Ayer se publicó la foto de una larga cola de escaladores. Bueno, de una cola de turistas, porque parece ser que cuando alguien que quiere descubrir algo se repite por acumulación numérica, pasa a ser un turista. Y ser un turista no está nada bien. Y menos, si te mueres en el Everest ya que todos sabemos que morirse es un contrariedad.
Esta bien ser un viajero. O un descubridor: O un aventurero. Pero ser un turista es como ser tu propio cuñado cuando se va de viaje a la República Dominicana a encerrarse en el resort. O algo así.
RENFE, por ejemplo, se empezó a joder cuando la megafonía de los trenes dejó de decir «señores viajeros» y comenzó a captar la atención con un «señores clientes».
En Islandia están a punto de entrar en recesión económica por culpa de la quiebra de la aerolínea Wow. El país insular ha visto crecer tanto su economía a causa de las hordas de viajeros teledirigidos, que la dependencia del turismo tiende a la insostenibilidad. Riadas de gente en un isla de fuego y piedra que queda donde Cristo pegó las tres voces.
En Roma, la marabunta es la identidad paisajística. Las únicas veces que no hay personas en las calles de la ciudad es cuando Jep Gambardella pasea por lugares como la Piazza Navona en La gran belleza. En ningún otro caso existe la soledad en la capital de Italia.
Algo así pasa en Londres. O en Barcelona. O en Manhattan. Y siendo lo grande que es el mundo, cabe preguntarse si es que ya no servimos ni para viajar; si ya no somos capaces de desbordar las grandes vías turísticas que conducen siempre a los mismos lugares.
Con la abundancia de información viajera se ha incentivado también la uniformidad. La pertinencia de lo imprevisto queda enterrada bajo las calificaciones de Tripadvisor inferiores a cuatro estrellas.
La necesidad de lanzarse a asumir el riesgo de que algo puede salir de manera diferente a lo previsto ha desaparecido. Porque parece que, en estos días, solo puntúa volver con el zurrón lleno de fotos perfectas de Instagram y tiempos milimétricamente aprovechados.
Hemos olvidado que cagarla con el plan improvisado implica también el aprendizaje de la supervivencia a la decepción. Hemos olvidado que, a unos kilómetros hacia adentro de Sicilia, alejado de la decadente majestuosidad de Catania, hay un feúcho pueblo que bien podría ser Caltanisetta y en el que lo más fácil es perder el tiempo, lo más difícil tratar de hacerse entender con los locales en italiano y lo más instructivo es preguntarle a un viejo que cómo es la vida en un lugar aburrido. Y el que dice Caltanisetta, dice Blackburn, Olomouc, Gori o Uleila del Campo.
Hemos pasado de aprender durante el viaje a llevar cada detalle inserto en el disco duro un mes antes de salir; de ir a adquirir estímulos a corroborar certezas. Ya no somos investigadores. Somos forenses.
POR FIN, LA ÚLTIMA JORNADA ELECTORAL EN MUCHO TIEMPO
Votar está bien. Votar bien está aún mejor. Pero votar mucho es una incomodidad que puede llegar a agotar la paciencia. El domingo terminamos con la Voting Jamboree de 2019 salvo que alguien haga algo muy mal y haya que repetir elecciones.
Como en cada una de las últimas convocatorias de los últimos tiempos, a muchos ciudadanos les ha dado por dibujar con propósito electoral.
Ocurrió con Madrid con Manuela, ocurrió hace un mes con Vota, por favor, y está ocurriendo en estas elecciones locales en Madrid con Por Madrid, Mato.
El nivel en esta ocasión ha llegado al punto de crear un minicómic de superhéroes de Aluche. Y alguna cosa más que se puede ver aquí debajo a mayor gloria de la candidatura municipalista de Madrid En Pie.
La cartelería ya no se pega solo en la calle y, además, se ha democratizado.