¿Existen otros mundos? ¿Son iguales que el nuestro o presentan variaciones? ¿Hay otras versiones de nosotros mismos? La ficción cinematográfica y televisiva apenas ha comenzado a explorar todas las posibilidades narrativas que ofrece el concepto de multiverso. Sin embargo, la aparición de la técnica digital a finales de siglo parece haber abierto un portal interdimensional, pues cada vez son más las obras que se arriesgan a situar sus tramas en la vasta atracción sobre posibles viajes astrales.
Una de las últimas propuestas más esclarecedoras es la de los Daniel —Dan Kwan y Daniel Scheinert—, populares desde aquella película cargada de pedorretas llamada Swiss Army Man (2016). El dúo vuelve a la carga con su absurdo sentido del humor y algunas teorías físicocuánticas sobre la posibilidad de que estén sucediendo, en este preciso instante y vete-tú-a-saber-dónde-y-cómo, multitud de planos de realidad diferentes al nuestro.
Todo a la vez en todas partes es su nueva comedia fantástica servida por la distribuidora A24, caracterizada por acoger entre sus filas lo más indie del cine estadounidense y por explotar el recorrido de sus obras con la venta de merchandising a través de su web y el ruido en redes sociales que acostumbra a acompañarlos en cada estreno.
Así ha sucedido con la película de los Daniels. Desde su paso por el Festival South by Southwest, noticias que la prefiguran como de lo mejor del año, o el hecho de que haya llegado a desbancar a Parásitos (B. Joon-ho, 2019) o El padrino (F. Ford Coppola, 1972) como ficción mejor valorada en Letterboxd, no han hecho más que incrementar la expectación sobre el filme.
Más allá de los números, la película presenta otro tipo de proezas. Para comenzar, cuenta con Michelle Yeoh, una intérprete femenina y malaya de 60 años, como heroína en una película de acción estadounidense, dato nada desdeñable desde el punto de vista de la representación social en el cine. Por otro lado, parte de su fascinación generada se debe a un guion versátil, que introduce la posibilidad de un multiverso a base de delirantes golpes de efecto y loquísimas referencias a otras películas. En esa misma escala épica se construye una historia más intimista sobre una relación materno-filial con tendencia a la autodestrucción.
Sea un clásico instantáneo o no, Todo a la vez en todas partes ya forma parte de un podio cada vez más reñido: el que conforman las incesantes películas sobre el concepto de multiverso que han ido salpicando al panorama fantástico, especialmente durante la última década. Las nuevas tecnologías, las historias de superhéroes y un sinfín de posibilidades narrativas que rompen con la concepción lineal del tiempo se han expandido por la cartelera y las plataformas de visionado como un cerebro hipervitaminado, donde cada visión —comercial y/o autoral— se lo ha sabido llevar a su terreno (o plano dimensional) con diferentes propósitos.
PARA REVENTAR EL SISTEMA
La revolución será virtual… o no será. Las hermanas Wachowski fueron las primeras de la clase que pillaron aquello de «ser o no ser». Y como coetáneas del Efecto 2000, pusieron en práctica sus conocimientos basándose en ficciones que planteaban la posibilidad de que este mundo rutinario y gris en el que vivimos no fuese el verdadero, sino un espejismo construido por fuerzas más inteligentes que la humana.
En el futuro posapocalíptico de Matrix (1999) es necesario despertar del letargo para llegar a dominar el tiempo y otras capacidades mentales. De ahí que el uso de la cámara ralentizada, a modo de recurso que muestra un control artificial del tiempo, fuese imitado posteriormente hasta la extenuación por toda secuencia de artes marciales que se precie.
Una de sus primeras seguidoras fue la película El único (J. Wong, 2001), donde un Jet Li malote de un universo paralelo al nuestro combate contra otra versión más terrenal de sí mismo, con la finalidad de imponerse como única copia existente en el extenso multiverso. Tremendo ego.
PARA EXPANDIR FRANQUICIAS
Las grandes majors han sabido aprovechar la retroalimentación para transformar su catálogo de blockbusters en universos, sacar a relucir todo su batallón de personajes y, de paso, jugar la gran baza de la nostalgia.
