Alguien le dijo una vez que para ser universal tenía que hablar de su aldea y parece que acertó a la primera. Su mamá se lo dijo: “Tu película es buena porque demuestra que todas las mujeres hemos sido agredidas en algún momento”. Jhonny Hendrix Hinestroza esboza media sonrisa mientras habla. Su opera prima, Chocó, ha gustado mucho en Colombia y el extranjero. “En el festival de Berlín”, recuerda, “una mujer blanca, rubia, vino cuando acabó la película y me abrazó. Estuvo así como 10 minutos, llorando y me dio las gracias por haber contado su historia ”.
Hendrix Hinestroza es un hombre corpulento; su voz resulta grave, cavernosa. Ignora por qué su madre le puso Jhonny, aunque se imagina lo de Hendrix e insiste en que su apellido Hinestroza, también importa. Hace 37 años que nació en el Chocó, departamento costeño que hace frontera con Panamá. Su primera película es un homenaje a la mujer de allí, la que evita rendirse, una fábula dolorosa en mitad de la rica selva colombiana.
“Me gustan las pequeñas historias rurales, tiernas”, comenta el director, una ternura que se reduce a la relación de la protagonista con sus hijos. Todo lo demás es pura espina. Su marido le viola día tras día cuando vuelve borracho a casa, una choza de palma y madera cuyo único lujo son las mosquiteras que cuelgan sobre las camas. El tendero del pueblo le fía a cambio de algún que otro polvo rápido en la trastienda. Anda decenas de kilómetros cada día para buscar oro en una mina a cambio del almuerzo y unas pocas monedas…
Chocó es una muestra del nuevo cine colombiano, una disciplina que inauguró hace ya algunos años Víctor Gaviria con las aclamadas Rodrigo D: no futuro y La vendedora de rosas. Igual que las anteriores, Chocó y otros títulos como Sumas y Restas, Perro come perro, Rosario Tijeras o La Sirga siguen la estela hiperrealista de las dos primeras. Muchas emplean actores aficionados, gente de la calle. En Chocó, por ejemplo, solo la protagonista es actriz profesional. A los demás los contrataron para que se interpretasen a sí mismos y replicasen su mundo injusto frente a las cámaras.
El drama de estos actores es que muchas veces no les queda otra que volver a la calle. Lo explica Giovanny Patiño, uno de los pocos supervivientes de La vendedora de Rosas. En un paseo por barrio triste, la zona de Medellín donde se rodó la película, Patiño enumera: “La protagonista –entonces una niña- está en la cárcel, el Zarco murió igual que los demás. Solo queda aquel que está allí. Vamos”. Se refiere a un joven vejestorio que está tirado sobre una manta empapada en mitad de la acera. Es uno de los dos chiquillos que en la película se pasan el rato sobre una bicicleta. Dice que no le fue mal –está vivo después de 28 puñaladas y unos cuantos balazos- y que ahora vive “tranquilo” en su manta, con su mujer y su perro.
Patiño fue quizá quien mejor encauzó su vida tras la película. De hecho, ahora mismo vive inmerso en la grabación de su opera prima como director, Lola Drones, “una historia de amor que sucedió en este barrio, cuentos de paramilitares que se creen dioses terrenales y tienen 15 peladas a su disposición”.
Este año es el primero en que el cine colombiano estrenará 20 películas. “Nuestra industria está en pañales”, explica Hendrix Hinestroza, “casi no hemos adquirido identidad cinematográfica”. Pese a ello, el mundillo está en efervescencia. Los cineastas quieren contar historias de un país en conflicto permanente y cada vez van a más.