El espacio puede sanar. Es lo que uno piensa al llegar a la Unidad de Oncología Pediátrica del Hospital Gregorio Marañón en Madrid. Después de atravesar pasillos y salas de decadencia soviética, se abren las puertas del ascensor y aparece ante el visitante el escenario de una peli de ciencia ficción.
Toda la planta ha sido decorada para parecer una nave espacial. Las paredes están salpicadas de estrellas, las puertas de las habitaciones tienen cables y códigos de acceso. Es una nave infantil en tonos pastel.
Judith Francisco Baeza fue una de las constructoras de esa nave. Esta diseñadora forma parte del equipo Playoffice, encargado de dar un lavado de cara a la planta. El trabajo les llegó de la mano de la Fundación Juegaterapia.
«Dibujamos un plano e imaginamos el viaje emocional del paciente, señalando los momentos que serían más duros», explica Baeza. E intentaron transformar esos momentos, gracias a la arquitectura y el diseño, en parte de un juego. «Planteamos todo el proyecto como un viaje lunar. El niño va a conocer el espacio y tiene una misión muy importante: ponerse bueno».
Convirtieron los puntos especialmente sensibles, como la sala de resonancia magnética, en un campo de juego donde tranquilizar y dar información al niño para que supiera qué iba a pasar. Humanizaron los pasillos y las zonas comunes para convertirlos en lugares de encuentro, donde enfermos y familias pudieran socializar. Y, para los casos en los que el cáncer impide hasta eso, intentaron hacer la estancia lo más llevadera posible.
«Había un lugar muy sensible en la unidad de trasplantes de oncología, se llamaban habitaciones de aislamiento» explica Francisco. En ellos, el niño está totalmente aislado del exterior porque acaba de recibir un trasplante y está inmunodeprimido. Este aislamiento puede durar días. O semanas. Ellos cambiaron el nombre de habitaciones de aislamiento por el de estaciones lunares.
[pullquote]«No hay que entender la estancia en el hospital como un paréntesis en tu vida, hay que seguir viviendo dentro» [/pullquote]
Y transformaron el lugar en torno a este concepto. Las habitaciones tienen mapas de las estrellas, se entra a ellas con un código de acceso. En cada habitación hay una tablet con una interfaz futurista desde la que pueden modificar las luces de la habitación, jugar o chatear con amigos del exterior.
«Cuando entran en esta unidad, los niños pierden el control sobre sus vidas», relata la diseñadora. «Queríamos que con pequeños gestos recuperaran la sensación de tener el control. Y sobre todo, que tuvieran algo que contar cuando salieran fuera».
Después del hospital Gregorio Marañón llegó el de la Paz, el Niño Jesús y San Ildefonso. PlayOffice se fue adentrando en el diseño sanitario infantil, una intersección muy concreta y muy abandonada. «No es que no se practique, es que se hace desde otra perspectiva», matiza Judith Francisco.
La arquitectura sanitaria, históricamente, se ha centrado en la eficiencia, en crear espacios ventilados, funcionales, fáciles de limpiar. «Nosotros no partimos de la eficiencia, sino de la emoción», asegura. Consiguen, jugando con el espacio, que las familias y los enfermos salgan de la habitación y se acerquen a los espacios comunes, que hablen con gente que está en la misma situación.
Hablar, aseguran, puede curar casi tanto como las medicinas: «Es una terapia no reglada, socializar ayuda. No hay que entender la estancia en el hospital como un paréntesis en tu vida, hay que seguir viviendo dentro».
Uno pensaría que dentro de un hospital las reglas son más estrictas y cuatro diseñadores con la cabeza llena de ideas locas se encontrarían con muchos límites. Pero no ha sido así. «Tenemos que trabajar con el departamento de medicina preventiva, que se ocupan de que sea fácil de limpiar, que no sea material absorbente, que no acumule polvo… Pero nos ha sorprendido el margen tan grande que tenemos, porque el beneficio de tener un espacio humanizado es mucho mayor que el tener que reforzar los servicios de limpieza».
[pullquote]«Nosotros no partimos de la eficiencia, sino de la emoción»[/pullquote]
Analizado el hospitalario, pasemos a analizar el otro eje de la intersección PlayOffice. «Nos interesamos por el diseño y la arquitectura infantil por una sencilla razón: tuvimos hijos», explica Francisco. Ella era diseñadora y directora de una agencia de publicidad; su marido, arquitecto. Su hermano y su mujer se dedicaban al ocio infantil.
En una reunión familiar empezaron a hablar de cómo apenas veían buen diseño infantil. «Lo hay en el ámbito de los juguetes, pero no en el mobiliario o el espacio. Y pensamos que había margen, que la educación de los niños se puede completar con un buen diseño, que el tándem buen diseño y buena estética haría que los niños fueran más exigentes».
Empezaron a darle vueltas, cada uno desde su trabajo, se hicieron una web y empezaron a subir prototipos. También crearon algunos en su casa. Se dieron cuenta de que disfrutaban el proceso. Y de que sus hijos lo disfrutaban aún más.
Crearon una red de lectura, que hacía las veces de hamaca gigante y salvaba el hueco entre dos pisos en una antigua biblioteca. Hicieron, así, que los niños vieran la lectura como un juego. Crearon una caja de música gigante, transparente y transportable para que los críos pudieran tocar instrumentos en el salón sin generar demasiado ruido. Crearon ideas locas, divertidas, con un elemento tachán tachán, pero una finalidad práctica clara.
En Playoffice entienden el diseño como una herramienta de convivencia, un medio para potenciar las cualidades de los niños. Por eso cuando les ofrecen un proyecto, antes de analizar planos y proporciones, analizan los sentimientos de quienes lo van a habitar.
«Lo primero que pensamos es qué sucede ahí, cómo se siente la gente y qué debería sentir. Porque los espacios deberían generar emociones». Esta máxima, que se cumple con los adultos, es aún más acusada en los niños. «Con ellos todo es mucho más intenso, más inmediato, más a flor de piel», reflexiona la diseñadora. Quizá por eso crear espacios para ellos es tan gratificante. Y tan necesario.