El miedo es libre, el hambre no se contagia.
Todo comenzó con una tormenta de ideas de una tarde tonta de mediados de agosto, con Madrid vacío y un equipo recién formado que quería asaltar, cuanto antes, la primera terraza con sombra. Un tiro al aire para ver si colaba o aceleraba definitivamente nuestra hora de salida. «Podríamos hacer un reportaje sobre el ébola». Silencio.
Yo acababa de leer una extensa crónica en la web de la BBC sobre los estragos del brote que, según los sanitarios de África Occidental, se remontaba al mes de marzo y prometía ser el más devastador de todos cuantos ha visto el continente.
Mi coordinador rompió el silencio para anunciar que le gustaba el tema y que empezaríamos a producirlo sin falta. Lo siguiente se habló en la terraza. Ninguno sabía gran cosa del ébola. Una enfermedad incurable que le debía el nombre a un río de África y que aquí sonaba casi a canción exótica. Pero enseguida empezaríamos a ver que era real.
La primera sorpresa fue saber que ninguna aseguradora se haría cargo de nuestra repatriación en caso de contagio. Negociamos con todas durante una semana pero fue imposible. Si resultábamos infectados, solo el Gobierno español se haría cargo de nosotros, eso si lo consideraba oportuno.
Llamamos al Hospital Carlos III, pero no nos dieron ni media indicación. Nos desearon buena suerte y nos pidieron que si a la vuelta nos encontrábamos mal, acudiéramos directamente a verlos. Todavía faltaban unas cuantas semanas para conocer que Teresa Romero resultaría ser la primera infectada sin pisar la zona cero.
Alejandro de la Capilla, cónsul de Sierra Leona en España, nos miró como a marcianos cuando le dijimos que queríamos viajar a Freetown y movernos por el interior del país.
–¿Ahora?
–Ahora.
–Pero si la cosa está fatal. Es uno de los países más pobres del mundo… Y encima con ébola… Cada día muere más gente. Os acompañaría, pero en este momento me parece una locura.
Desde entonces, Alejandro nos mandaría el parte oficial del Ministerio de Salud de Sierra Leona. Una sobrecogedora lista en la que no deja de aumentar el número de muertos e infectados. De hecho, el número de contagios diario nunca ha sido inferior a 10. Un dato, que a posteriori, nos iba a llamar mucho la atención.
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Hablé con compañeros de Reuters y de AP. No tenían previsto enviar a ningún equipo a la zona. El peligro de contagio es altísimo, me explicaron, y no pensaban jugársela.
Cada vez estábamos más solos ante lo desconocido. El equipo quedó rápidamente definido. Iría Toñi Moreno como presentadora, Carlos Sáez como cámara, y yo como guionista.
A finales de agosto solo dos compañías aéreas mantenían vuelos con Sierra Leona. Y una era Royal Air Maroc. Con ella volaríamos a Freetown, capital de Sierra Leona, después de una escala de nueve horas en Casablanca.
Al poco de entrar en África Occidental nos anunciaron que harían una escala técnica en Monrovia, la capital de Liberia. Embarcaron varios pasajeros con mascarilla y guantes, incapaces de ocultar el miedo y el alivio de saber que salían de allí. El silencio de la tripulación ponía los pelos de punta.
Entre unas cosas y otras, mi desayuno lucía intacto sobre la bandeja. Mi recién estrenado compañero de asiento, un liberiano de unos dos metros de altura, me preguntó si podía comérselo. Llevaba varios días sin probar bocado, me explicó casi por gestos. Tardó menos de dos minutos en dar cuenta de todo. Y yo me prometí que nunca más me quejaría de la comida en los aviones.
Aterrizamos en una pista devorada por las lluvias. Era noche cerrada y estábamos entumecidos. Una legión de sierraleoneses salió a recibirnos cargados de papeles y termómetros. Nos tomaron la temperatura, nos preguntaron si teníamos fiebre o diarrea y nos obligaron a lavarnos las manos con agua clorada. Ese persistente olor a lejía nos acompañaría durante todo el viaje. Su sonrisa de bienvenida también.
Una vez superado el último control, conocimos a Meddo, el que sería nuestro conductor y fixer, el hombre de Makeni que tendría que traducirnos los dialectos locales y evitar que anduviéramos por su país como un elefante por una cacharrería.
