Antes que el cine la literatura convirtió a las ciudades en personajes de las novelas. Benito Pérez Galdós lo hizo con Madrid, Fernando Pessoa con Lisboa, James Joyce con Dublín, Gabriel García Márquez con Cartagena de Indias y Roberto Bolaño con México D.F., por citar un puñado de autores que dotaron de vida a las calles que transitaron con asombro.
Escritores que se contagiaron del estado de ánimo que les insuflaba la ciudad en la que nacieron o vivieron o les marcó, por el motivo que fuera, para siempre, y que plasmaron en sus obras. En sus libros estos escritores cuentan sus ciudades como si fueran espeleólogos, arqueólogos y psicólogos, e incluso como dementes, más que como guías turísticos.
No hay rastro de grandeza ni monumentalidad, construyen su relato a partir de las ruinas de su recuerdo y sensaciones. Hacen memoria y cuentan lo que vieron cuando se mira con los ojos de un niño o de un extranjero. Vieron y escribieron que las ciudades duermen y se despiertan, ríen y lloran, callan y gritan, y que son tan hermosas como violentas, igual que lo son las personas que viven en ellas.
El cine ha personificado las ciudades desde su primer rodaje. Los hermanos Lumière en 1885 grabaron en la industrializada Lyon Obreros saliendo de la fábrica. 46 segundos que plasman lo que se convertiría en una realidad laboral durante mucho tiempo y que hoy apenas se ve. Directores y guionistas hacen de las ciudades más que un simple escenario en el que situar sus tramas. Son el eje de sus historias y no azarosas localizaciones. Las ciudades son un delta de sensaciones, cada ciudad evoca una película.
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En 1927 se estrenó Berlín: sinfonía de una gran ciudad. Un documental mudo protagonizado por aquella urbe berlinesa del periodo de entreguerras mundiales y paradigma de lo que estaba ocurriendo en ese momento en una Europa tan inestable como industrial y creativa. Desde entonces la ciudad es un campo de cultivo que nunca ha estado en barbecho. Ha pasado el tiempo y los creadores audiovisuales siguen recurriendo a ella para contarnos qué sucede a nuestro alrededor y qué nos pasa.
David Simon es el guionista y productor de The wire, una serie de culto que no se entiende sin Baltimore. Una ciudad que vemos cómo se viene abajo a través de la degradación de sus instituciones municipales, de la industria portuaria y de los medios de comunicación. Desplome que destruye de manera lánguida la vida de las personas que trabajan y viven en Baltimore. El personaje de Jimmy McNulty, interpretado por Dominic West, es el hilo conductor de la serie, una especie de mecha que conecta todo lo que salta por los aires en esta ciudad que aspiraba a ser otra cosa.
Con la idea de ser otra cosa es con la que siempre han vivido los hongkoneses. Su sensación es la de vivir en un lugar que avanza en una cuenta atrás. Desde que Hong Kong fue colonia británica los hongkoneses han vivido incómodos contando los años, los meses, las semanas y los días que faltaban para volver a ser parte de China. Ahora mismo están dentro de ese margen de cincuenta años que China les ha dado para que el cambio de condición no sea tan drástico.
En ese contexto, en concreto en torno al 30 de junio de 1997 (fecha en la que Gran Bretaña devuelve Hong Kong a Pekín), está ambientada la película La caja china, del director Wayne Wang. Una analogía política y sentimental personificada en la relación entre John, interpretado por Jeremy Irons, un periodista que vive en Hong Kong desde hace 15 años y Vivian, interpretado por Gong Li, una mujer procedente de China continental que trabaja como camarera, amante de un hombre de negocios local.
La convulsión que vive la ciudad estado cuyo nombre significa Puerto perfumado, es la misma que experimentan John y Vivian, quienes tienen que decidir cómo van afrontar el futuro. Dilema que comparten con Hong Kong. Mientras tanto el tiempo avanza y 2046 se acerca. 2046 es el año en el que, esta vez sí, Hong Kong será controlado desde Pekín. 2046 es el título de una película de Wong Kar-wai. Un año en el que de nuevo el cronómetro se pondrá en marcha. 10, 9, 8, etc., o 1, 2, 3, etc., de momento nadie sabe si será otra cuenta atrás o, esta vez, hacia delante.
Las vaporosas películas de Wong Kar-wai plasman lo que el director cree recordar que fue el Hong Kong que él vivió y las protagonizan personajes que viven historias de amor más imaginadas que consumadas. Una especie de limbo similar al que transitan, perdidos y desubicados, los occidentales cuando viajan a países como Japón. Quien ha visto la película de Sofia Coppola Lost in translation y ha estado en Tokio es fácil que se identifique con la pareja de solitarios y confundidos que interpretan Bill Murray y Scarlett Johansson.
Del mismo modo que no hay que nadar contracorriente en el mar, en la capital japonesa hay que bajar los brazos y dejarse arrastrar por esa corriente que ni entendemos ni sabemos adónde nos lleva. En ese desconocimiento y descontrol de la situación se produce una inesperada fluidez. Pocas veces vamos a tener la oportunidad de convertirnos en espectadores de lo que sucede a nuestro alrededor sin que nada nos salpique.
En Tokio uno se convierte en un maniquí que anda y siente confusas y ficticias emociones, las mismas que se apoderan de nosotros cuando nuestra casa es un hotel, lo mismo que les pasa a Bob Harris y Charlotte, los personajes que interpretan Bill Murray y Scarlett Johansson, respectivamente.
En esa habitación que dormimos solo hay presente, una especie de garaje en el que nuestras preocupaciones quedan aparcadas en batería y en donde la idea de futuro se desvanece en lo que tardamos en mirar por la ventana ese paisaje en el que los edificios han robado la luz a las estrellas. En silencio la ciudad de Tokio se apodera de la pareja protagonista de la película.
Un desubicado Bob Harris, un hombre maduro que aprovecha el rodaje de un anuncio de un whisky japonés para escapar de su vida en Los Ángeles y Charlotte, una solitaria e introvertida joven que acompaña a su marido fotógrafo. Dos personas que hacen del jet lag su estado perenne en Tokio, dos incómodas soledades que se encuentran en una ciudad atestada de gente en la que nadie se toca.
Tocarse no lo hacen siquiera Bob y Charlotte, que parecen disfrutar haciéndonos creer a los espectadores que entre ellos hay una complicidad sexual. Delicada intimidad que se manifiesta en una escena en la que los dos comparten cama en una habitación del lujoso Park Hyatt Hotel en el que se alojan y en la que él le roza el pie a ella.
Sutileza que se convierte en melancolía precipitada en la escena final en la que ambos se abrazan y Bob le dice algo al oído a Charlotte. Palabras que no escuchamos y que provocan que los ojos de ella contengan un sobrio llanto. Un verbo y un adjetivo que se repiten mucho en Tokio, una ciudad en la que la condición humana es más potencial que real.