Del rock al reguetón: ¿Por qué esta música responde a un trauma generacional?

Desde hace dos décadas, este género manda en las listas de éxitos. Sin embargo, se mantiene la incomprensión (y la crítica) de generaciones anteriores. Oriol Rosell habla de su origen, de su evolución y de esa ruptura cultural entre padres e hijos a causa del perreo
reguetón

En 2004, Daddy Yankee lanzó Gasolina. Ese compás machacón y pegadizo recorrió el mundo. Las letras repetitivas e hipersexualizadas se introdujeron en los altavoces internacionales a cuchillo, acompañadas de papichulos y dale don dale. Aquello, pensaba una parte del globo, no podía durar mucho. El clasismo y la superioridad intelectual arremetieron con chanzas a ese género que se hacía llamar reguetón.

Muchos jóvenes y maduros de entonces, acostumbrados al indie o al rock descafeinado, lo vieron como una anécdota pasajera. Dos décadas después, la verdad desagradable asoma: Don Omar no se quedó en el camino, sino que abrió la veda a centenares de grupos, dio visibilidad a un estilo que venía de lejos y provocó la conquista total del género. La música latina colonizaba listas de éxitos y ventas, se expandía a geografías ignotas y se convertía en la banda sonora de un público sin prejuicios.

Ya no era un reducto de cantantes con mote y sintetizador, sino la influencia en artistas globales como Enrique Iglesias, Luis Fonsi o hasta Ed Sheeran. ¿Lo malo? Seguía la brecha entre quien se sumaba al perreo despreocupado y quien seguía criticándolo por su liviandad u obscenidad. Los bandos estaban claros: adolescente felices por un lado, adultos perplejos por otro. Y, entre medias, un irresoluble trauma generacional.

De esta ruptura ha partido Oriol Rosell a la hora de escribir Matar al papito. Por qué no te gusta el reguetón (y a tus hijos sí), publicado recientemente por Cúpula. El periodista combina divulgación musical, reflexión cultural y bastante sorna para explorar las músicas urbanas —desde el trap hasta el drill, pasando por el dancehall y el dembow— y para analizar su nacimiento, el auge y lo que revelan sobre quienes las desprecian.

Su título alude, sin sutilezas, al clásico complejo de Edipo y a un cisma simbólico: el del canon musical construido por padres —literal y metafóricamente— que se sienten desconcertados ante un movimiento que ya no entienden, pero que sigue hablándoles a gritos desde la habitación contigua. «Es curioso, porque nació como un encargo para hacer una guía de músicas urbanas para adultos confundidos, pero cuando me lo propuso David Figueras, el editor, dijo: “Yo no entiendo la música que escuchan mis hijas”, y supe lo que quería hacer», explica el autor.

Tal incomprensión, nada exclusiva, ha definido siempre las relaciones intergeneracionales. Pero aquí hay algo distinto. «El indie no fue la muerte del padre. Y el relato del punk se magnificó, pero creo que el auge de las músicas urbanas supone una ruptura real, comparable a la del rock and roll: por cómo surge, cómo se distribuye y cómo refleja los anhelos y conflictos de los jóvenes», afirma Rosell, nacido en Barcelona en 1972.

Como ejemplo, basta mirar hacia atrás: el rock de los años 50 desató el pánico moral entre padres conservadores; los Beatles revolucionaron el pop con guitarras melódicas y melenas sospechosas; el punk de los Sex Pistols escupía sobre el orden establecido; y en España, desde Los Brincos a Mecano o Alaska y Dinarama, cada oleada trajo su dosis de escándalo y fascinación. Hoy el patrón se ha roto: no hay un relevo claro para esos nombres.

«En el caso español de los años noventa, no hay reemplazo de grandes grupos pop. Saldrán los indies, como Los Planetas o Vetusta Morla, pero queda un vacío generacional», indica el periodista. Ese hueco lo ocupa el reguetón, ya en el siglo XXI. «Hay un cambio con el equipo Luny Tunes, que le da una pátina muy sofisticada y compleja, con unos acabados más pop, más para el padre común. El antiguo, al principio, era más crudo», explica Rosell.

