¿Por qué molaban las hombreras en los 80? ¿Y los flequillos cardados de principios de los 90? ¿Por qué ahora el pelo más cuidado es el de la barba? Ni el moderno más moderno tiene la respuesta. Las modas son efímeras y casi siempre llegan de algún lugar lejano.
Pero vengan de donde vengan, tiene que haber alguien que comience la cadena y asegure rotundamente: «esto mola». Y punto. Incluso después, cuando se extiende a otros lugares, la gente repite el pensamiento. «Esto mola». Nadie se pregunta por qué es guay.
Caleb Warren y Margaret Campbell, de las universidades de Texas y Colorado respectivamente, son dos expertos en marketing que han buscado las causas de este fenómeno. Del estudio que han publicado pueden extraerse algunas conclusiones bastante interesantes.
Tanto el trabajo de estos investigadores, como otros anteriores de expertos en comportamiento humano, revelan que ser guay no es una cualidad inherente a ningún objeto o tendencia, sino que depende de la percepción social. Así que, sintiéndolo mucho, no hay nada ni nadie que mole por naturaleza. Lo guay no nace, se hace.
Los gin tonic ya existían antes de que alguien les echara granos de pimienta o rodajas de pepino los domingos por la tarde. Las camisas de cuadros no gustan porque el estampado sea original. Las gafas de pasta no se llevan porque el diseño de la montura imite a los antiguos modelos curvados estilo secretaria. Son las personas las que le dan valor a todas estas modas basándose en sus pensamientos e ideas.
Las ciencias conductuales han ido aún más allá con otra dura afirmación: ser guay es relativo. Unos Levi’s cortados a tijera siempre van mejor que unos shorts comprados en H&M. Incluso entre los de H&M, algunos merecen la consideración de cualquier moderno de a pie antes que otros.
El resto de conclusiones son menos agresivas. Una dice que molar siempre se considera positivo. Y la última resulta bastante evidente para todos los que nadan fuera del mainstream: algo que es guay tiende a salirse de la norma.
Pero ser original no basta para molar. Si no se tiene cuidado, puede incluso causar el efecto contrario. Aunque la relación entre lo diferente y lo guay es complicada, Warren y Campbell se han esforzado por entenderla.
Estos chicos hicieron varios experimentos donde mostraron a los participantes diferentes marcas de varios productos para que eligieran el diseño más cool. En una de las pruebas, los objetos iban acompañados de una descripción que los posicionaba como normales, un poco peculiares o verdaderamente rompedores.
¿El resultado? Las versiones que consideraron más guays solían coincidir con las inusuales, pero siempre que su originalidad estuviera dentro de unos límites. Mientras que lo raro mola, la extravagancia no gustaba. Una marca medianamente singular tendrá más éxito que cualquiera de las típicas, pero los diseños llevados al extremo solo provocan rechazo, incluso entre los que están acostumbrados a vivir fuera de las fronteras de la normalidad.
Entre los objetos que utilizaron estos estudiantes había dos variedades de una aparentemente simple botella de agua. Uno de los formatos era de plástico, como cualquiera de las que se pueden encontrar en un supermercado; el otro era un poco más original: tenía dos colores (verde y blanco) y estaba hecho de cristal. Ante la pregunta de cuál les gustaba más, los participantes eligieron este último. El segundo recipiente tampoco era nada del otro mundo, pero sus características lo hacían diferente a los envases convencionales.
Según Warren y Campbell, las personas se deciden por los productos más atractivos y diferentes porque ellas también quieren distinguirse del resto de la sociedad. Es decir, cada uno elige lo que compra según el grado en que quiera sobresalir y esto depende a su vez de lo que le dicte su cabeza.
Los rebeldes, con o sin causa, los independientes y los que acusan a la sociedad de opresora, comprarán las marcas con diseños más arriesgados. Aquellos que prefieren sentirse arropados por la gente, evitan a toda costa la incertidumbre o son más masculinos, se decantarán por los productos menos innovadores.
En resumen, el secreto para el éxito de un diseño se basa en dos cuestiones: qué considera la gente que está dentro de la norma y qué cree esa misma gente que es demasiado extravagante. Cualquier cosa que se sitúe en un punto intermedio tiene bastantes posibilidades de convertirse en tendencia.
La paradoja llega cuando, una vez conseguida la popularidad, los cuadros se convierten en demasiado mainstream, todos los hombres llevan barba y las gafas de pasta aparecen en cada foto de Facebook. La buena noticia es que el responsable de todas estas tendencias ha conseguido causar tal impacto que lo singular ha pasado a ser normal. Lo malo es que, una vez alcanzado el culmen, tiene que volver a replantearse cómo conseguir otro hit.
¿Habrá alguna forma de salir del bucle normal-guay-normal? Que se lo pregunten a las hombreras…