro casi tan infranqueable como el que separó a Pocahontas del capitán Smith por motivos raciales. Y dando un salto espacio temporal, también Eduard Cullen y Bella Swan en la saga Crepúsculo hubieron de capear grandes obstáculos (en este caso la mojigatería de su creadora, Stephenie Meyers) hasta poder disfrutar de sus besos y caricias.

Son valores eternos, que conmueven a un gran espectro de la audiencia, entendiendo esta palabra en un sentido amplio. Nada despierta más la complicidad del público que una historia de amor trufada de impedimentos, que finalmente logra abrirse camino o bien a través del tiempo con la fuerza de la constancia o bien a través del acero o favorecida por el simple azar que los escritores que, cual demiurgos caprichosos, tienen la potestad de imprimir a sus historias.

Dice Bataille que «el sentido último del erotismo es la muerte», y quizá no le falta razón si repasamos lo que las crónicas, sumidas en la niebla de los siglos, nos refieren acerca de cómo vivieron su pasión Marco Antonio y Cleopatra.

Los dos murieron en el año 30 antes de Cristo, por lo que su explosivo romance tuvo lugar aproximadamente dos mil años antes de que mis padres, que por cierto compartían iniciales con la famosa pareja histórica, se dieran aquellos besos furtivos en el cine Doré mientras Elizabeth Taylor y Richard Burton hacían lo propio en la pantalla, en aquella inolvidable Cleopatra que Mankiewicz dirigió en 1963.

Mis padres estaban tan ocupados con lo suyo que tuvieron que ver la película una docena de veces.

No te pierdas...