El placer de hacer el mal

15 de septiembre de 2017
15 de septiembre de 2017
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No es fácil determinarlo, pero si hubiéramos bautizado este artículo como «¿Qué es el bien?», disfrutaría de menos lectores, pues es sabido que el bien aburre hasta a los mejillones, mientras que el mal proporciona titulares. Como el que nos ocupa.

Lo hemos escrito con letras minúsculas, porque el Mal con mayúsculas solo existe en las novelas de exorcismos, así como el Bien es patrimonio de biblias, sermones y evangelios. La vida es mucho más compleja y contiene más matices; por la misma razón que existe el concepto de «mal necesario», pero no el de «bien necesario».

El mal es atractivo desde el primer momento en que se nos prohibió algo en nuestra remota infancia, envuelta en brumas de confusión. Si nuestras raíces son judeocristianas, el mal se remonta al Edén y al pecado original; allí el mal era una manzana, o peor aún, la tentación de comerla. En otras culturas podía tratarse de una bolsa de M&M’s o de un pollo asado.

Pero el mal también anida en cosas inocentes, en los pensamientos más inocuos, en la nevera, en el aparcamiento subterráneo o en la carpintería de aluminio, como señalaba Woody Allen en Desmontando a Harry. El mal adopta formas inesperadas, como el torso desnudo de Andrés Velencoso o el de Pamela Anderson, que a sus 50 años ha demostrado que lo bueno es malo y viceversa.

La envidia está al alcance de todos, así como los pensamientos indecorosos o aquellos deseos que nos avergüenza confesar, pero que jamás se cumplen. No es lo mismo fantasear con la muerte de alguien que ejecutar un plan para terminar con su vida. Lo primero puede ser bueno o al menos terapéutico, cuando lo segundo implica con frecuencia abonar elevadas minutas a los abogados.

Hacer el mal es complicado y bastante costoso. No está al alcance de todos los bolsillos, pues para ejercitarlo se precisa un entrenamiento especial y una disposición de ánimo que bebe en primera instancia del nihilismo y después de cualquier otra fuente de inspiración. Y el nihilismo no se aprende en las calles, sino en las aulas. Solo los ilustrados pueden convertirse en auténticos malvados, mientras que el bien está al alcance de todos, como el aire. Podríamos concluir que el bien nos hace iguales, pero el mal nos diferencia, y gracias a su hálito invisible el mundo gira tal y como lo conocemos.

La existencia sin mal sería inviable, desde un punto de vista moral, económico y social. El mal es tan necesario como los cajeros automáticos o como las vacaciones en la playa. El mal es un insecto paciente que parasita un doble Whopper con queso, pero que también acecha en los menús degustación de 200 euros el cubierto con estrellas Michelin.

El mal es un explosivo de fabricación casera que manejamos con el cuidado de un artificiero, porque puede estallarnos en cualquier momento.

El mal es un recuerdo que todavía no hemos sido capaces de digerir.

El mal es un estado de ánimo.

El mal son los otros.

Pero sobre todo, el mal es usted.

2 Comments ¿Qué opinas?

  1. Lo he leído, releído… y sí, no es una fantasía; no es una bonita exposición desde el lenguaje literario o desde las divagaciones filosóficas simplistas. Alcancé a ser ‘zarandeada’ en mi fuero íntimo… «El mal soy yo». Fraternalmente, Lina

  2. Mmmm no sé… hacer el mal puede ser gratis, no entiendo por qué el mal movería el mundo (o el bien), ni tampoco por qué su existencia es necesaria. Pero escribes bien.

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