Medio adormilados recorrimos en cinco largas horas una distancia de 150 kilómetros y por fin alcanzamos el vestíbulo del Hotel Radisson Blue Mammy, un cinco estrellas tomado por sanitarios e investigadores. No había ni un solo equipo de televisión, ni un solo periodista.
Nuestra primera parada fue el Centro de Información de Unicef. Para entonces ya teníamos claro que Freetown era una ciudad sin semáforos, sin electricidad, sin asfaltar. Una ciudad de chabolas. En Unicef conocimos a Yolanda. Llevaba dos meses intentando coordinar programas para que los niños huérfanos de ébola superaran el estigma social y pudieran seguir adelante con su educación y, sobre todo, con su vida. Su marido trabajaba en Barcelona y era lo único que echaba de menos. El resto lo tenía allí, aseguró con una gran sonrisa.
Con ella vivimos nuestra primera toma de contacto con un mercado de Freetown, donde bajo una cortina de agua, llegamos en plena estación de lluvias, un grupo de mujeres intentaba concienciar a la población de que el ébola era real y hasta era posible combatirlo. Estremecía ver que nadie acababa de creerse nada. Pedir a uno de los países más pobres del mundo que solo consuma agua embotellada es como intentar ponerle diques al mar. De modo, que era poco lo que podían hacer. Insistir en la higiene de las manos, siempre con agua clorada o jabón, y saludarse con el codo, un gesto que veríamos repetir en muchísimas ocasiones y que acabaríamos por adoptar como nuestro.
Unos cuantos baches, incontables motos de tres plazas, un montón de vendedores ambulantes con todo tipo de artefactos en perfecto equilibrio sobre sus cabezas, y llegamos a Connaught Hospital, el hospital más grande del país y uno de los más blindados.
El ejército protege sus puertas y la gallega Marta Lado, médico y coordinadora gubernamental junto con el Kings College, sale a recibirnos, de nuevo, con una gigantesca sonrisa.
Nos preguntamos si los que conviven a diario con el ébola nunca tienen miedo. Pero lo cierto es que viendo su jornada laboral, poco tiempo les queda para pensar. Lo primero que dice Marta es que ojalá los días tuvieran 36 horas, y a juzgar por el cansancio de su mirada, no miente. Dejó su plaza en el hospital de Torrejón de Ardoz de Madrid y llegó a Sierra Leona cuando el brote empezaba a ser preocupante incluso para ellos. Acostumbrados a ver morir a gente de malaria, fiebre amarilla o un simple resfriado, entendieron rápidamente que una enfermedad infecciosa descontrolada tarde o temprano traspasaría sus fronteras.
Sin embargo, Marta no creía que la epidemia pudiera extenderse por Europa.
«Este brote no sería igual en Europa, allí se podría contener sin problemas. Aquí, como podéis ver, no hay de nada. Necesitamos hasta guantes, y te estoy hablando del hospital. No hay formación, y eso me preocupa. He visto a enfermeras comer y cambiar una sonda con el mismo par de guantes y eso es demoledor, en nada puedes contagiarte».
–¿Y esto puede ir a peor?
–Si la comunidad internacional sigue ignorándonos, irá a mucho peor. Todavía no hemos alcanzado el pico del brote, lo peor está todavía por llegar.
No se equivocó. Durante los meses de septiembre y octubre, el número de contagios en África Occidental se multiplicó. Y hasta al comedor llegaron imágenes de gente que moría en las calles sin que nadie se atreviera a tocar sus cuerpos.
Solo cuando la sanitaria Teresa Romero resultó infectada saltaron las alarmas. Y el ébola tuvo un rostro, y mi teléfono se colapsó de gente preguntándome si había pasado la cuarentena. Hasta entonces era un enemigo invisible.
Eso lo sabían perfectamente en el Emergency Hospital, el centro que días después trataría al sacerdote Manuel García Viejo, el segundo español en morir a causa del ébola. Luca Rolla, su director, tenía muy claro que allí no iban a dar abasto. Tan solo durante una mañana llegaron tres posibles casos de ébola. De ellos, uno dio positivo.
