Decrecimiento, la utopía que podría salvar al planeta

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Cuando Jason Hickel era un niño y vivía en África, el jeep con el que viajaban su padre y él acababa con el salpicadero y el parabrisas lleno de insectos. Hoy los parabrisas de nuestros coches llegan a su destino prácticamente impolutos. Eso que en la niñez de Hickel era lo normal hoy ya no lo es. Y lo cierto es que no indica nada bueno.

Este antropólogo, economista y escritor, catedrático del Instituto de Ciencia y Tecnología Medioambiental de la Universidad Autónoma de Barcelona (resumamos así su largo currículum) abre su libro Menos es más. Cómo el decrecimiento salvará al mundo, que escribió en 2021 y que Capitán Swing ha publicado en español en 2023, con esa anécdota de su niñez.

La alarmante reducción del número de insectos en el mundo denota un problema muy serio para la humanidad: sin insectos, el ciclo de la vida se altera. Que estén desapareciendo de manera globalizada es un indicador —otro más— del colapso al que el ser humano está llevando a la naturaleza.

Dice Hickel que el suyo no pretende ser un libro apocalíptico. Su intención es mostrar la posibilidad de sustituir un modelo económico estructurado en la productividad y el crecimiento sin límites por otro «basado en la reciprocidad con el mundo viviente». Es decir, cambiar el capitalismo por el decrecimiento.

LA LOCA IDEA DE VOLVER A LO ESENCIAL y ALCANZAR EL BIEN COMÚN

El decrecimiento o decrecentismo es una corriente económica y de pensamiento que defiende «una reducción planificada del uso excesivo de energía y de recursos para volver a poner la economía en equilibrio con el mundo viviente de forma segura, justa y equitativa», tal y como lo define Jason Hickel en su libro y defiende, entre otros pensadores, el economista e ideólogo francés Serge Latouche.

Se trataría de reconceptualizar el sistema de vida actual y acabar con el concepto capitalista de crecimiento infinito, sin ninguna meta, que, además de una sobreexplotación de recursos, genera grandes desigualdades sociales.

Porque no todos los seres humanos impactan de la misma manera en el medio ambiente. Para los decrecentistas, son los países más ricos del planeta los que más recursos consumen, limitando el acceso de los países más pobres a esos mismos recursos y a su derecho a crecer igualmente.

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Sin embargo, según los ideólogos del decrecimiento, esas desigualdades se reducirían dando acceso a la población más desfavorecida a los instrumentos necesarios para poder vivir más años y más saludablemente. Es, pues, una cuestión de justicia social.

Reducir ese consumo energético implica simplificar la vida de los ciudadanos, volver a lo pequeño y a lo simple, a lo esencial. En palabras de Hickel, «decidir qué cosas sí necesitamos (las energías limpias, la sanidad pública, los servicios esenciales, la agricultura regenerativa y mucho más) y qué sectores son menos necesarios —o destructivos desde el punto de vista ecológico— y deberían reducirse drásticamente (los combustibles fósiles, los aviones privados, las armas y los SUV, por ejemplo)».

Sin embargo, esto que algunos podrían llegar a identificar con crecimiento verde o con desarrollo sostenible es algo que los decrecentistas descartan. Para sus partidarios, son dos conceptos que no existen. La mera transición a energías verdes y limpias, que es a donde apuntan ambas corrientes, no bastaría para acabar con la sobreexplotación de recursos, más bien al contrario.

Si no acabamos con la idea de crecer sin límites —el crecentismo—, seguiremos teniendo una demanda energética tan grande y a tal velocidad que las energías limpias acabarían uniéndose a las sucias. Serían una más, no un sustituto.

Pero para implantar los principios del decremiento es necesario un cambio ideológico en la sociedad. Sería preciso, pues, acabar con los valores individualistas y consumistas, y reemplazarlos por otros de cooperación.

También obligaría a cambios en la manera de estructurar la producción y las relaciones sociales. Una medida sería la relocalización de la producción, lo que reduciría notablemente el impacto generado por el transporte de mercancías; o fomentar el reciclaje y la reutilización de productos. Es decir, acabar con prácticas como la obsolescencia programada y el despilfarro al que nos hemos acostumbrado.

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Raúl González, politólogo y CEO de Ecodicta, una plataforma que promueve la moda circular, el alquiler de prendas y la venta de segunda mano para disminuir su producción y fabricación, está de acuerdo con este cambio de paradigma consumista.

«Las ventajas incluyen vivir mejor, con menos; apreciar de verdad productos como la moda, olvidar la absurda idea de consumir por consumir y de acumular por acumular, mediante modelos como el nuestro, que se basa en disfrutar la moda a través de un armario compartido», opina.

«Decrecer, ante todo, significa evitar producción que ni se usa, y eso es incluso bueno para las empresas, porque optimizar la cadena de suministros y otros procesos a través de IA significa ahorro de costes».

Para Miguel Otero, cofundador de la plataforma comparadora de productos y servicios financieros SinComisiones, la teoría del decrecimiento es interesante porque resuelve, al menos de forma teórica, dos problemas que, en su opinión, son dos cánceres de nuestro tiempo: el cambio climático y la desigualdad social. Y entre otras ventajas, además de las medioambientales y sociales, cree que este sistema económico alternativo fomentaría planes e inversiones a largo plazo.