Lo hizo claramente Disney, tras la adquisición de Marvel, a través de sagas como Los Vengadores o la más reciente Spider-Man: No way home (J. Watts, 2021), donde todo fan del hombre araña que se hubiese criado con las películas de Sam Raimi encontraría aquí un placentero dejà-vu.
Ojo, que la idea de que Spidey somos todos ya se cruzaba con material cuántico y ricas texturas de cómic animado en Spider-Man: un nuevo universo (B. Persichetti, P. Ramsey, R. Rothman, 2018), esta vez de la mano de Sony.
Antes de la fiebre del superhéroe, la factoría del ratón trabajó previamente con otras propuestas como Rompe Ralph (R. Moore, 2012) —multiverso de arcade— y su posterior Ralph rompe Internet (R. Moore, P. Johnston, 2018) —multiverso online y oportunidad aprovechada para hacer una memorable fiesta de pijamas de todas las princesas Disney—.
La irreverente Chip ‘n’ Dale: Rescue Rangers (Akiva Schaffer, 2022) también invade la historia de los dibujos animados bajo una suerte de autoparodia de la propia Disney, con diferentes tipos de técnicas (2D, 3D, stop-motion y acción real), y una sarta de chistes escritos con el lenguaje meme. Toda generación necesita su ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (R. Zemeckis, 1988) y esta encumbra a sus nuevos héroes en base a la interactividad que se consigue de ellos vía redes sociales.
Para dominar el multiverso es necesario contar con un guion que justifique cada cruce entre franquicias. La original propuesta de Schaffer es todo lo que nunca llegó a encajar en Space Jam: Nuevas Leyendas (M. D. Lee, 2021), donde Warner Bros. trató de mezclar en el mismo cóctel (llamado Servidoverso) a sus Looney Tunes junto con el mundo de Harry Potter, Juego de tronos, Matrix e incluso películas clásicas como Casablanca (M. Curtiz, 1942). Spoiler: no salió bien.
Por su cuenta, Spielberg contaba con una tabla de salvamento más sólida —el libro original de Ernest Cline— cuando decidió adaptar Ready Player One (2018). Aunque también se trataba de una consecuencia irrefrenable de referencias a otras ficciones como El resplandor (S. Kubrick, 1980), King Kong o El gigante de hierro (B. Bird, 1999), conseguía construir un universo propio al comprender que multiverso y virtualidad van inevitablemente de la mano.
PARA RECONECTAR CON TU IDENTIDAD
Hay una norma no escrita sobre los viajes temporales: no debemos alterar el pasado. Pero si no podemos enmendar los errores cometidos, ¿para qué narices querríamos volver? Claramente, para observar los sucesos desde un escaparate y fliparlo con la experiencia alucinógena existencialista.
En casi todos los contextos, el encuentro con otras realidades no es más que una excusa de guion para poner en el centro de la atención lo verdaderamente importante: el personaje principal, con todos sus dilemas en torno a la propia identidad, pero también el legado familiar o social con el que debe lidiar en el presente.
En esta cuestión Todo a la vez en todas partes guarda ciertas similitudes con Las vidas posibles de Mr. Nobody (J. Van Dormael, 2009), en la que el concepto de multiverso se acerca en un mayor grado a la idea de elegir todas las opciones vitales, en lugar de solo una.
La televisión no se queda atrás en la exploración de esta dimensión desconocida. Si las series de J. J. Abrams (Perdidos, Fringe…) ya jugueteaban con la idea de diferentes planos espaciotemporales y vidas alternativas, recordemos algunas series que le siguieron como Undone (R. Bob-Waksberg, K. Purdy, 2019), donde los recovecos del tiempo hacen que los escenarios se desintegren y reaparezcan gracias a la técnica de la animación rotoscópica.
En ella, Rosa Salazar trata de entender su capacidad de manejar el tiempo a su antojo para descifrar el enigma sobre la muerte de su padre y, de paso, comprender sus raíces y los comportamientos familiares.
