Camuflando a Buda

Los Dalai Lama llevaban desde 1642 ejerciendo el poder temporal en Tibet. En esta teocracia, el líder de la nación no era un título hereditario, sino que cada vez que moría el anterior depositario de la dignidad de Buda, los monjes del Monasterio Amarillo escogían a un niño muy pequeño como su próxima reencarnación. Pero en 1959 hubo un problema: los comunistas chinos querían secuestrar a Tenzin Gyatso, entonces un joven de 24 años, su última encarnación.
Su pueblo reaccionó con furia. Una multitud rodeó su palacio y levantó barricadas, dispuesta a impedir bajo cualquier circunstancia que los invasores pusieran una mano encima de su Buda particular. Durante seis días, los furiosos tibetanos y el ejército chino se mantuvieron frente a frente, con pequeñas escaramuzas. Pero los comunistas se cansaron de la situación y lanzaron un aviso: o se entregaba el Dalai Lama o bombardearían el palacio hasta destruirlo.
¿Qué debía hacer el joven Dalai Lama? ¿Huir o entregarse? ¿Morir con el palacio? Para salir de dudas consultó al oráculo de Nechung, que le aconsejó que dejase la ciudad. Una noche de marzo, el monarca se despojó del hábito de monje, se puso las ropas típicas de un campesino y depositó, ante el altar mayor, una bufanda de seda blanca. Un gesto tradicional en el momento de partir.
Disfrazado, como si llevase una de las nuevas Ray-Ban de Camuflaje, comenzó su largo periplo de 15 días por el Himalaya. La comunidad internacional le dio por muerto, pero al final reapareció en India, donde vive actualmente. Le acompañaron otros 70.000 tibetanos. Aunque nadie daba un duro por él, desde entonces ha pasado de símbolo religioso a símbolo de la paz. China le sigue considerando un peligro. El resto del mundo le ha dado un Nobel.
CAMO01

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