Llamada entrante. Un número cualquiera sin nombre. Mala pinta. Antes de aceptar la llamada, me recuerdo a mí mismo que me he propuesto un imposible.
Hay gente que quiere aprender programación, que se pone a dieta o aprende cerámica. Yo me he propuesto cambiar el mundo de otra forma. Me he propuesto tener una conversación con un teleoperador que termine de forma cordial.
—Buenos días, le habla Ángel Gallardo, de la Compañía de Servicios de Gas y Luz, ¿hablo con el señor Enrique?
Me armo para el reto.
—Hola, Ángel Gallardo, buenos días, ¿en qué puedo ayudarte?
—Señor Enrique, le llamo para ofecerle la mejor tarifa del mercado, para que ahorre en su factura desde ya.
Yo le dejo hablar unos segundos hasta que termina. Creo que les premian por los segundos de conversación, o quizás me lo haya inventado. Repito su nombre cada vez, como hacen ellos.
—Gracias, Ángel, te agradezco la oferta, pero es que en este momento no quiero hacer ninguna gestión ni cambiar de compañía.
—Bueno, quizás no ha entendido que va a ahorrar dinero desde ahora mismo — me interrumpe—. La nueva tarifa XXXX no tiene permanencia ni ningún otro gasto asociado.
Le dejo hablar más tiempo para que le premien sus segundos.
—Ángel, verás, estoy tratando de ser amable contigo. Entiendo que tienes un trabajo y una buena oferta para hacerme, pero no quiero ni oír ofertas ni cambiar de compañía. Por muy bueno que sea el precio y aunque vaya a ahorrar dinero.
—Entiendo, señor Enrique, ¿y cuál es su compañía actual?
Me relajo un poco.
—Pues ahora mismo estoy con mi mujer, y mi perra está por aquí también.
—Me refiero a su compañía de la luz.
Cada vez con menos esperanzas, le contesto:
—Lo se, Ángel, pero estoy empezando a perder la paciencia y quería aliviar un poco la conversación. Te confieso que me había propuesto ser empático y educado, y estoy intentando terminar esta conversación.
—Entiendo, señor Enrique. Pero le decía que, si contrata ahora, tiene tres meses con el 50% sobre la tarifa más baja.
Y le dejo hablar otro rato. Decido cambiar mi estrategia y mi tono.
—Disculpa, Ángel, te voy a pedir un favor. Digas lo que digas, no voy a contratar nada, ¿te parece si lo dejamos aquí y nos despedimos?
—Entiendo, señor Enrique, solo una pregunta más: ¿podría decirme a qué precio paga el kilowatio?
Yo permanezco en un tenso silencio. No digo absolutamente nada.
—¿Tiene algún familiar que pueda estar interesado?… Señor Enrique, ¿me escucha?
Yo, ya entregado a lo cómico de la situación, le contesto:
—Te oigo, pero no te escucho, cara trucho —y decido ver dónde acaba un cuestionario comercial.
—Señor Enrique, ¿conoce nuestros servicios de asistencia técnica XXX? Si lo desea, le puedo llamar en otro horario.
Ya sin reparos ni vergüenza, le contesto:
—¡Ángel, gallu!, ¡ta to pagao!
—Señor Enrique, ¿tiene segunda vivienda? ¿Y placas solares?
Yo canturreo para mí: «Rainy night in Georgia… I fell like its raining all over the place…».
De pronto, Ángel se calla. No dice nada. Sé que sigue ahí porque oigo el jaleo de cientos de operadores de fondo. Dejo de cantar, pero guardo silencio a ver dónde me lleva esto. Él sigue sin hablar. Yo espero. Es como un duelo. Estoy tenso, creo que he roto la barrera. He llegado a la última pantalla del juego. No quedan preguntas. Hay un fallo en el sistema. Yo no cuelgo y él tampoco.
Imagino una gran luz roja que se enciende sobre el puesto de Ángel. Imagino a sus compañeros mirándose aturdidos. Ángel ha llegado al final, no saben si aplaudir o sentirse como en un Juego del Calamar. Quizás caiga y desaparezca por una trampilla. Ha conseguido más de 200 segundos de conversación, pero no ha conseguido una venta. Siento que algo importante está pasando, es un hecho.
Cuelga. Me deja en el abismo más absoluto. No sé si he ganado o perdido. Siento curiosidad por su situación. No duermo esa noche. Al día siguiente entra una nueva llamada sin nombre.
—¡Ángel!, ¿eres tú? —grito.
No quiero información comercial en mi móvil. Puede colgar, gracias.