El chivo expiatorio

2 de septiembre de 2013
2 de septiembre de 2013
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Ante un equívoco nos encontramos con dos tipos de personas, las que dicen: “Me he explicado mal”, y las que acusan: “No me has entendido bien”. El matiz es muy importante. Piénsenlo, seguro que a su alrededor hay ejemplos de ambos grupos. Sendas respuestas conforman la punta del iceberg de la personalidad de sus enunciantes, pero por desgracia, la segunda postura es mucho más frecuente.

Desde temprana edad son ellos los que dicen “Mamá, el profe me tiene manía”. Más tarde es su jefe quien no valora sus aptitudes y luego su pareja, que debe lidiar con seres incapaces de asumir ni un gramo de responsabilidad en los males que les suceden. Piensan: “he sido impecable, ningún reproche puede hacérseme pues he obrado con el máximo rigor, sentido común y buenas intenciones.  ¿En qué cabe afearme mi conducta? En nada”.

No importa si se habla de la vida íntima, la pública, el trabajo o las aulas. El error siempre lo han cometido los demás.

Nunca hemos escuchado (ni lo haremos) a Mourinho admitir un error ni por supuesto a ningún político de primera fila. Los segundones sí lo hacen y dimiten incluso. Me refiero a España, no a Alemania, Reino Unido o Japón, donde tienen otros problemas de carácter, pero no el de la búsqueda constante del chivo expiatorio. Aquí la culpa es de la crisis, del gobierno, del clima, de nuestra pareja, de una maldición maya o del árbitro.

La expresión ‘chivo expiatorio’ procede de una más de las tradiciones sangrientas de las religiones monoteístas, en la que un rabino traspasaba los pecados del pueblo a un pobre macho cabrío y después se lo cargaba a cuchilladas. La culpa pues, la tenía el chivo. Por la gracia de Yavé.

Todavía hay quien sostiene que la culpa de la segunda Guerra Mundial la tuvo Hitler, no sus millones de entusiastas y fervorosos correligionarios. Prueba de ello, el falso (pero impresionante) spot de Mercedes donde atropellan al pequeño Adolf.

Para Pocholo, la culpa era de la noche que le confundía. Y para la noche, la culpa era de Telecinco. Vivimos en un mundo lleno de Bart Simpson que dicen “¡Yo no he sido!” a la menor ocasión, aunque no lleven cocaína en la cartera.

Las excusas que más irritan son esas que atribuyen a “la medicación” conductas antisociales o directamente criminales. Ortega Cano, Mel Gibson, John Galliano (aunque a este pobre le hicieron la cama) o la irascible y antipática Naomi Campbell entran en esta categoría.

Ana Rosa Quintana le echó la culpa al negro de su flagrante plagio en su libro Sabor a hiel, Lucía Etxebarría a Interviú, Camilo José Cela a la editorial Planeta, y Pérez-Reverte a la avaricia de su demandante. Ninguno admitió jamás lo incontestable de su vergonzosa apropiación.

Cuando nuestro infalible monarca dijo aquello de “Lo siento. Me he equivocado. No volverá a ocurrir” mientras miraba fuera de cámara, en pijama y con muletas tuve que frotarme los ojos. El rey no culpó a los elefantes, ni al mal estado del bungalow desde el que sufrió la caída, ni a la maledicencia de los medios de comunicación. No soy nada sospechoso de ser monárquico, pero corríjanme si afirmo que nunca hemos escuchado tamaña disculpa a ningún personaje público, sin señalar a cualquier otro factor, humano o divino, como causante de la calamidad de la que se le acusa.

Y si no han captado el sentido de este artículo, la culpa es de ustedes, por aventurarse a leerlo.

No me han entendido bien.

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