Fuga de cerebros

27 de marzo de 2013
27 de marzo de 2013
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Cparg_Inmigrantes
En agosto de 1961 mi padre llegaba a Duisburgo, después de un viaje de dos días en un coche por toda España (salía desde Almería) y Francia. Al día siguiente de llegar, tenía un reconocimiento médico, firmaba un contrato y, a los dos días, empezaba a trabajar como operario en una fábrica de la potente metalurgia de la cuenca del Ruhr. Cincuenta años después, en enero de 2012, mi mujer y yo aterrizábamos en Múnich, a la búsqueda de un trabajo digno (Digno: que nos permitiera vivir, pagar el alquiler, la comida, etc).
Yo creo, como Nietzsche y tantos antes que él, que la historia es circular y, en efecto, hay parámetros que se repiten: tanto mi padre como yo tuvimos que emigrar porque éramos víctimas de gobiernos incompetentes, gobiernos que- en lugar de gestionar lo que es de todos para el beneficio de todos (que es lo que se supone que debe hacer un gobierno)- se dedicaron a expoliar lo público en beneficio de un grupo, una oligarquía, que se presenta a sí misma como el motor activo de nuestra sociedad. Pero también hay diferencias: La España de mi padre recién estaba saliendo de una larguísima postguerra y exportaba mano de obra para fábricas y servicios.
La España de mi tiempo (me cuesta, por razones que voy a exponer a continuación decir “mi España”) acaba de salir de una de las operaciones macroeconómicas de especulación más grandes de su historia, el pelotazo urbanístico, y lo que expulsa, más que exporta, son titulados universitarios que, en nuestra gran mayoría, hemos podido acceder a nuestras titulaciones gracias a la enseñanza que se ha pagado con los impuestos de todos los españoles. Es lo que tristemente se viene conociendo como “Fuga de cerebros”, frase que no me gusta, porque la generación de mi padre también tenía cerebro, lo que no tenían es el doctorado y los seis años de experiencia como docente e investigador universitario con los que llegué yo a Múnich el año pasado.
Pero las causas que han motivado que, según las últimas estadísticas que me han llegado, setecientos mil españoles nos hayamos tenido que ir van mucho más allá de la incompetencia. Incompetencia es un término que me parece, cuando menos, bastante benévolo cuando oigo hablar a gobernantes y a poderes fácticos del país decir que, que nos vayamos de España, nos viene muy bien porque así aprendemos inglés; que, si viene bien, tenemos que irnos a Laponia a trabajar; o que, si nos vamos, es porque somos muy aventureros.
Ahí ya el término incompetencia toma tintes más chuscos que permitirán que me ahorre, porque no quiero caer en la misma zafiedad que han demostrado los que han proferido estos disparates. Más que de incompetencia, lo siento, habría que hablar de mezquindad, de la mezquindad de una serie de gobiernos que han despreciado la formación, que han fomentado que haya habido chavales que hayan visto como una mejor opción dejar los estudios porque ganaban cinco mil euros al mes en la obra.
La mezquindad del que quema su propio edificio para vender el solar. Nosotros nos hemos visto en un limbo, demasiado cualificados para algunos trabajos y sin trabajo para nuestra calificación, pero este limbo no ha salido de la nada, este limbo ha sido creado por, al menos, los tres últimos gobiernos, por la casta política que surge de la transición. Y creo, sinceramente, que ya va siendo el momento hora de que la ciudadanía empiece a exigir responsabilidades, aunque sólo sea para que mi hijo no tenga que emigrar dentro de cincuenta años.

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