«Un problema muy grande que tiene el capitalismo es la constante competencia, que obliga a empresas y Gobiernos siempre a apostar por el corto plazo —explica Otero—. Los inversores y la competencia obligan a tener beneficios en el presente renunciando a beneficios futuros». El decrecimiento, por el contrario, es una apuesta a largo plazo.

¿DECRECER ES COSA SOLO DE PROGRES?

Al hablar de revertir el capitalismo y de buscar justicia social, con una clara apuesta por lo público y el bien común, es fácil pensar que el decrecimiento tiene ideología y que esta, además, es progresista.

Sin embargo, como explica Raúl González, los orígenes de esta corriente de pensamiento se sitúan, entre otros, en grupos apolíticos como el Club de Roma, un laboratorio de ideas formado por científicos, economistas, expolíticos e industriales de 52 países diferentes que se creó en 1968 y que se dedica a analizar y debatir sobre problemas complejos que afectan a todo el planeta.

Suyo fue el informe de 1972 que encargó el MIT poco antes de la primera crisis del petróleo titulado Los límites del crecimiento, y que ha tenido diversas actualizaciones posteriores.

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Pero lo cierto es que el decrecimiento suele ir ligado a ideologías de izquierdas en la época actual. Ahí se sitúan, al menos, sus actuales teóricos, como el ya citado Serge Latouche, Naomi Klein, Nicholas Georgescu-Roegen, así como los principales partidos partidarios del decrecimiento, como los verdes alemanes o nórdicos o las principales ONG como Greenpeace, tal y como aclara González.

No obstante, el CEO de Ecodicta añade que «también existen movimientos ecologistas y naturalistas de derechas. No en vano la persona que estableció los parques nacionales en EEUU fue Theodore Roosevelt, del partido republicano, y existen ideólogos incluso de extrema derecha francesa, como Alain de Benoist, y que cada vez tienen más fuerza en discursos lepenistas. Sin obviar que la mayor parte de la derecha actual es negacionista, ya no en torno al cambio climático, que es innegable, sino a su origen antropocéntrico».

¿ES SOLO UNA UTOPÍA?

Llegados a este punto, cabe hacerse una pregunta: ¿es el decrecimiento de la economía una posibilidad real o estamos solo ante una utopía?

Si hacemos caso a Latouche, el dilema ante el que nos enfrentamos en el planeta es «decrecimiento o barbarie». El decrecimiento es, pues, el único camino que tenemos para salvar al planeta. Y hay cada vez más voces, como la del ensayista, poeta, ecologista y profesor de Moral y Política en la Universidad Autónoma de Madrid Jorge Riechmann, que abogan por la «revolución del empobrecimiento», como afirmó en una entrevista reciente para eldiario.es.

Sin embargo, esta corriente de pensamiento también tiene sus detractores. Los críticos con este sistema entienden que el decrecimiento es contrario al progreso y al desarrollo tecnológico, tan necesario para conseguir una producción más eficiente o para desarrollar las energías limpias.

Esto, además, requiere de una inversión económica que, sin crecimiento, no podría darse. Por tanto, cuanto más alto es el PIB de un país, mayor será el bienestar del ciudadano, y el decrecimiento supondría, según sus detractores, un freno a la calidad de vida. Algunos, como el economista serbo-estadounidense Branko Milanović, consideran que esto sería «la inmiserización de Occidente».

«Bajo una perspectiva teórica, por supuesto que todo puede ser viable», opina Miguel Otero. Y aunque afirma que sería un planteamiento deseable y muy interesante, es cierto que resulta muy difícil de implementar y llevar a la práctica, si no imposible. Principalmente, porque conlleva dos retos muy difíciles de superar.

Por un lado, afirma el cofundador de SinComisiones, se necesita un consenso global. «Elegir decrecer en solitario es un suicidio geopolítico. Por triste que sea esto, es la realidad. Imagínate que Europa decidiera por su cuenta establecer un plan de decrecimiento y el resto del mundo no. En esta situación, Europa perdería mucho peso frente a otras potencias económicas y militares, que podrían someternos a su antojo, con el riesgo que esto conlleva para la calidad de vida de un país. Y de este reto surge la pregunta: ¿Cómo pones de acuerdo a todos los líderes globales para elegir decrecer?».

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Sería necesario, tal y como opina Raúl González, que las élites pensaran en términos de bien común y bienestar, y que lo hicieran en sistemas realmente democráticos, que promuevan la transparencia, la participación ciudadana, etc., donde esas élites no estén al servicio de unos pocos o de sus propios intereses.

Por otro lado, explica Otero, estaría el enorme cambio cultural y de valores que tendría que asumir la sociedad a nivel mundial, «tan grande que se antoja, a priori, inviable. Tendría que ponerse de acuerdo gente muy distinta, con distintas culturas y con un paradigma capitalista muy arraigado. Tendría que pasar algo muy grande y grave para que el conjunto de la toda población se dé cuenta de la necesidad de asimilar un cambio tan drástico».

Pero, tal y como afirmó Jason Hickel en un artículo que daba réplica a las críticas de Milanović hacia el decrecentismo, «dado lo que está en juego en la crisis a la que nos enfrentamos, debemos estar abiertos a nuevas ideas». Aunque suenen tan utópicas e irrealizables como aprender a vivir con menos.

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Patrick Thomas

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