Ella estaba frente a mí en esa última cita fatídica y yo le dije, como ya escribiera Novalis en su poema Polen, que buscamos por todas partes lo infinito… y no hallamos sino cosas. Entonces bajó la mirada.
El infinito es una palabra de cuatro sílabas en casi todos los idiomas, y como tal, hay que desconfiar de ella. Pero pocos vocablos tan pesados han logrado acaparar tantas marcas comerciales, desde zapatillas de deporte hasta altavoces para escuchar a Wagner. Infinite también es un grupo surcoreano de guapos muchachos fotocopiados que está arrasando en las pistas de Asia, pero es ese ocho tumbado a la bartola el que nos subyuga desde las ecuaciones.
Tómese un trozo de cinta y únanse sus extremos tras imprimir un giro de media vuelta a uno de ellos. Obtendremos una cinta de Moebius, un ocho sin solución, una banda con una sola cara a pesar de sus tres dimensiones. En álgebra, ese 8 tumbado es un invitado frecuente por quien los matemáticos o físicos no sienten especial aversión, ya que los científicos están más habituados a un concepto que es muy agresivo para cualquier mentalidad no entrenada.
El infinito lo inventó un matemático griego para resolver una ecuación que no tenía solución. Lo curioso es que el cero es igualmente inquietante, pero todo el mundo parece comprenderlo, incluso antes de la crisis.
Zeno de Elea, en el siglo V a.de C., fue el primero que manejó el concepto en la Antigua Grecia, mientras en la Península Ibérica se mataban a pedradas por cosas bien finitas, como un oso o la mujer de la cueva vecina. Por las mismas fechas y latitudes, el astrónomo Hyparco era capaz de medir con asombrosa precisión la distancia entre la Tierra y la Luna. Los siglos de oscuridad que sobrevinieron con Aristóteles y el cristianismo harían retroceder el saber casi diez siglos… hasta el extremo de atribuir a Colón la demostración final de que la Tierra es redonda, ¡mil seiscientos años más tarde! Más que orgullo debería darnos vergüenza.
La poesía sinuosa del Ouroboros se infiltra también en el mundo de los números. El Ouroboros es una serpiente cuya cabeza muerde su cola; es la expresión zoológica de un fascinante guarismo. Aparece en símbolos celtas y vikingos, y estos últimos, que eran mucho más listos de lo que parecen en los dibujos animados, temían a la serpiente Jorgunmand, que se devoraba a sí misma mientras abrazaba el mundo en un ejemplo premonitorio del eterno retorno nietzscheano, o reinterpretando el mito de Sísifo. El esfuerzo inútil, circular, vicioso…
Pero nunca me sentí tan lejos del infinito como ese día en que ella volvió a mirarme, y en sus ojos leí que jamás correspondería a mi amor. En tres segundos mi vida se derrumbó.
Eso es el cero, y lo demás son tonterías.