Carme Pinós, la mujer que cose la arquitectura al mundo

Carme Pinós

La mañana del 13 de abril de 1993 alguien llamó al teléfono del estudio de Carme Pinós en el 490 de la Diagonal de Barcelona. Nadie espera una catástrofe, pero las catástrofes, a veces, suceden. Y, a veces, se comunican por teléfono: «Se ha caído la cubierta de Huesca».

Efectivamente, la anterior madrugada, a las 04:00 h, la cubierta del Palacio de los Deportes de Huesca se había venido abajo. El techo de un edificio de 40.000 m2. La arquitecta tenía 38 años y, tras la llamada, no sabía qué iba a ser de su carrera y casi ni lo que iba a pasar con su vida. 

A principios de los 60, Carme Pinós aún no sabía que quería ser arquitecta. Era una niña que hablaba rápido y un poco cruzada, un poco cortada, girada y jovial. Hablaba un poco como las puntadas de una costura. La niña Carme tampoco sabía que era disléxica y a su conversación no se le daba bien ir enfilada; le gustaba más dar rodeos, girar e ir de atrás a adelante. No llegaba en línea recta, pero llegaba. 

Con siete u ocho años, en los viajes que hacía con su familia a Vallbona de les Monges, imaginaba cómo se podía hacer para que el pueblo fuese un poco mejor: que si movería esta calle, que si pondría la iglesia en este otro sitio. Aún no sabía que iba a ser arquitecta pero ya lo era. Con 13 años lo decidió. 

En realidad, fue su padre el que había decidido que su hijo mayor fuese arquitecto, pero como su hijo mayor prefería ser médico, Carme supo que le tocaba a ella. Que ella sería arquitecta. Y lo fue. 

En la Escuela de Arquitectura de Barcelona, Carme conoció a Enric Miralles y juntos formaron una pareja salvaje que puso patas arriba el panorama de la arquitectura española y europea. Eran libérrimos, eran inclasificables, eran volcánicos.

En la segunda mitad de los 80 y primeros 90, Miralles y Pinós levantaron algunas obras verdaderamente formidables, y eso que apenas tenían 30 años.

Carme Pinós

El Centro de Tecnificación de Alicante, el cementerio nuevo de Igualada, la escuela de Morella… En esos años también hicieron muchos proyectos que no se construyeron, como el de una pasarela sobre el Segre en Lleida. Era un puente saltarín y juguetón, que se entrelazaba con el territorio.

También de esa época era el proyecto del nuevo Palacio de Deportes de Huesca: un edificio formidable con una cubierta sujeta por tirantes que no se apoyaba en ningún momento en el edificio, sino que avanzaba sobre el paisaje. Una cubierta que parecía coserse al terreno. Una cubierta que parecía coserse al mundo.

El 13 de abril de 1993, a las 04:00 h, las costuras se soltaron y la cubierta del flamante Palacio de los Deportes de Huesca se desplomó. El edificio estaba en obras y, por suerte, a esa hora no había nadie trabajando. La catástrofe fue culpa de una mala ejecución de los cables y los arquitectos no tenían ninguna responsabilidad, pero eso no se supo hasta ocho meses después, cuando se hizo pública la auditoría.

En ese tiempo, Carme Pinós no sabía lo que estaba pasando ni lo que iba a pasar con su carrera. Hacía más de dos años que se había separado personal y profesionalmente de Miralles y el mundo de la arquitectura la estaba dejando un poco al margen, un poco de lado. De hecho, ella había montado su propio estudio en 1991 y no le llegaban los encargos; en sus propias palabras: «Reduje el estudio al mínimo y sobrevivía con tres pesetas».

Sobrevivió con clases y conferencias y con el resto de la obra anterior. Cuando se acabó toda esa obra anterior, Carme Pinós metió todos los planos en unos planeros y cerró los planeros con llave. Y no los volvió a abrir. En esos planeros estaba —y está— Huesca y el puente de Lleida. 