Algo similar sucede en la segunda temporada de Muñeca rusa (L. Headland, N. Lyonne, A. Poehler, 2019), en la que el loop temporal que vivía la protagonista en la primera temporada se estira hasta la posibilidad, no solo de viajar al pasado, sino de ocupar los cuerpos de sus antepasadas. Todo un viaje inesperado capitaneado por el humor mordaz de Natasha Lyonne e inspirado por las historias invisibles de las mujeres a través del tiempo.
Las ya mencionadas hermanas Wachowski con su serie Sense8 (2015), por cierto, junto con J. M. Straczynski, continuarían experimentando en formato serial con toda la gama de colores que ofrece invadir otros cuerpos, a un modo más intimista y reivindicativo sobre los derechos LGTBIQ+, pero sin olvidar la épica del cine de acción. En ella un grupo de personas sin ningún parentesco entre sí descubren que están mentalmente conectadas y que pueden intercambiar habilidades. Sí, las artes marciales vuelven a ser una de ellas. ¿Por qué nos llegamos a desapuntar de las clases de judo?
PARA ADOPTAR OTRAS PERSONALIDADES
Las vivencias extracorporales ya constituyen casi un género por sí solo y, bien mirado, otra forma de multiverso en la que el nuevo mundo no es otro que otros brazos y otras piernas. Lo experimentamos haciéndonos pasar por John Malkovich (e incluso montando una atracción turística a su costa, en la que es posible reencarnar al actor durante 15 minutos) en Cómo ser John Malkovich (S. Jonze, 1999).
A comienzos de la década de 2010 otros ladrones de cuerpos incursionaban en nuestro imaginario ficcional: Jake Sully (Sam Worthington), minusválido en silla de ruedas, usaba una proto realidad virtual para convertirse en un ser azul de dos metros de altura e integrarse en la tribu na’vi en Avatar (J. Cameron, 2009); mientras que una tropa de espías y estafadores se adentraban en el sueño ajeno (y en el sueño dentro de un sueño dentro de un sueño…) en Origen (C. Nolan, 2010), con la finalidad de ejercer una influencia sobre las decisiones de un ejecutivo millonario.
También, en clave de suspense, jugueteaban con la misma idea autores como Jordan Peele y su Nosotros (2019), donde existía un inframundo de otros yos desechados de la vida terrenal; o Brandon Cronenberg en su Possessor (2020), en la que una agente de una organización secreta (Andrea Riseborough) ocupa las mentes de otras personas para cometer crímenes entre la élite corporativa.
Para rizar todavía más el rizo, el cine también plantea la posibilidad de transitar la creación artística de otra persona, que probablemente no sea más que la extensión de su perturbada personalidad. Así quedaba evidenciado nuevamente en el videojuego de realidad virtual que describe Ready Player One: la mente laberíntica de un programador que esconde su herencia a modo de huevo de Pascua en algún lugar remoto de su colosal obra, cual Willy Wonka escondiendo billetes dorados entre sus tabletas de chocolate.
Por su parte, Dave made a maze (B. Watterson, 2017), comedia surrealista que se movió esencialmente por festivales internacionales, propone otro laberinto, más crafty y precario que el de Spielberg, hecho con cajas de cartón pero con la destreza suficiente para que resulte más grande por dentro que por fuera. Todo un mapa del estado mental de su artista, David (Nick Thune), quien se encuentra perdido en el peligroso universo do-it-yourself de su creación, y por el cual su novia debe adentrarse para acudir a su rescate.
Cualquier viaje espacial a otro mundo en la ficción ya constataría la idea de existencia de más de un mundo. Series como Star Trek, Doctor Who o Rick y Morty presentan casi tantos universos como episodios. Pero si algo ha calado en el imaginario del multiverso es, sin duda, la representación de otras identidades similares, pero diferentes a la nuestra: la apasionante, desesperanzadora y cada vez más implementada idea de que, en alguna parte y en algún momento en la historia de la existencia, hay otra identidad viviendo la vida que ¿nunca? viviremos.