«La gente ya no se contenta con pasar las vacaciones tumbada en la playa», señala en términos muy claros Muriel Gray, portavoz de la School of Adventure Studies. Estos escoceses –los catalanes de Gran Bretaña— han creado una universidad de lo salvaje para los que quieran tirar pa’l monte y dejarse de unas vacaciones convencionales. Para que los que ya no se contenten con pasar la vida frente a un ordenador puedan aprender a vivir y disfrutar de la naturaleza a tope y en un entorno de ensueño.
Zeki Basan, por ejemplo, aprende anatomía y fisiología, nutrición y salud, deportes de remo y de montaña. Quiere convertirse en guía para el creciente mercado del turismo de aventura. Sus profesores son doctores en disciplinas académicas y además campistas, arqueólogos y montañistas. «Puede parecer raro que esto interese a alguien de 16 años, pero me gusta estar solo y me apasiona la protección del medioambiente más silvestre», explica Basan.
Y también hay otras escuelas: las de los que quieren desaparecer. Una de ellas, Nature Philosophy, de New South Wales (Australia), ofrece el programa Guunuwa de supervivencia. Esta es la lista de cursos: construcción de chozas, purificación de agua, técnicas primitivas para hacer fuego, precaución en el monte y caza. A esa escuela fue Claire Dunn, una activista ambiental descontenta con su trabajo. Claire empezó realizando cursos cortos, pero con el tiempo se embarcó en el experimento de vivir todo un año en plena naturaleza.
Sus compañeros abandonaron a los pocos meses. Claire no. Ella hizo uso de las habilidades que había aprendido y se construyó una choza. Medio año más tarde ya cazaba canguros, los despellejaba y se los comía. Al cabo del año regresó a la civilización, pero le costaba adaptarse. «No digo que todos deban dejarlo todo por tanto tiempo, pero hay algo de nuestra conexión con la naturaleza que definitivamente hemos perdido».
Algunos se pierden en su propio país y se largan a vivir al ‘último lugar libre de América’: a Slab City, un poblado de tiendas, roulottes y cuevas cavadas en el desierto. Allí esos rebeldes se alejan de sus congéneres, de la sociedad de consumo y de la policía. Otros, como los nuevos nómadas, en su mayoría jubilados estadounidenses, lo han vendido todo para recorrer el país en sus lujosas casas rodantes. Los más aventureros se marchan a sitios remotos que la sociedad industrializada aún no ha conseguido arruinar.
Ese es el caso de la rusa Agafia Lykov, descubierta en medio de la tundra allá por los años 70. Su padre había trasladado a toda la familia en balsa hasta uno de los rincones más apartados de Siberia. Ella sobrevivió y allí sigue con sus cabras y un compañero con el que riñe durante los largos inviernos. La comunidad religiosa de la que provenía su familia hablaba un dialecto del siglo XVI, un idioma casi tan medieval como su vida actual.
No muy lejos de allí, en Alaska, Heimo Korth y su esposa Edna sobreviven cazando conejos y alces, pescando truchas y salmones, y en sus ratos libres, disparándoles a los osos que se entrometen en su patio. Heimo y su mujer al menos viven en el siglo XXI, tienen teléfono satelital y un ordenador sin internet.
Mientras pone al fuego dos filetes de alce, Heimo reflexiona: «Muy pocos jóvenes hoy se interesan por vivir en la naturaleza. Y desconocen las técnicas de supervivencia, lo que es triste porque un día podrían verse en una situación donde las necesiten para salvar la vida». Sin embargo, no todos los cultores de la vida al aire libre son tan huraños.
A Ray Mears le ha ido muy bien enseñando lo que él denomina bushcraft, algo así como ‘el oficio de sobrevivir en lo salvaje’. Mears es capaz de pescar con una espina, construir todo un campamento usando un machete y encender un fuego con lo que sea. En la actualidad, edita libros y tiene su propia escuela de supervivencia. Incluso fabrica y vende los cuchillos que hizo famosos en su serie de la BBC. Otros no han tenido tanta suerte.
Timothy Treadwell era un enamorado de los osos. Tan enamorado de ellos como desencantado de los seres humanos. En los veranos se marchaba a la zona más salvaje de Alaska para convivir con esos animales y filmar sus documentales caseros, algunos de ellos con imágenes francamente increíbles. Pero un día Treadwell desapareció. Su historia era tan apasionante que el renombrado cineasta Werner Herzog le dedicó su excelente documental: Grizzly Man.
Para Treadwell y otros como él, la aventura fue un viaje de ida. Para el joven Zeki o para Claire Dunn ha significado un aprendizaje y un punto de partida hacia un futuro nuevo.
Después de su año en el monte, la activista dejó su trabajo y escribió un libro llamado Mi año sin cerillas. Ahora enseña lo aprendido el bush australiano y es redactora freelance. Zeki ha decidido irse a vivir a un sitio al que sólo se puede llegar con GPS, y allí pasa el tiempo pescando y despellejando animalillos. «Cuando me aceptaron en la escuela el año pasado, decidí vivir en un tipi y practicar lo que predico».
Un misántropo local, el catalán Jordi Surís, también decidió tirar pa’l monte. Al jubilarse, el exprofesor de español para extranjeros decidió dejarlo todo y marcharse a probar suerte en el pequeño pueblo de Campins, junto al Parque Natural de Montseny. Allí ofrece un curso llamado El bosque transfigurado, en el que enseña a comunicarse con la naturaleza.
«Creo que la conexión con la naturaleza requiere de una tribu, no del aislamiento», comenta. Pues hay una gran diferencia numérica entre los millones de habitantes de la ciudad y el puñado de miembros que forman una tribu, y una diferencia igual de marcada a la hora de poder o no ganarse la vida.
Por eso Surís vive con un pie en un mundo y un pie en el otro, tiene móvil y está muy conectado a las redes sociales. Seguramente, es fiel a su teoría de las tribus porque vivir de la naturaleza no resulta tan sencillo. Es una pena, pero la pasta –al menos en las zonas menos agrestes— sigue tirando pa’l cemento.
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