Trabajo obeso: las calorías que consumía un trabajador del siglo XIX y uno actual

28 de junio de 2019
28 de junio de 2019
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Calorías que quemamos trabajando

Si esto fuera una sitcom de los 90, deberíamos hacer hincapié en el mensaje de este artículo con unos abrazos y un aprendizaje moralizante (en este caso, muévete, es lo mejor que puedes hacer por tu salud).

Pero al llegar Seinfeld a la parrilla televisiva las reglas cambiaron: tanto es así que todo el reparto se bordó camisetas con la única regla de esta nueva sitcom: «Nada de abrazos, nada de aprendizajes».

Así que dejemos a un lado el tono evangelista y el didactismo redundante y vayamos a los datos en bruto. ¿Nos movíamos más antes que ahora o viceversa? Más aún: ¿quemábamos más calorías en los trabajos que desempeñábamos antaño o en los que desempeñamos hogaño?

TIEMPOS MODERNOS

Saltemos de Seinfeld a Chaplin. Como podemos ver en la película de 1936 Tiempos modernos, de Charles Chaplin, el trabajo en una fábrica del siglo XIX resultaba de todo punto extenuante: semanas de más de 80 horas, salarios bajos y condiciones laborales que habrían puesto los pelos de punta a cualquier sindicato.

Para establecer una comparación entre esa clase de trabajos y los nuestros, vamos a fijarnos en un valor poco estudiado y, a la vez, bastante objetivo: el consumo calórico.

Calorías que quemamos trabajando

Dejando algunos países menos desarrollados, como China, donde muchos trabajadores de fábricas pueden echar jornadas de más de 90 horas semanales, en países modernos como Estados Unidos, un trabajador medio de una fábrica invierte actualmente 40 horas a la semana, es decir, casi un 50% menos que durante el siglo XIX.

A la reducción de tiempo, también hemos de añadir una reducción en el esfuerzo físico: hasta hace poco, el trabajo en las fábricas requería tanto o más esfuerzo que la agricultura. No solo se reduce el número de calorías que consumimos por las horas de trabajo, sino también el número de calorías por hora. Como no todos trabajamos en fábricas, vamos a desglosar esa inversión calórica por sectores.

Veamos la siguiente tabla expresada en kilocalorías por hora, según datos del Human Energy Requirements: A Manual for Planners and Nutricionists, de W.P.T. James y E.C. Schofield:

  • Cargar un camión: 435,9.
  • Minería de carbón: 425,3.
  • Trabajo con la azada: 347,3.
  • Jardinería: 322,7.
  • Trabajo doméstico: 196,5.
  • Trabajo en línea de montaje de coches: 176,5.
  • De pie, trabajo ligero (como atender en una tienda): 140.
  • Usar teclado sentado: 96,9.

Es evidente la gran diferencia en el gasto energético que suponen unos trabajos respecto a otros, y cómo los trabajos que requieren menos gasto energético son los que se están haciendo más comunes.

Un recepcionista, por ejemplo, gasta el equivalente en energía calórica a 3 rosquillas azucaradas, mientras que un minero gasta 15 rosquillas. Habida cuenta de que en el siglo XIX los trabajadores de las fábricas eran como mineros o agricultores, queda meridianamente claro cómo ha tenido lugar un descenso brutal en el gasto de calorías (si bien el consumo de rosquillas no ha dejado de crecer).

Calorías que quemamos trabajando

Estas diferencias son tan abismales que resulta mucho más fácil comparar el gasto calórico de diferentes trabajos actuales para asimilar hasta qué punto, transcurrido el suficiente tiempo, uno acumula un superávit de energía que solo puede conducir al sobrepeso.

Comparemos un trabajador de oficina con un trabajador de una fábrica de montaje de automóviles. A lo largo de un año de 260 días laborables, el segundo necesitará aproximadamente 175.000 kilocalorías más que el primero.

¿Cuánto son 175.000 kilocalorías? Lo suficiente como para correr casi 60 maratones (un maratón es una carrera de larga distancia que consiste en recorrer 42 kilómetros), es decir, un total de 2.520 kilómetros. Repitámoslo: el trabajador de una fábrica de coches recorre 2.520 kilómetros al día más que un oficinista, que es lo mismo que decir que el trabajador de una fábrica recorre cada día del año casi 7 kilómetros más que un oficinista. 7 kilómetros al día.

