Antes de empezar, una advertencia: Quítese de la cabeza, amable lector, las ideas previas que tiene sobre Madrid. En esta ciudad, en la que caben tantos mundos, cabe incluso uno gigantesco como China.
Nada más bajarse en la estación de metro de Usera, occidente se vuelve oriente. Se llama Usera, pero podría llamarse Shanghai.
Solo en este barrio viven 8.000 de los 50.000 chinos residentes en la Comunidad y son dueños ya de más del 50% de los comercios de la zona.
Los principales bancos tienen empleados chinos e, incluso, sus escaparates están escritos en ideogramas. Hay colegios y guarderías, salas de baile, tiendas de novia, spas, templos budistas y taoístas, gestorías, gimnasios, librerías y hasta una residencia de ancianos donde nadie habla ni una palabra de español. Ni una.
No hablamos de farolillos y dragones para turistas como otros barrios chinos del mundo; Usera ‘es’ China en Madrid. Pasear por sus calles es viajar a una ciudad oriental por donde caminan algunos españoles, y no al revés.
Empanadillas de carne y opio
Muy cerca del metro está una empresa que se dedica al sabroso negocio de las ‘jiaozi’, esas empanadillas de harina de arroz. Son un vicio. Literalmente. En la carta de variedades hay unas jiaozi de carne y opio. ¡Opio! Imágenes de fumaderos y decadencia que rápidamente se desvanecen cuando el joven encargado nos explica sin pizca de humor:
«Es apio. No lo hemos podido corregir».
En el número 11 de la calle Nicolás Sánchez funcionará muy pronto el restaurante Baishun. Un grupo de jóvenes, bañados de pintura y polvo, arreglan el local con velocidad y tenacidad de hormigas:
«¿No les preocupa que en esta misma calle, casi enfrente, exista otro restaurante chino?».
Sonríen. Niegan con la cabeza. Vuelven al trabajo.
La competencia no es un problema en el Chinatown madrileño: las agencias de viaje, inmobiliarias, peluquerías, tiendas de alimentación y bares chinos se suceden uno tras otro. Hay de todo para todos. A pesar de la crisis, muchos de los más exitosos empresarios autónomos pertenecen a la comunidad del sol naciente.
Juan y no Cheung
‘Juan’ sale de su restaurante, Tang.
«¿Habla español?».
Tres de sus empleados han huído murmurando “español, no”. ‘Juan’ lo habla, sí, pero a su manera. Por supuesto que no se llama Juan, ese es su “nombre para España”. Tampoco sus compatriotas se llaman Miguel, María, Ana o José, sino Cheung, Zong Chan Ye, Yi Min o Xian.
Españolizar el nombre, por practicidad, es uno de los primeros pasos que dan los inmigrantes chinos cuando llegan al país.
La comunidad china, cada vez más numerosa, es también una de las más herméticas. No se suelen mezclar, procuran pasar desapercibidos, usan poco o nada los servicios y los espacios públicos. Tan poco, que se generó la leyenda urbana de que no hay chinos enterrados en España. El misterio se resuelve fácilmente: su último deseo siempre es descansar en su tierra natal y durante su vida ganan más que suficiente para pagar la repatriación.
Porque trabajadores son, muchísimo, sin horarios. “Se viene con objetivo”, dice ‘Juan’, “hacer dinero, ahorrar, traer a la familia, poner restaurante, dar un futuro”.
‘Juan’, fiel al mito, emigró a España sin dinero y sin idioma. Tras 21 años de amasar fideos, freír pollo y lavar platos, es dueño de varios locales en Usera. Ya no entra en la cocina ni lleva los números. Una mujer de negro, con uñas larguísimas pintadas a juego, es la que se encarga ahora de todo.
Este, ese, uno de la avenida principal hacen la lista sus propiedades. Próspero es la palabra que mejor lo podría definir. También excéntrico, también parlanchín. El ‘Juan’ del Tang pide que se lo recuerde. Suelta una carcajada estridente que rememora al personaje oriental de una película de aventuras.
Escrito en la fachada de su restaurante está el siguiente texto: “Al príncipe Felipe le gusta comer los fideos ramen y de la mano”. Más allá de la redacción, la curiosa referencia al heredero de la corona española es porque le gustan los fideos hechos a mano de un amigo de ‘Juan’, el dueño del famoso restaurante de Plaza de España, El Rey de Tallarines. Todo muy monárquico.
“Como si el demonio los hubiera cocinado”
Cuatro cosas fascinan a los chinos a la hora de comer: las gelatinosas, las que flotan en líquidos, las deshidratadas y las de colores. Estos descubrimientos y muchos más se pueden hacer en curiosísimos supermercados chinos de las calles Dolores Barranco y Rafaela Ibarra.
Lo primero que envuelve, al entrar, es el olor: penetrante, agudísimo, inclasificable. No se sabe si gusta o no, si es dulce o salado, marino o vegetal. La nariz se esfuerza, pero el cerebro no procesa: lo que no se ha percibido nunca no se sabe lo que es. Y luego entra por los ojos la explosión de colores: el dorado, el rojo, el verde. Los paquetes son tan fascinantes, tan exóticos, que dan ganas de probarlos todos. Bueno, casi todos.
Están los “huevos milenarios”: la yema es entre verdosa y negra y la clara es marrón. Estos huevos han estado enterrados durante meses bajo arcilla, cal y sal. En un artículo, un periodista calificó el sabor como “si el demonio los hubiera cocinado”. También hay que tener valor para probar la venganza china contra las enemigas del bañista: medusas salteadas flotando en un líquido viscoso.
Para estómagos aventureros, en el supermercado hay anguilas y crustáceos enormes, ¡vivos!, raíces, frutas de colores y formas imposibles, zumos donde flotan trocitos de… algo, caramelos de los que puedes comer el envoltorio, galletas dulces con ingredientes salados, gaseosas de calabacín…
A la hora del almuerzo, ‘Juan’ del Tang recomienda su menú de comida “china para chinos” por cuatro euros.
Una metáfora del barrio: no hay arroz tres delicias ni pollo con verduras.
Esto es Usera.
Fotos: Edu León