«Este es un hospital privado, como casi todos los de Sierra Leona, pero la epidemia nos ha desbordado. Ellos no tienen dinero ni para vendas, pero no podemos dejar de atenderles, necesitamos medios y no llegan».
El personal sanitario se esforzaba por concienciar a la gente. María García y Javier Atienza, enfermera y médico españoles, coincidían en algo: nadie les hacía caso. Y el ébola había llegado a Freetown, una ciudad de chabolas. La mecha estaba prendida. Ni sus eternas sonrisas conseguían engañar a la frustración de ver cómo cientos de vidas se iban por el desagüe de la indiferencia occidental.
Ante las imágenes de aviones que parecen cápsulas espaciales cuando el repatriado es un occidental, nosotros asistimos impactados al protocolo de aislamiento en un hospital sin apenas medios. Una manta, un par de tiendas y un cuidado exquisito para no contagiar ni contagiarse. Un perfecto control del miedo.
Pero aún nos quedaba lo peor, el viaje al corazón del país, al epicentro del ébola. Concretamente a Makeni, una de las ciudades más afectadas por el brote. Una aventura de muchas horas donde abundan los controles del ejército. Cada 40 minutos hay que bajarse del coche, hacer una cola interminable y dejar que te tomen la temperatura. Todo ante la atenta mirada de los soldados del ejército que van armados hasta los dientes.
Pero el espectáculo del amanecer africano bien vale el esfuerzo. La tierra roja de África contrasta hipnóticamente con el verde de la selva. A ratos hasta es posible entender por qué hay gente que ha entregado su corazón y su vida a este continente tan olvidado.
Envueltos en ese embrujo llegamos a la misión del padre José Luis Garayoa, un pamplonica terco y peleón que vive a pesar de la guerrilla, de la malaria y de la desesperación de la miseria. Nos recibe vendando el brazo quemado a un niño de dos años.
«No, no soy médico. Pero alguien tiene que hacerlo. Aquí no hay médicos, ni hospitales. El último que estaba abierto ahora está cerrado por cuarentena y yo tengo a mi cargo 200 aldeas. ¿Qué hago si un niño se pone malo?».
Con Garayoa visitamos el Hospital de San Juan de Dios, en Makeni, entonces cerrado por cuarentena. Solo tuvimos que cruzar las destartaladas verjas de hierro para comprobar que el miedo también puede ser un compañero de viaje.
Nos prestan unos trajes de protección, pero apenas son unos delantales y hay que andar con cuidado. Al quirófano ni nos dejan entrar y al ver su cara no queremos hacer más preguntas. Las habitaciones vacías de los niños estremecen y el orgullo con el que las enseñan también. ¿Por qué nadie hace nada?
No hay manera de no preguntarse constantemente por el sentido del mundo. Visitar África y caer en el cliché parece una constante entre los occidentales.
Más aún en las aldeas del interior, donde muchos ni siquiera han escuchado hablar del ébola. Aislados del mundo por la selva y el idioma, generalmente no hablan más que el dialecto de su tribu, los sierraleoneses sonríen al infinito y nos miran como a marcianos.
En Kassassi no es difícil sentirse como un explorador. En la pequeña aldea abundan los niños, el verde, el barro y los cacahuetes. Aquí no han llegado los cubos de cloro, ni los papeles de concienciación. Aquí solo llega Garayoa en su cuatro por cuatro.
«El gobierno me envió un cubo para la misión. ¡Un cubo joder! Y tengo a mi cargo más de 200 aldeas. ¿Me queréis decir qué hago yo con un cubo?».
Los niños se despiden dedicándonos una larguísima mirada blanca. Entienden que somos de otra tribu, pero no imaginan lo cerca que podrían estar ellos de pertenecer a la nuestra. Imposible no sentirse removido ante tanta miseria, pero nuestro vuelo de vuelta espera y al final, solo somos periodistas.
Tuvimos solo siete días para preparar el documental Viaje al corazón del ébola, que emitió TVE el miércoles 18 de septiembre. No fue trending topic. Entonces no. Tuvo que morir Jesús García Viejo, tuvo que contagiarse Teresa Romero para que España empezara a entender que la enfermedad no conoce barreras, y el ébola tampoco.