Ejecutivo, legislativo y judicial, los tres poderes de un Estado democrático, convenientemente separados y reconocidos. Supuestamente para completar la ecuación, para darle una especie de certificación en democracia, había que añadirle un cuarto poder, los medios. Ellos, los vigilantes, los que denunciarían injusticias y velan por los intereses comunes. Si eso es el periodismo, el periodismo ha muerto.
La crisis que vive la prensa tiene que ver con muchas cosas. Es un tema recurrente de debate entre colegas de profesión, siempre dados como somos a filosofar y a dar nuestras teorías sobre todas las cosas. De hecho, es una especie de guerra civil cansina y recurrente. A un lado, los que culpan de la crisis a internet, a los contenidos en abierto, al ‘gratis total’. Del otro, los que culpan a la decadencia del periodismo, su pérdida de principios, su vaciado de profesionalidad.
Si te paras a pensarlo, una cosa lleva a la otra. Como se invierte menos en hacer periodismo salir a tumba abierta regalando contenido se convierte en un suicidio colectivo. Pero también salir en abierto regalando un contenido pésimo es una forma de morir asegurada. La cuestión es que, por una u otra, el sector vive una especie de reconversión industrial, de cambio de modelo. «Cambio de paradigma», lo llamamos ufanos los profesores en las universidades.
Yo, si me preguntan, soy de los segundos. Es normal: soy joven, llevo prácticamente toda mi carrera profesional trabajando en la Red y creo firmemente que esto de internet no es el enemigo que come niños sino, precisamente, el único medio posible que tendremos algunos para dar de comer a nuestros niños. Para mí la crisis no es internet, sino la mierda (¿se puede decir «mierda»?) que hacemos. Como suele pasar con las cosas, nada sucede por sí sólo, sino que todo es consecuencia de algo. Esta historia es la de una perversa pescadilla que se muerde la cola (envuelta en papel de periódico).
El primer factor que destacaría, el más importante, es el desenganche de la audiencia. El otro bando de esta guerra civil diría que se desenganchan porque para qué van a comprar algo que ya está gratis en la Red. Yo creo que se desenganchan porque para qué van a comprar algo que apenas aporta nada. Los medios de comunicación se han llenado de copia-pegas, noticias curiosas, recopilaciones, señoras estupendas, vídeos virales y animales haciendo cosas. Entre medias, una aburrida información política que lo cubre todo con plomizas declaraciones que buscan (y encuentran) sus columnas de gloria en la prensa.
¿Por qué importa si nos leen o no? Fácil, porque es lo que nos da de comer. Tanto nos leen, tanto paga el anunciante por aparecer. Problema: todos queremos cifras altas. Solución: hinchamos cifras, o regalamos ejemplares en universidades, Ferias y administraciones. Así, uno tras otro, los auditores oficiales de prensa de este país han ido teniendo cifras cada vez más extrañas. Hace unos años OJD interactiva era lo más, y daba como 40 millones de lectores al líder en el sector. Luego se pasó a ComScore y de pronto tenía cinco ¿Magia? No, que en ese bar de copas nadie decía su edad, y como todos mentían, todos contentos.
Ahora que las cifras que se manejan parecen más creíbles aparece la crisis. Los anunciantes se anuncian menos y por mucho menos dinero. Y alguien tiene que pagar esto. Los medios han construido gigantescas corporaciones con nóminas abultadísimas, coches, casas y barbaridades así. La solución: los muros de pago. Hagamos que los lectores en internet paguen por vernos, igual que en papel. Error. Y por varias razones.
La primera, que pocos están dispuestos a pagar por lo que pueden conseguir gratis. Porque, recuerda, si tu proyecto ‘revolucionario’ es hacer lo que hacían ya todos, pero más tarde ¿qué me aporta? ¿Por qué voy a pagar por un producto que ya existe? La diferenciación, las exclusivas, las nuevas narrativas… todo eso cuesta dinero, y tiempo. Ir al click fácil, a los temas absurdos y vacuos, cuando no directamente irreales, es pan para hoy y hambre para mañana. Crecimiento espectacular, sí, pero ¿a qué precio? Al de sacrificar en el altar del click tu marca.
El buen periodismo requiere tiempo y dinero. Buenos periodistas, investigaciones, reportajes, comprobaciones, entrevistas… Eso puede hacer un producto tan bueno que la gente quiera comprarlo. O, por el contrario, un producto tan selecto y de nicho que pocos decidan comprarlo. ¿Qué hacer? Dos opciones: o apuestas por la información de calidad aunque pueda suponer renunciar a la rentabilidad, o renuncias a la información para hacer espectáculo y tener audiencia. ¿Sorprendido? Mira cuáles son los programas más vistos de la tele y las noticias más leídas en los medios digitales.
La segunda razón es que la gente no paga por leer información, así en general. ¿A quién conoces tú que compre prensa regularmente? Pocos, ¿verdad? Y cada vez menos. Ante la certeza de que los jóvenes (de 39 para abajo, seamos generosos) apenas leen prensa. Y eso es un problema porque, estando las cosas como están, a lo máximo que aspiramos es a gastos sustitutivos. Es decir: me suscribo a Spotify y pago, pero ese dinero no viene de la nada, sino que es el dinero que invertiría en comprar CDs. Dejo de gastar en una cosa y la invierto en otra que me da un servicio equivalente o mejor. ¿Y con la prensa? Nada, ¿verdad?