La profesionalización del género, junto al salto digital, lo ha convertido en industria. Solo Bad Bunny, uno de sus mayores exponentes, acumuló más de 35.000 millones de reproducciones en Spotify en 2022, y fue el artista más escuchado del mundo tres años consecutivos. En 2023, Karol G vendió más entradas que Beyoncé en su gira por Estados Unidos. Y Gasolina, el punto de inflexión, ya supera los mil millones de reproducciones. No es una moda: es hegemonía.

¿Por qué, entonces, irrita tanto? Rosell apunta varias claves. La primera, generacional. «Cada generación cree que su música es mejor. Pero aquí falta la conciencia de los mayores, que no se sienten adultos. Se le suma que el pop rock ha perdido creatividad y empuje. Y entonces llega esto: una música que no entiendes, con códigos distintos, y se genera el choque». El problema, sostiene, no es el reguetón. Es la dificultad de asumir que uno ha dejado de estar en el centro de la conversación cultural: «Uno tiende a entender el mundo a través del prisma propio. Pero los ítems que marcaban el nuestro ya no existen».

Un segundo factor es el ideológico. «En el caso español hay un sesgo de clase muy claro. El reguetón viene de sociedades maltratadas, de la periferia, del barrio. Sobre todo en España —no tanto en otros países— hay un rechazo que tiene que ver con eso. Me pregunto muchas veces qué pensaría la gente si fuera cantado por estadounidenses blancos». No es una hipótesis descabellada: Despacito, de Luis Fonsi y Daddy Yankee, no fue número uno global hasta que Justin Bieber se subió al remix. Hoy es la canción más reproducida en la historia de YouTube, con más de 8.200 millones de visualizaciones.

¿Y sobre el sexismo o las letras inocuas? «Claro que las canciones son banales. Pero también lo eran muchas de las músicas populares de antes. Con la diferencia de que entonces venían con la promesa de cambio, de revolución. Ahora el producto es más comercial y nadie espera que cambie el mundo. La generación del urban es más realista capitalista. Ya no se cree los grandes relatos», responde el autor.

A eso se suma la etiqueta. El urban, según Rosell, no deja de ser una categoría atravesada por el sesgo étnico, que agrupa las músicas negras. «Nunca se le ha llamado urbano al punk o al pop ni rural al folk o el bluegrass, aunque también hablen de lo cotidiano. Pero con las músicas latinas o negras sí. No creo que haya sido música marginal. Querían hacerse mainstream y ganar pasta», añade.

Para Rosell, el reguetón (y, por extensión, las músicas urbanas) son un fenómeno transnacional, sin sede fija: «No se puede decir que nació en Panamá o en Puerto Rico, porque nació en tránsito. Es fruto de una coyuntura muy particular, de movimientos migratorios, de cruces culturales, de apropiaciones y mestizajes». En los 80, el «reggae en español» se desarrolló en Panamá influido por el dancehall jamaicano; en los 90, DJ puertorriqueños lo fusionaron con rap, hip hop y dembow dominicano. Lo que hoy llamamos reguetón fue, y sigue siendo, una música nómada.

«No son tantos géneros, pero sí mucha mezcla —insiste Rosell—, y ahí es donde se hace difícil clasificar y comprender». A ello se suma la desconexión cultural: «Lo que revela el desencuentro es la falta de conciencia generacional de los padres. La idea de adultez se ha disuelto. La meritocracia y el progreso se han hundido, y nos han convencido de que lo bueno es ser joven. Te lo crees escuchando cosas nuevas y antiguas, pero llega esto y no lo entiendes».

Rosell reconoce que escribir el libro le cambió la perspectiva. «Lo he complejizado. No es que ahora escuche reguetón todo el día, pero lo entiendo mejor. Y eso ya es algo». Sí, lo es: más allá de las afinidades personales, Matar al papito propone una reconciliación con el presente. Aceptar que el canon se ha movido, que no somos eternamente modernos y que entender —o, al menos, intentarlo— es un gesto político. Aunque no te guste el dembow y creyeras que el surtidor de gasolina se acabaría en los puestos periféricos de feria o en las verbenas de verano.

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Patrick Thomas

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