En nuestro frenesí cotidiano Mariano Rajoy suena a muy pasado. Lo anterior no es una afirmación política, sino una referencia temporal: últimamente pasan tantas cosas, y tan rápido, que parece que haga décadas desde que dejó de gobernar. Y han pasado apenas cuatro años.
Pero el expresidente no sale a colación solo por eso, sino porque presumía de ser un tipo previsible. Conservador como era (en lo político), le gustaba presentarse como alguien conservador también en lo vital. No por conservar cosas, sino por aguantar carros y carretas e ir con calma contra las presiones del exterior. ¿Recuerdas aquella campaña en la que iba «andando rápido»? La mejor metáfora de su forma de ser. Entendía que su principal valor era aportar certidumbre frente a lo que definía como las «ocurrencias» de sus competidores electorales. Si existía la zona de confort en política, Mariano Rajoy habitaba justo ahí.
No mucha gente definiría al expresidente como alguien moderno. De hecho, ese estilo reposado y clásico (conservador) chocó de frente con esas nuevas formas de hacer política que empezaron a aparecer en sus tiempos. Políticos más jóvenes, en mangas de camisa y sin corbata, con discursos directos y puestas en escena espectaculares. Pero, aunque suene contradictorio, el espíritu de Rajoy encaja bien con lo que se suponía que era la modernidad: algo previsible, adaptable, sencillo, cómodo.

TODO ADAPTADO PARA UNA REALIDAD CONFORTABLE
Piénsalo bien. Nuestras aplicaciones se preocupan en espiarnos para ofrecernos publicidad que se adapte a nosotros. Consumimos medios con los que estamos de acuerdo en lo ideológico. Seguimos en redes a aquellos que hacen cosas que nos gustan. Los resultados de nuestras búsquedas cambian en función del lugar en el que estamos. Esperemos que las páginas web que visitamos se adapten a la perfección a la pantalla del móvil, además de a la del ordenador, el reloj o la televisión.
Toda la realidad que hemos ido creando se ha basado en la comodidad. Todo se adapta a nuestros gustos, creando zonas de confort por doquier. Cámaras de resonancia en las que escuchar nuestra propia visión del mundo repetida con otras voces. Donde todo tiene el aspecto que nosotros queremos porque configuramos colores, tamaños y apariencias. Elegimos qué aplicaciones se ven en nuestra pantalla y qué otras se ocultan. Escogemos la imagen del fondo, la melodía de la llamada y hasta si la voz de nuestros dispositivos es de hombre o mujer. Y elegimos una funda en la que envolverlo todo.
[pullquote]Lo contrario de las certezas es precisamente la falla del sistema: estantes de supermercado vacíos, incertidumbre sobre el futuro porque todo se vuelve más caro, riesgo de despido, contagios inesperados que pueden ser mortales…[/pullquote]
La certidumbre es, en sí, la máxima aspiración humana. No queremos ser ricos solo por tener, sino por poder dejar de temer. Vivir despreocupados, como si eso fuera posible, es la mayor de las metas. Por eso, como es inaccesible, porque para algo la vida es imprevisible y nosotros vulnerables, nos encantan esos espacios de confort donde todo es como queremos que sea. Como cuando los niños ven una y otra vez, de forma compulsiva, los mismos capítulos o películas: hay otras, pero nada les garantiza que les vaya a gustar más que lo que ya conocen. En la repetición y la rutina hallamos seguridad. Decimos odiar la rutina, pero estos años la han puesto en valor.
Porque claro, hace no demasiado la cosa empezó a irse de madre. El mundo se convirtió en una de esas películas distópicas en las que todas las certezas desaparecen. Un virus nos obligó a quedarnos en casa. Una guerra nos dejó sin ciertos alimentos. En los últimos años ha empezado a volverse normal que las cosas puedan dejar de funcionar. Es algo que saben bien, por ejemplo, quienes han padecido problemas de salud que nada han tenido que ver con el covid: pasaron de tener la garantía de recibir un tratamiento adecuado al temor de que pasaran meses antes siquiera de que les pudieran dar una cita telefónica.

ATREVERSE A DEJAR DE TENER MIEDO
Lo contrario de las certezas es precisamente la falla del sistema: estantes de supermercado vacíos, incertidumbre sobre el futuro porque todo se vuelve más caro, riesgo de despido, contagios inesperados que pueden ser mortales… Quienes estaban ayer dejaron de estar, sin más. Lo que había se esfumó. Hubo un tiempo en el que ni siquiera podíamos contactar, y mucho menos ver, a aquellos seres queridos que estaban en un centro sanitario. Las cosas que se daban por sentado ya no existían, y eso provoca el miedo a que alguna vez puedan volver a estar garantizadas, si es que tal cosa existe.
En esas situaciones la rutina cambia de bando. Cuánta gente, sobre todo mayores, se negaron a llevar mascarilla en un principio y acabaron por llevarla incluso en entornos en los que no hacía falta. Cuánta gente, aún ahora, semanas después del fin de su obligatoriedad, siguen teniendo un miedo más o menos visible a despojarse de ella. Hemos pasado dos años sintiendo cierta ansiedad al ver en series y películas a gente sin mascarilla. Si hay algo más difícil de deshacer que la rutina es precisamente el miedo.
Y es que la certidumbre, esa disciplina mística que dominaba Rajoy, tiene un enorme peso cultural en nosotros. Sin ser conscientes repetimos hábitos, pero no por superstición, sino por inercia. Conducimos sin mirar los pedales porque sabemos que siempre están ahí, sin moverse. Y lo mismo tendía a suceder con nuestra vida, antes de que los apocalipsis cotidianos se llevaran la cómoda rutina por delante.
En mi casa, que son muy de frases hechas, ese peso cultural podría resumirse en tres sentencias, cada una de ellas asociada a una idea. Primero, la previsión («Quien guarda cuando tiene come cuando quiere»). Segundo, la predestinación («Si naces para martillo del cielo te lloverán los clavos»). Tercero, la inmutabilidad («Quien nace gatito muere gatito»). Traducido: estamos hechos para algo muy concreto, algo que, además, es inevitable, y casi mejor que te prepares por si vienen épocas que hacen peligrar ese destino tan claro.
Durante años nos hemos cansado de leer a gente animando a salir de la zona de confort, de arriesgarse a hacer cosas, a romper la rueda de rutina en la que vamos convirtiendo nuestras vidas. Pero, de pronto, la vida se encargó de eliminar esos espacios de certidumbre, de cargarse todo lo previsible. Por eso se mira con cierta nostalgia esa normalidad perdida. No es que guste la rutina, es que la necesitamos. Como quien apuesta siempre al mismo número de la lotería, como si eso le diera más opciones de ganar. A fin de cuentas, todos repetimos siempre la misma palabra como primera jugada en el Wordle, ¿no?