Te tiras en paracaídas. No sabes muy bien ni dónde estás. En mitad de una tormenta letal, tratas de subsistir con un pico como único recurso. Intentas obtener madera, piedra, metal… Cualquier cosa que te pueda servir para construir algo, un muro o una rampa, lo que sea, para seguir en pie un minuto más.
La tormenta va estrechando el cerco. Buscas armas y armaduras. Estás dispuesto a todo: es matar o morir. Un puñado de individuos dispares, todos en tu misma situación, lucha por su vida. Cada vez más cerca unos de otros, siempre al acecho, pero solo uno puede salvarse.
Así de simple y de complejo es el argumento de Fornite, el battle royale de récord que en menos de un año ha conseguido enganchar a 125 millones de personas (contando solo jugadores, que de espectadores la cifra será aún más elevada) y ha batido el récord de dinero gastado en pijadas, como disfraces o pasos de baile, que ni siquiera ayudan a ganar las partidas.
Si eres de los que pensaban que comprar vidas extra en Candy Crush ya era absurdo, no imagino lo que te parecerá pagar por complementos meramente estéticos en un juego que de veras es gratis.
¿Alucinante? ¿Tú crees? Quizá no tanto. Que el número de personas que dedican una parte de su tiempo a jugar o ver partidas que otros retransmiten a través de Twitch, a menudo rascándose el bolsillo, sea mayor que la población de cualquier país europeo no puede ser casualidad.
No han perdido todos la cabeza. No están locos esos milenials, que diría Obélix. Como tampoco lo están, o eso creo, los que se han dejado medio verano viendo a grupos de once tíos dar patadas a un balón.
Según qué informe leas, en España hay entre cinco y 25 millones de aficionados a los eSports, todavía muy lejos de la audiencia que tienen en Corea o los Estados Unidos, superpotencias de los deportes electrónicos. Eso sin entrar a distinguir qué es eSport y qué es simplemente videojuego, pues también son miles los que se pasan horas delante de una pantalla disfrutando de un Grand Theft Auto, un Resident Evil o un Detroit: Become Human.
Lo fundamental no es que el juego tenga un plano competitivo y se organicen torneos con premios millonarios. La clave son los viewers. Igual que el fútbol no es nada sin forofos que compren camisetas y se traguen hasta los partidos más insulsos (y no tengo nada en contra de un Japón-Senegal), los videojuegos como fenómeno de masas, los eSports, tampoco lo son sin la legión de aficionados que permite a los streamers ganarse la vida.
Las cientos de miles de personas que han hecho que un chaval malagueño aficionado a los videojuegos, LOLiTO FDEZ, se haya convertido en celebrity de la noche a la mañana gracias a su pericia en Fortnite.
La sopa de siglas tampoco es relevante. Tan pronto son los MOBA (juegos de batallas por equipos como League of Legends) como los TCG (juegos de cartas como Hearthstone), los shooters (de tiros, como Counter-Strike) o los battle royale. Algunos triunfan, otros pasan desapercibidos. Las modas, tarde o temprano, se esfuman. Otro tipo de juego recoge el testigo, pero los cientos de millones de aficionados siguen ahí.
Ahora tienen entre 18 y 25 años; mañana serán treintañeros. Si a los que crecimos en los noventa sin consola ni ordenador nos gustan, a los que nacieron con un smartphone debajo del brazo les apasionan. Hoy el fútbol es el deporte rey; mañana, posiblemente, lo será el equivalente de turno de Fornite o League of Legends. Twitch, o la plataforma que la sustituya, será la nueva tele.
Los eSports seguirán siendo un fenómeno de masas. Cambiarán los títulos, la esencia se mantendrá. Por absurdo que a algunos le parezca, hay vidas extra para rato. Y si no, las seguiremos comprando.