Hacer una barbacoa o pintar un cuadro nacen de la voluntad. Y donde hay decisiones, hay críticos. Estos no quieren que pintes ni hagas barbacoas.
Domingo de barbacoa. El primer cumpleaños de un pequeño. En el parque, mesas y bancos de madera, seis o siete barbacoas de ladrillos, cuatro o cinco familias.
El organizador, el padre del pequeño, envió por correo electrónico instrucciones precisas para llegar. El día antes compró carne, refrescos y cervezas, los elementos para una barbacoa. Hora antes, lo llevó todo; llevó sillas y ocupó el único lugar donde los árboles arrojaban sombra.
—Son las dos —dijo Toni, uno de los invitados—. Habrá que empezar a encender el fuego, porque lleva un tiempo…
El organizador y Toni se dirigieron a la barbacoa escogida por el organizador, a unos metros de la reunión. Sobre ella había una bolsa de carbón y otros utensilios a manera de marca.
—¿Por qué no vas? —dijo mi mujer.
«¿Y qué puedo hacer, si no entiendo de barbacoas?», pensé. Pero no es la primera vez que escuchándola aprendo.
La barbacoa tenía tierra y cenizas, como si no se hubiera utilizado en semanas.
—No entiendo mucho —dijo Toni—. La gente piensa que como uno es carnicero…
—Hará falta leña —dijo el organizador.
Toni retiró las cenizas y la tierra con una piedra. El organizador fue a por agua para asentar el polvo que quedara. Fui a por leña por propia iniciativa. Limpia la barbacoa por los tres, Toni encendió una pastilla de fuego. Y nos turnamos, sin mucho concierto, para dorar las hamburguesas y los pinchitos. Uno de los asistentes se acercó:
—¿Cómo va?
—Aquí estamos… —dijo el organizador.
Algunas hamburguesas estaban quemándose, otras estaban crudas. Los pinchos más o menos lo mismo.
—Cuando venga (…) salvará la barbacoa —dijo el mirón.
El organizador, Jon y yo seguimos con la barbacoa.
—Cuando venga (…) salvará la barbacoa —dijo el mirón—. Él sabe de estas cosas.
El organizador, Toni y yo aprendimos a dar la vuelta a los pinchos. No es fácil. Algunos trozos de carne no giran a la vez que los demás. Las hamburguesas empezaron a salir, unas más churruscadas que otras. Nadie se quejó. Había hambre.
—He llamado a (…) —dijo el mirón—. Está a punto de llegar. Él salvará la barbacoa.
Los invitados querían más carne. Quedaron tan llenos, que dejaron cuatro hamburguesas huérfanas. Los pinchitos desaparecieron. Esto fue posible porque no escuchamos al profeta de las barbacoas anunciando la llegada del elegido. (Horas después supe que Neo apareció pasadas las cuatro de la tarde y se comió dos hamburguesas). Nos pusimos manos a la obra, y salieron cosas mediante ensayo y error. Y mientras, pasamos un rato divertido.
“Pero el crítico se comió la hamburguesa”, piensas.
El crítico hubiera muerto en la cueva de hambre y frío, mientras importunaba a quien tomaba la iniciativa de chocar piedra contra piedra: «Espera a que caiga un rayo». El crítico es quien dice: «esto tiene que arreglarlo alguien», y permite los accidentes. Se queja del tráfico, pero provoca embotellamientos en vez de caminar diez minutos. Dice que la originalidad ha muerto, pero no crea. El crítico forma parte de la historia, pero está fuera de ella, no la hace avanzar, no permite que hagas hamburguesas: quieren que creas que hay otros que «sí saben».