En los 90, Carme se presentó a cien concursos y no construyó casi nada. Pero siguió intentándolo: en La Habana, en Huelva, en el estadio del Betis… Hasta que el resto del mundo pareció recordar que Carme Pinós seguía existiendo y seguía siendo una fuerza de la naturaleza. Y la descubrieron en México, y en Guadalajara construyó una torre de oficinas que es un árbol: se llama CUBE I.

Una torre de oficinas sujetas por tres troncos de hormigón y con una fachada de madera porosa y parpadeante, que hace innecesario el aire acondicionado. Y en Zaragoza construyó un museo, el CaixaForum, que es como una roca. Que se hunde y, a la vez, se ancla al terreno para sobresalir, flotar y, en la noche, brillar. Que crea vistas y crea ciudad. 

Y en su ciudad, en su Barcelona, a la distancia de una respiración del Hospital de la Santa Creu, Carme Pinós ha cosido la plaza de la Gardunya. Donde antes había un parking, ahora hay una plaza que es un regalo de dignidad al Raval; una salida a la Boquería que es un mundo de perspectivas y porches y balcones; y una nueva Escola Massana que se abre a la plaza en una piel cerámica y permeable y que se vive como una calle. 

La Massana es quizá la mejor obra de Carme Pinós, el compendio de su estrategia como arquitecta. Un prodigio de caminos cruzados, entrecortados, abiertos a la luz y al aire. Un lugar cruzado, girado y jovial. Es, además, un edificio con cierta carga simbólica, pues la antigua Massana estaba en el hospital de la Santa Creu, justo al lado, que es donde trabajaba su padre, Tomás, el hombre que casi la obligó a ser arquitecta. 

Sí, ahora Carme Pinós es una figura reconocida. Acaba de recibir el Premio Nacional de Arquitectura y desde España se valora decididamente su carrera en solitario. Y si fuese escritor de ficción, me gustaría decir que esa carrera en solitario empezó con un momento dramático y decisivo, me gustaría decir que empezó con la catástrofe del Palacio de Deportes de Huesca. Pero en realidad, no. En realidad, la carrera de Carme Pinós comenzó exactamente el mismo año en el que decidió seguir sola. 

En 1991 presentó el proyecto para una nueva pasarela peatonal en la localidad alicantina de Petrer. Su primer proyecto en solitario. Era un puente juguetón y saltarín, que salta el arroyo como saltan las liebres y las ardillas. Pero no es solo un puente y un dibujo. «Cuando fui allí, me di cuenta de que había que darles un lugar a los vecinos. No podía ser un objeto». Por eso, la pasarela de Petrer regala dignidad y espacio.

Es paso, camino, plaza, puente, asiento y pérgola. Todo a la vez. Y también por eso, la pasarela de Petrer es, en realidad, un trozo de paisaje; un fragmento de territorio que se ha plegado y se ha cosido sobre sí mismo. De hecho, los planos parece que no se hubiesen dibujado con líneas sino con puntadas. Y desde los planos hasta la obra pasaron ocho años porque la pasarela tardó ocho años en empezar a construirse. Hoy, para muchos, sigue siendo su obra más sensible.

Carme Pinós tiene 66 años y está en plena forma. Tiene proyectos en América, en Europa y en Oceanía, sigue trabajando y es disléxica, aunque lo sabe desde hace poco. Ella es como su mundo. Acompaña con las manos cada conversación y habla rápido, un poco cruzada, un poco tímida, girada y jovial. No ha llegado en línea recta, pero ha llegado.

Último número ya disponible

#141 Invierno / frío

Sobre nosotros

Yorokobu es una publicación hecha por personas de esas con sus brazos y piernas —por suerte para todos—, que se alimentan casi a diario.
Patrick Thomas

Suscríbete a nuestra Newsletter >>

No te pierdas...