El otro bando de esta guerra civil dirá, con razón, que si nadie paga los periodistas comemos. La clave es el ‘quién’ paga. Los anunciantes no pagan, los lectores no pagan. Correcto, entonces esgrimamos nuestro papel como defensores de la democracia, como garante de que todo va bien con nosotros vigilando, y pidamos subvenciones al Estado ¿Directamente? No, que queda mal. Para eso existe la publicidad institucional: los medios se llevan algo a la boca y, en ocasiones, los políticos ejercen su control sobre ellos, especialmente sobre los medianos y pequeños.
Y ahí es cuando el cuarto poder se convierte en el cuarto querer. Hay directores de medios obsesionados en este país con encontrar su Watergate. Los casos paradigmáticos son la corrupción del Gobierno de Felipe González y la existencia de los GAL. Lo malo vino después: intentar culpar a ETA del 11M (desestimado por la Justicia), forzar la dimisión de un ministro (porque se pasó unos metros de parcela durante una cacería), acusar a otro de pactar con un empresario local (aún en juicios y seguramente quedará en nada), hablar de un supuesto chivatazo a ETA (del que la Justicia ha exonerado a todos los cargos políticos) y, ahora, acusar al president de la Generalitat catalana de unas cuentas opacas y hacerlo, además, en plena campaña electoral.
Si te fijas la cuestión está en la dirección de los golpes: siempre al mismo lado. En la otra orilla del charco mediático pasa lo mismo. Los otros fueron los que destaparon la trama Gürtel (que hizo muchísimo ruido pero al final parece haber perdido fuerza en los juzgados), precedida de una trama de supuesto espionaje político en Madrid (que acabó siendo rechazada). En Cataluña, por recuperar el ejemplo de antes, la cabecera afín al partido que gobierna promovió una manifestación de apoyo al president Mas en plena jornada de reflexión.
Ejemplos para dudar de la objetividad hay miles, en plan culebrón ¿Es eso prensa crítica? No. Es prensa crítica con los otros, los enemigos de mi ideología. Porque sí, lectores, los medios siguen teniendo ideología. Siguen pensando que sus lectores necesitan saber sus opiniones, que siempre son unas porque apenas se aceptan columnistas díscolos. Los medios siguen pensando que tienen que decirle a la gente no sólo qué es importante y por qué, no sólo de qué forma las cosas afectan a nuestras vidas o qué cosas tienen relación con qué otras. Los medios siguen pensando en que a la gente les interesa que les digan cómo pensar.
Para terminar con la rueca, entre la bajada de calidad, los intereses políticos, la pérdida de ingreso económico y el cambio de formato y ciclo, los medios encima han gestionado su economía como si fueran corporaciones grandes que venden bienes tangibles. ¿Cuánto vale la información? Quizá lo mismo que valían los tulipanes antes de que se derrumbara su precio, o quizá lo que valían una vez derrumbado. La información no se come ni bebe y, visto lo visto y con razón, tampoco interesa.
Y en estas que, con tantas estrechuras, los que mandan en los medios empiezan a recortar. Más que recortar, a perpetrar una limpieza étnica en la profesión que no conoce precedentes. Y así, claro, la cosa empeora. Si sólo hablas de gatitos y de las noticias que tu modo de ver el mundo puede admitir ¿qué persona importante o interesante querrá vincular su nombre a tu marca? ¿Quién te devolverá una llamada para darte una información? ¿Quién, en fin, pagará por leerte? Dime, ¿cómo puede ser influyente un producto que apenas nadie compra, un producto que hacen cuatro gatos en malas condiciones y sin aportar valor añadido? En ese contexto, os medios somos prescindibles.
Mientras, entre los rescoldos de las fosas comunes de los despidos, surgen voces. Pequeños medios, humildes, con pequeñas estructuras de gastos para hacer frente a la crisis. Productos de nicho temático que no aspiran a grandes números, pero sí a tener una audiencia segmentada e importante como target publicitario a nivel cualitativo. ¿Se acabó el tiempo de los grandes imperios mediáticos? Seguramente. Al menos internet, ese enemigo que come niños, ha abaratado tanto el coste de crear una cabecera que cualquiera puede intentar competir con cualquiera. Con menos medios, claro, pero también menos hipotecas. Sólo hace falta -ahí es nada- hacer algo realmente interesate.
¿Y por qué no matamos al papel? El papel no morirá, pero cambiará. Se adaptará, que diría una teoría darwiniana de la comunicación. Pero mientras llega ese momento, los (pocos) anunciantes que siguen poniendo (poco) dinero en el sector prefieren hacerlo en papel. Aún hoy, aunque cada vez menos, prefieren ver su historia en un periódico de papel que no compre nadie que en una web que vean decenas de miles de personas. El miedo hace esas cosas. Pero lo que da miedo es lo que está haciéndole al sector cosas como esas. Ahora las cosas van por otros lados.