Doña Adela era una mujer peripuesta, algo altiva y con la dosis justa de soberbia para no resultar del todo insoportable. Le gustaba el exceso a su alrededor, ese poderío que creía que daba estar rodeada de oro (o dorado, al menos, que la economía no estaba para lujos), de lo opulento y lo sobrecargado. Incluso su atuendo era, llamémoslo, barroco.
Ese gusto por lo ostentoso se veía reflejado también en su forma de hablar, por lo que su conversación estaba llena de frases recargadas, rimbombantes y profundamente vacías en su mayoría. Había que cargarse de paciencia para soportar una conversación con ella, aunque fuera de pocos minutos, y había quien decía que prefería el lenguaje judicial a una tertulia donde participara doña Adela. Su altanería le llevaba a discutir con cualquiera que osara llevarle la contraria, tuviera o no razón, y defendía su verdad con un montón de ultracorrecciones que —creía— le hacían parecer más sabia.
Por eso no tuvo reparos en tratar de enmendarle la plana a aquel aspirante a catedrático que, incauto, aceptó su invitación a conocer la biblioteca de la casona donde doña Adela vivía. Cuando después de una hora de charla recargada de metáforas y larguísimas frases la mujer trató de explicar a su invitado el notable éxito que había alcanzado uno de sus ancestros con un sesudo tratado sobre los delicados matices en el color del higo chumbo al madurar, doña Adela remató la charla diciendo que su erudito tatarabuelo había sido recibido «en loor de multitudes a las puertas de la Academia».
El aspirante a catedrático no se pudo contener y trató de corregirla: «»En olor de multitudes», doña Adela, es «en olor de multitudes»». La mujer miró furiosa a su invitado sintiéndose ofendida por el comentario, y le indicó dónde estaba la salida. Ningún antepasado suyo había tenido que pasar nunca por la humillación de sufrir el asqueroso olor a chusma que aquel mentecato desagradecido había insinuado con su insidioso comentario.
El error en el que doña Adela había caído en esta historia es frecuente. El Diccionario Panhispánico de Dudas indica que la expresión correcta para dar a entender que alguien cuenta con la admiración de las masas es en olor de multitudes, siendo ese olor una metáfora «pues se entiende que la cualidad expresada se exhala como un aroma». Su origen, cuenta el DPD, viene por la analogía con otras construcciones como en olor de santidad, que ya se usaban en textos medievales y clásicos.
Lo cierto es que pensar en cómo huelen las masas y las coñas alrededor de sus desagradables efluvios ha llevado a muchos a cambiar ese olor por loor, que, al fin y al cabo, significa también elogio o alabanza. Pero no, lo que hacemos en realidad es caer en una ultracorrección que conviene evitar.
Y no es que en loor de multitud sea incorrecta, al contrario. Está perfectamente construida, pero su significado es algo diferente. En loor de multitud significa que quien es alabada es la muchedumbre.
Que algunos diccionarios ya acepten el uso de loor por olor en esa expresión no significa que debamos usarla. Si somos de olfato delicado, mejor nos ponemos la pinza en la nariz. Dejemos los loores para otras ocasiones.
Bravo!!!
Muy interesante