En otras palabras: los cambios en el gasto energético, por pequeños que sean, se van acumulando a lo largo de muchas horas de trabajo.

A lo largo de toda una vida, esos pequeños cambios pueden ser la diferencia entre estar en baja forma y sufrir sobrepeso y obesidad, y estar en buena forma y no sufrir sobrepeso y obesidad, tal y como explica el profesor de biología evolutiva de la Universidad de Harvard Daniel E. Lieberman en su libro La historia del cuerpo humano:

Durante los últimos millones de años de historia de la humanidad, nada ha cambiado tanto la energética humana como el bajo coste de trabajar en un despacho utilizando máquinas impulsadas por electricidad.

EL PECADO DEL CONFORT

En países desarrollados como Estados Unidos, solo el 11% de la fuerza laboral trabaja en fábricas. Cada vez hay más trabajadores dedicados a los servicios, a la información o a la investigación.

Es decir, que cada vez gastamos menos calorías por hora mientras trabajamos y cada vez es más gente la que se apunta a este frugalismo calórico.

Calorías que quemamos trabajando

La epidemia de frugalismo calórico es tan preocupante que incluso se han propuesto medidas más o menos eficaces para que, sencillamente, gastemos un poco más de energía en el trabajo: en el caso de los trabajadores de oficina, que en vez de pasarse todo el tiempo sentados, realicen su actividad mayormente de pie.

Los estilos de vida sedentarios están relacionados con un mayor riesgo de distintas patologías, como diabetes, obesidad y cáncer. La diferencia de la energía que gasta una persona mientras está de pie frente a estar sentada o acostada puede ser un factor clave que influya en los riesgos para la salud, como refleja un reciente estudio llevado a cabo por Francisco J. Amaro-Gahete, de la Universidad de Granada, y que ha sido publicado en Plos ONE.

El problema es más grave de lo que parece porque, tras la Revolución Industrial, no solo los trabajos resultan menos calóricos, sino también todo lo que nos rodea en nuestra vida cotidiana: coches, bicicletas, aviones, escaleras mecánicas, ascensores, electrodomésticos…

Por eso, si hace miles de años un cazador-recolector caminaba de 9 a 15 kilómetros al día, un estadounidense medio en la actualidad cubre apenas medio kilómetro. Incluso el aire acondicionado y la calefacción han reducido la cantidad de energía que gasta nuestro cuerpo para mantener una temperatura corporal estable. Como advierte Lieberman:

Si un granjero o un carpintero de tamaño medio que gasta aproximadamente 3.000 kilocalorías al día cambia de golpe a un estilo de vida sedentario al retirarse, su gasto energético se reducirá en unas 450 kilocalorías al día. Si no compensa esa diferencia comiendo mucho menos o haciendo mucho más ejercicio, acabará siendo obeso.

Ahora extrapolemos ese dato a absolutamente todos los cambios producidos en nuestro estilo de vida a lo largo de los últimos años, hasta el punto de que, si lo deseamos, podemos pasarnos el día tumbados en el confortable sofá viendo Netflix y comiendo nachos con queso y con el aire acondicionado a toda pastilla.

Nuestros cuerpos, sencillamente, han sido diseñados durante millones de años para obtener un número de calorías y usarlas, y ahora seguimos programados para obtenerlas, pero la tecnología no nos permite usarlas. Eso explica de forma muy evidente la epidemia de obesidad que sufrimos, así como que las enfermedades cardiovasculares sean la primera causa de muerte en los países desarrollados.

Y explica también que andemos obsesionados con las dietas o que nos apuntemos al gimnasio. Es el tributo que hemos pagado por vivir mejor. Como si vivir demasiado bien fuera, en efecto, un pecado capital, que nos ha trasladado desde Tiempos modernos, de Charles Chaplin, hasta Seven, de David Fincher. Películas que deberíamos ver, quizá, de pie.

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Yorokobu es una publicación hecha por personas de esas con sus brazos y piernas —por suerte para todos—, que se alimentan casi a diario.
Patrick Thomas

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