En el siglo I a.C., Marco Vitruvio escribió el primer tratado sobre construcción del que se tiene constancia. Dentro de sus Diez libros de arquitectura se aborda una idea muy sencilla y a la vez complicada de lograr. Cualquier estructura arquitectónica debe reunir tres cualidades que permanecen en equilibrio: las conocidas como firmitas, utilitas y venustas (firmeza, utilidad y belleza) han de estar presentes en cualquier proyecto que se precie.
Lo de las firmitas es algo lógico si no queremos que el edificio colapse antes de su inauguración, es decir, la construcción debe ser estructuralmente estable. Y las utilitas deberían venir implícitas al tratarse de un inmueble que alberga actividades en su interior. Si no, más que un edificio, estaríamos diseñando una escultura gigante que solo serviría para su contemplación.
Sin embargo, aquello de las venustas es algo más complejo. Para Vitruvio la belleza tenía que ver con la proporción natural. Y más concretamente, con la del ser humano. Porque la escala arquitectónica, al estar pensada para ser habitada, debe comprender las proporciones del cuerpo y estar aplicada correctamente en sus espacios interiores.
[pullquote]«Obtendremos la belleza cuando su aspecto sea agradable y esmerado, cuando una adecuada proporción de sus partes plasme la teoría de la simetría»[/pullquote]
Entonces, ¿cuándo podemos decir que un edificio es bello? O mejor aún, subamos la apuesta: ¿puede una construcción estable y útil seguir conservando su belleza si modificamos la función para la que fue diseñada en un inicio? Antes de responder a esta cuestión, conozcamos una fábrica situada en Sant Just Desvern.
Ricardo Bofill nació en Barcelona. Hijo de madre veneciana y padre catalán, la educación que recibió desde pequeño de su figura paterna, que era arquitecto, influyó en su porvenir sin que se diese cuenta. La disciplina arquitectónica le interesaba, así que comenzó a estudiar la carrera en su ciudad natal. Después de participar activamente en algunas de las revueltas políticas de la época, la universidad decidió expulsarle.
No querían alborotadores en las aulas y el joven Ricardo estaba muy comprometido con la causa. A sus padres no les quedó más remedio que enviarle al extranjero para que terminase sus estudios, pero ni con esas. Bofill regresó de su estancia en Suiza sin el título de arquitecto.
Quizás no podía firmar proyectos, pero el amor que sentía por la disciplina era incondicional. Buscando una salida, decidió fundar un estudio multidisciplinar que contara con ingenieros, urbanistas, sociólogos, escritores, filósofos y más arquitectos, que le permitieran tener un enfoque distinto y muy completo. Dicho y hecho.
Lo bautizó como Taller de Arquitectura y de allí salieron proyectos que marcaron una nueva línea de pensamiento dentro de la vivienda colectiva. Edificios de gran interés espacial como el Walden 7 en Barcelona y terriblemente bellos como la Muralla Roja en Calpe, que han trascendido nuestras fronteras hasta el punto de convertirse en algunas de las construcciones más fotografiadas de Instagram.
Cuando Ricardo Bofill visitó por primera vez la cementera de San Just Desvern, se encontró con unos silos inmensos, una chimenea altísima, cuatro kilómetros de túneles y unos cuartos de máquinas en buen estado. La fábrica se había construido en diferentes etapas del siglo XX y lo que allí descubrieron fue un collage plagado de tendencias estéticas de la época. El surrealismo estaba presente en escaleras que no llevaban a ninguna parte o en ciertos espacios potentes pero inútiles.
La abstracción podía intuirse en una serie de volúmenes puros que habían quedado destruidos. Y por último, el brutalismo, en algunos materiales tratados de una manera áspera pero escultórica. Al haber sido edificada en fases, el resultado de la fábrica era la suma de una estratificación de elementos, muy similar a lo que ocurre en la arquitectura popular.
Bofill quedó tan enamorado de la cementera que decidió quedársela, para convertirla en su casa-estudio. La intervención en el edificio sería la mínima para transformar los espacios industriales en residenciales, conservando al máximo el proyecto original. La fábrica se mantendría como una obra de arte.
Comenzaron las obras demoliendo parcialmente con dinamita y compresor algunos de los espacios que necesitaban ser readaptados. Esta operación duró más de un año y medio, lo que indica la delicadeza con la que se trató su ejecución. Un trabajo preciso que Bofill compara con el de un escultor, cuando se enfrenta al bloque de mármol para dejar salir su figura.
La siguiente fase consistió en dotar de vegetación a todo el conjunto. El edificio iba a volver a la vida y la naturaleza podía ayudar a conseguirlo. Con la idea romántica de una ruina que queda atrapada en el tiempo, las enredaderas crecerían por las fachadas, los patios y las terrazas, adueñándose de la construcción.
Y para el final dejó lo que para cualquier arquitecto habría sido el comienzo: anular la función del edificio para adaptarlo a los nuevos usos que iba a albergar. Dicho con otras palabras, Bofill se inventó un programa doméstico que ocuparía las estancias de aquella fábrica. Su estudio de arquitectura lo situó en los silos, en cuatro plantas conectadas por una gran escalera en espiral.
Un lugar donde se fomenta el trabajo en equipo y se genera un ambiente perfecto para la creatividad. Su propio despacho, en la primera planta, es un volumen minimalista de cuatro metros de altura. El espacio de trabajo queda abierto y luminoso, gracias a los grandes ventanales que dan a los jardines y que dejan que la luz natural entre a borbotones. Los túneles y galerías subterráneas se reservan como salas de almacenaje para el archivo y las maquetas.
Eso sí, Bofill reservó la zona más impresionante de la fábrica y la bautizó como La Catedral. El lugar donde se elaboraba el cemento lo transformó en una sala de conferencias y exposiciones, con techos de más de diez metros de alto. La materialidad del espacio, oxidado y con restos del conglomerante que se producía décadas atrás, conserva su estética industrial en nuestra memoria, como parte del código genético de lo que fue anteriormente. Las tolvas, amenazantes, tensan el espacio de La Catedral sobre una ligera mesa de conferencias.
Y así fue como Ricardo Bofill transformó una factoría abandonada, mientras nos regalaba una lección de arquitectura. Porque su proyecto rechaza por completo el manifiesto funcionalista que reza aquello de que «la forma sigue a la función». Bofill estaba convencido de que, si la intervención es lo suficientemente ágil, todo espacio bello y bien concebido se puede prestar a cualquier tipo de uso.
La fábrica es un lugar mágico que no pasa desapercibido. Ni siquiera para los productores de Hollywood, porque allí se ha grabado parte de la tercera temporada de Westworld. Es curioso, una serie futurista y distópica que utiliza un proyecto de 1973 como escenario. Su casa cementera es el mejor ejemplo de un proyecto que, aunque lleve décadas transformándose, siempre será una bella obra inacabada.